Beatus Ille
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Juego de falsas apariencias y medias verdades que terminan por desvelar una sola verdad ?ltima, Beatus Ille revel? a uno de los j?venes narradores m?s rigurosos y mejor dotados de nuestra llteratura actual.
Minaya es un joven estudiante, implicado en las huelgas universitarias de los a?os 60, que se refugia en un cortijo a orillas del Guadalquivir para escribir una tesis doctoral sobre Jacinto Solana, poeta republicano, condenado a muerte al final de la guerra, indultado y muerto en 1947 en un tiroteo con la Guardia Civil. La investigaci?n biogr?fica permite a Minaya descubrir la huella de un crimen y la fascinante estampa de Mariana, una mujer turbadora, absorbente, de la que todos se enamoran. Envuelto por las omisiones, deseos y temores de los habitantes del cortijo, Minaya se acerca lentamente hacia la verdad oculta. La indagaci6n del protagonista de Beatus Ille permlte al autor una delicada evocaci?n literaria, de impecable belleza expresiva, con t?cnica segura y eficaz, de una ?poca, de una casa y los personajes que en ella viven y se esconden.
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TERCERA PARTE
Fuego soy apartado y espada puesta lejos
Cervantes, Don Quijote, I, XIV
Una a una las cápsulas, en la palma de la mano derecha, entre los dedos, rodando entre el pulgar y el índice, pequeñas balas rosadas que no herirán la sien, que se disgregan tras cada sorbo de agua en los oscuros ácidos del estómago y en la sangre suicida que tan débilmente late en los párpados y en las muñecas donde las duras venas trazan un surco como una cicatriz sobre la carne amarilla, monedas graduales para contar y tachar cada minuto y hora de la noche última, para adquirir no la muerte, que aun ahora es inconcebible y abstracta, sino una ávida somnolencia apaciguadora del pensamiento y de la fatiga, una dulzura semejante a la del viajero que llegó muy tarde al hotel de una ciudad lejana donde nadie lo espera y entra derribado de sueño en las frías sábanas desconocidas que se van volviendo hospitalarias al calor de su cuerpo y ya lo abrigan, cuando va a dormirse y pierde los asideros del tiempo, de la razón, de la memoria, como la oscuridad de un dormitorio de la infancia. Las cápsulas, sobre la mesa de noche, el vaso de agua, los cigarrillos, la curva justa de la almohada donde reposa la nuca sin hundirse del todo, de manera que elude la horizontalidad de un cuerpo muerto o enfermo y permite la contemplación sin esfuerzo de la ventana abierta, a la derecha de la habitación, de la puerta tan cautelosamente cerrada que ya nadie va a abrir, del propio cuerpo cuya figura se borra hacia los pies de la cama como una duna gastada por el viento. Están hechas de una materia tersa que las uñas no pueden hundir, neutra en el paladar, deslizada y neutra en la garganta, lentamente horadada y mordida, como una moneda en una copa de ácido, cuando llega al estómago y diluye en él, en esa lóbrega cavidad ignorada que forma parte de mí tan indudablemente como mis manos o mi rostro, su dosis de veneno y deseado letargo, su dulzura de mano tendida en la oscuridad que roza los párpados y les concede el sueño como si devolviera la vista a los ojos de un ciego. Sólo quien elige el modo y la hora de su propia muerte adquiere a cambio el derecho magnífico de parar el tiempo. Arranca agujas y números, deja vacío el doble recipiente inverso del reloj de arena, vierte en el suelo el agua de la clepsidra como si derramara una copa de vino. Queda entonces la forma pura y extraña del cristal, la esfera en blanco, oblea o círculo de papel, la interminable duración inmóvil de un reloj detenido en la muñeca de muerto o en el salón de una casa vacía. No hay nada sino tiempo estéril entre dos latidos del corazón, entre una cápsula y un sorbo de agua, entre dos instantes tan despojados de sustancia propia como la extensión de un desierto, pero él, Minaya, no lo sabe, y acaso no lo sabrá nunca, porque imagina todavía que el tiempo está hecho a la medida de su deseo o de la negación de su deseo y escruta los relojes como un astrólogo queriendo averiguar en ellos la perentoria forma de su porvenir. En la estación de Mágina mira el gran reloj suspendido de las vigas metálicas de la marquesina, camina hacia el final del andén, hacia las luces rojas y la noche donde se pierden los raíles, pregunta a qué hora llegará el tren correo de Madrid, comprueba en su reloj de pulsera que es cierto el voraz avance hacia la medianoche que señalan las agujas en la gran esfera amarilla colgada como una luna sobre su cabeza. Las doce, muy pronto, las campanadas en la plaza del General Orduña, en el gabinete, en la biblioteca donde aún queda el olor de los cirios y de las flores funerales, el tren que ya costea el Guadalquivir y silba cuando empieza a remontar la ladera de Mágina, con sus ventanas iluminadas y fugaces entre los olivos y sus largos vagones del color del plomo, lento y nocturno como los trenes que conducían a los hombres hacia un horizonte deslumbrado por los fulgores de una batalla que retumbaba en el aire y sobre la tierra como una lejana tempestad. Pasivamente espera la llegada del tren que lo arrebatará de Mágina y la imposible aparición de Inés, igual que la esperaba otras veces fingiendo que ordenaba libros en la biblioteca o fumando a oscuras en su dormitorio, sin que su voluntad hiciese nunca nada para cumplir o apresurar su deseo, sólo paralizarlo en la espera, en la dolorosa conciencia de cada minuto que transcurría sin ella, de cada paso o crujido en el silencio de la casa que le anunciaban la venida de Inés para desmentirla sin escrúpulo cuando más indudablemente cerca la creía. Y para mitigar el dolor se ha impuesto a sí mismo un simulacro de coraje, como un amante traicionado que cultivara la humillación y el rencor queriendo exigirles un brío de voluntad que ya le niega su orgullo fracasado, y mira el reloj y empuña la maleta diciéndose casi en voz alta que ojalá llegue cuanto antes el tren, porque cuando suba a él y se acomode en su asiento con los ojos cerrados y la estación empiece a deslizarse al otro lado de la ventanilla por la que jurará no mirar, la definitiva imposibilidad de volver en busca de Inés o de seguir esperándola extinguirá de un solo tajo, supone, el suplicio lento de la incertidumbre. Pero probablemente el tren viene con retraso, como todas las noches, y el fiero, el instantáneo, el ya vencido propósito de partir, se disgrega en la prolongación de la espera como un gesto de humo, y Minaya cruza el vestíbulo vacío muy a la zaga de su deseo, que ya lo precede y sale de la estación como un mensajero demasiado veloz, y se detiene en la puerta, junto a los taxis alineados que también aguardan la venida del tren, y recostado en el quicio deja en el suelo la maleta y fuma melancólicamente mirando la doble hilera de tilos por donde viene una sombra a la que asigna los rasgos y el andar de Inés hasta que la cercanía y la cruda luz blanca de las farolas deshacen su espejismo. Pero es así como él ha esperado siempre, mucho antes de venir a Mágina y de conocer a Inés, porque la espera es tal vez el único modo que concibe la materia del tiempo, no una cualidad añadida a sus deseos, sino un atributo de su alma, igual que la inteligencia o la propensión a la soledad y a la ternura, y no sabe que seguirá esperando cuando suba al tren y cuando a las siete de la mañana salga aterido y sonámbulo de la estación de Atocha y camine de nuevo por la vasta ciudad que el amanecer y la ausencia habrán vuelto desconocida. Así esperó esta tarde, en el dormitorio, mientras guardaba su ropa y sus libros y los manuscritos de Jacinto Solana y se ponía ante el espejo la corbata negra que alguien, Utrera o Medina, le había prestado para el entierro de Manuel, así fue postergando la hora de bajar a la biblioteca para enfrentarse a los rostros que iban sin duda a acusarlo, al rostro muerto y transfigurado que ya parecía una máscara inexacta no de Manuel, sino de cualquiera de los hombres muertos que Minaya había visto desde su infancia, la doble máscara de sus padres, bajo el cristal de los ataúdes, envuelta en terciopelo y vendas y algodones de clínica, el rostro goteante y deshecho sobre una mesa de mármol, la imaginada máscara funeral de Jacinto Solana. Como trofeos sin gloria guardó en el fondo de la maleta los manuscritos y el cuaderno azul, el casquillo de bala envuelto en un trozo de periódico, una larga cinta rosa con la que Inés se sujetaba a veces el pelo y que él le desató anoche mientras la besaba, pero antes de cerrar la maleta apartó los libros y las camisas planchadas y dobladas por ella y recobró el casquillo, guardándoselo luego, tras un instante de indecisión, con el gesto de alivio de quien descubre al salir que ha estado a punto de olvidar la llave de su casa. Pensó, me ha dicho, cuando ya había ajustado los cierres de la maleta y examinado con pudor cobarde el nudo de su corbata y la raya minuciosamente trazada en su pelo húmedo, que no tenía verdadero derecho a recluirse en la nostalgia, que nunca, ni siquiera en los días en que sus conversaciones con Manuel y el trato usual con los libros y la caligrafía de las fichas le otorgaban la plácida sensación de vivir una vida perdurablemente sustentada en algunas costumbres más fieles que la exaltación o la felicidad, de tal modo que ya no sabía imaginarse viviendo en una ciudad que no fuera Mágina o entregado a un trabajo distinto al de catalogar la biblioteca, había íntimamente dejado de ser un huésped al que la misma norma de hospitalidad que lo aceptó en la casa terminaría alguna vez por exigirle que se marchara de ella. Tenía abiertos de par en par los postigos del balcón, y el sonido del agua que se derramaba y ascendía sobre las tazas de la fuente y el perfume de las acacias recién florecidas llegaban como una brisa húmeda para agregar al presente y a la proximidad del viaje el peso delicado y muerto de un dolor más antiguo que su conciencia y más letal que sus recuerdos. La maleta hoscamente cerrada sobre la cama daba al dormitorio entero la apariencia lúgubre y despojada de una habitación de hotel. Como en ellas, como en ese trance en que el viajero, cuando ya se marchaba, vuelve para comprobar que no deja nada olvidado y abre otra vez los cajones vacíos y las puertas del armario donde oscila solitariamente una percha, Minaya entendió que ese lugar y esa casa nunca lo habían aceptado entre los suyos, porque aun antes de que saliera de allí ya los muebles, el olor tibio de la madera y de las sábanas, el espejo donde una vez vio que Inés se le acercaba desnuda y lo abrazaba por la espalda, renegaban de él como cómplices súbitamente desleales y se apresuraban a borrar toda prueba o signo del tiempo que permaneció entre ellos y a fingir que recobraban la misma hostilidad impasible con que lo recibieron la primera vez que entró en el dormitorio, volviéndole la espalda como aquella tarde cuando él les pedía una señal sola y última no de hospitalidad, sino de reconocimiento y despedida. Porque abajo, en la biblioteca, los otros, los habitantes ciertos de la casa, rodeaban el ataúd de Manuel y murmuraban rezos o memorias o dictámenes tristes sobre la brevedad de la vida o las dolencias homicidas del corazón acogidos a la voluntaria penumbra, esperando a que él llegara para recibirlo con su confabulado silencio de reprobación, preguntándose qué hacía, por qué no había bajado aún, por qué anoche, cuando llegó Medina, se encerró en su dormitorio y no volvió a salir hasta muy entrada la mañana, recién duchado y silencioso, como si no lo aludiese el luto o no supiera respetar los pormenores de su ceremonia. Utrera sabe, temía, Utrera vio la cinta rosa sobre la mesa de noche y olió el rastro y el sudor de los cuerpos, y ahora nos acusa en voz baja con su agraviada lucidez, con su rencor de viejo verde que reprueba y condena lo que no puede alcanzar. Salió Minaya al gabinete, porque nunca abandonaba su dormitorio desde la puerta que daba al corredor, y, en ese instante en que la urgencia de decidir un acto había apartado de su pensamiento la figura de Inés, la vio a ella, parada en la galería, de perfil, con su blusa de luto, como perdida en una encrucijada, y cuando quiso alcanzarla estaba solo en el corredor y el rostro de Inés era como esos fulgores en la oscuridad que se vislumbran con los ojos cerrados. Corrió hacia la esquina donde ella había desaparecido y siguió escuchando sus pasos en los salones vacíos y en las escaleras que había pisado una sola vez, la tarde de febrero en que subió a las habitaciones de doña Elvira. Dulce Inés imposible y espía, espina de la persecución, coartada de todo deseo y de toda vileza. Cuando ya se creía extraviado en las habitaciones sucesivas e iguales como juegos de espejos halló el camino que buscaba al reconocer sobre una cómoda a aquel niño Jesús que alzaba su mano de escayola pálida bajo una campana de cristal, señalando con el dedo índice el recodo oculto y la escalera que conducían al dormitorio donde doña Elvira se recluyó veintidós años atrás para no seguir presenciando la decadencia del mundo y el obstinado fracaso de su hijo. Pero ahora el desorden de cuya amenaza había huido en junio de 1947 como un rey despojado que elige el destierro sin abdicar de su corona y su orgullo, parecía haber roto invasoramente los muros y puertas cerradas que levantó contra él y que la defendieron durante veintidós años, porque cuando Minaya entró en el dormitorio iluminado por los ventanales del invernadero vio ante sí un lugar tan irreconocible como esas calles que al amanecer aparecían arrasadas por un bombardeo nocturno sin que uno pudiera reconocer ni un solo pormenor de lo que habían sido hasta unos minutos antes de que empezara el largo sonido de las sirenas y el estrépito incesante y temible de los aviones enemigos. Igual que entonces, igual que aquellas mujeres tapadas con pañuelos negros que buscaban entre los escombros y recobraban acaso un retrato de familia absurdamente ileso o una cuna con los barrotes retorcidos, Inés, arrodillada entre el desastre, ordenaba pausadamente viejos vestidos rasgados o pisoteados con saña por doña Elvira después de volcar en el suelo los cajones donde tal vez habían permanecido desde los primeros años del siglo, reunía cartas y postales, partituras de sonatas tristes y de habaneras que doña Elvira debió bailar en el tiempo de su inconcebible juventud, máscaras de carnaval, mantelerías bordadas, largos guantes de seda que yacían entre las ropas sucias de la cama como manos amputadas, revistas de crímenes atroces, antiguos magazines de sociedad con litografías, en papel satén trizadas por las tijeras ávidas, solemnes libros de contabilidad contra los que doña Elvira había roto y pisado luego un frasco de maquillaje. «Empezó esta mañana», dijo Inés, como si consignara los efectos de una catástrofe natural cuya violencia no puede atribuirse a nadie, «vino aquí cuando los de la funeraria bajaron a la biblioteca el cuerpo de don Manuel, y no quiso que ninguna de nosotras la ayudara a subir. Se encerró con llave, y empezó a volcarlo y a romperlo todo y a vaciar todos los cajones». Sin lágrimas, sin un solo gesto de desesperación o de evidente locura, tan metódicamente empeñada en sembrar en torno suyo el desorden como el general de un ejército que administra y calcula la devastación para siempre de una ciudad conquistada y siembra de sal las fosas donde estuvieron sus cimientos. «Hace un rato nos llamó. Estuvo tirando de la campanilla hasta que Amalia y yo llegamos. Ya se había peinado y se había vestido para el entierro y parecía que hubiera estado llorando, pero yo no le vi las lágrimas, y eso que se ha llenado toda la cara de polvos.» También Inés estaba ya vestida de luto, y la blusa negra y la falda ajustada añadían prematuramente a su cuerpo una parte de la delgada y grave plenitud que alcanzará dentro de unos años y que ahora sólo algunos de sus gestos preludian, cuerpo desconocido y futuro que ya no tocarán estas manos que lo adivinaron en caricias como profecías, y que Minaya ignora, porque todavía no ha aprendido a mirar los cuerpos en el tiempo, que es la única luz que revela sus verdaderos rasgos, los que una pupila y un instante no saben descubrir. Torpe y cobarde, como en los primeros días, agraviado por la sensación de haber perdido a Inés tan inexplicablemente como se le concedió su ternura, sólo acertó a decirle, con una frialdad que supuso contagiada de la que advertía en ella, unas pocas palabras que le hicieron sentirse, también él, desconocido e inerte, desertor de la memoria de tantas noches y días fríamente arrojados a la aceptación del olvido, cómplice no de la culpa, sino del arrepentimiento, de la simulación, de las viles miradas fijas en el suelo. Igual que la primera vez que la vio, Inés tenía el pelo recogido en la nuca, liso y tenso en las sienes, de modo que al descubrir del todo la forma de sus pómulos y de su frente depuraba la gracia de su perfil, pero un solo bucle castaño, translúcido, casi rubio, desprendido al azar cuando se inclinaba para recoger algo, le caía sobre la cara y casi le rozaba los labios, rizado y leve como una cinta de humo que Minaya hubiera querido tocar y deshacer en sus dedos con el mismo sigilo con que en otro tiempo apartaba las sábanas sobre los pechos desnudos y el vientre y los muslos de Inés para verla dormir. Borrosamente le pidió que le dejara ayudarla, y ella, al apartarse como para eludir una caricia que tal vez deseaba y que Minaya nunca se hubiera atrevido a iniciar, dejó caer el puñado de antiguas postales que había estado recogiendo. Balnearios blancos con damas de altos sombreros sentadas en torno a los veladores, casinos junto a un mar de olas rosa y vistas heráldicas de San Sebastián en atardeceres coloreados a mano, con yuntas de bueyes que retiraban de la playa las listadas casetas de los bañistas, una estampa en recuerdo de la primera comunión del niño Manuel Santos Crivelli, celebrada en la iglesia parroquial de Santa María, de Mágina, el 16 de mayo de 1912, una carta, de pronto, con sello de la República, dirigida a don Eugenio Utrera Beltrán el 12 de mayo de 1937. «¿Te habías fijado en esta carta?», dijo Minaya, incorporándose, y sacó del sobre, con extremo cuidado, como si levantara las alas de una mariposa disecada procurando que no se le deshicieran en los dedos, una cuartilla escrita a máquina, casi quebrada en los dobleces. «Es raro que doña Elvira la tuviera aquí. Se la mandaron a Utrera.» «Esa mujer ha estado siempre loca», dijo Inés, mirando apenas la carta, «la guardaría como lo guardaba todo». La fecha del encabezamiento, escrita bajo un membrete de caligrafía floreada («Santisteban e Hijos, Anticuarios, Casa Fundada en 1881») era la misma que la del matasellos, e incluía a la carta, aun antes de que Minaya comenzara a leerla, en la franja del tiempo en que sucedieron la boda y luego la muerte de Mariana, convirtiéndola así en una parte de aquella materia sobrevivida que él no podía tocar sin estremecerse, igual que el casquillo de bala y el trozo de periódico donde lo encontró envuelto y la flor de tela blanca que Mariana llevaba en la fotografía nupcial y que Inés se puso una noche en el pelo. «Madrid», leyó, «12 de mayo de 1937», pensando que en aquel mismo día tan impasiblemente consignado por la máquina de escribir Mariana estaba viva aún, que el tiempo que ella habitaba no era un atributo exclusivo de su persona o de la historia que en torno suyo ya se iba cerrando para guiarla hacia la muerte, sino una vasta realidad general a la que también pertenecían aquella carta y el hombre que la escribió. «Sr. D. Eugenio Utrera Beltrán. Querido amigo: Me complace informarle que el próximo día 17 de los corrientes llegará a ésa nuestro colaborador D. Víctor Vega, de cuya reputada pericia en el difícil arte del anticuariado no es preciso que yo me haga valedor ante Vd., que ya sabe los años que el Sr. Vega lleva empleado en esta Casa y la alta estima en que se le tiene en ella. Tal como quedó convenido, el Sr. Vega informará a Vd. de los extremos que tan vivamente le interesan de nuestro negocio, en el que espero se decida Vd. a participar con el buen gusto y la solvencia de que hizo siempre gala en relación con las Bellas Artes. Le informo, asimismo, que el Sr. Vega se hospedará a su llegada a Mágina en el Hotel Comercio de esa Plaza, esperando allí la visita de Vd. el mismo día 17. Suyo affmo., M. Santisteban.» Miró las letras de ese nombre, Víctor Vega, lo pronunció en voz alta, al filo de una revelación, preguntándose dónde lo había escuchado o leído, agradeciendo luego al azar la ocasión de descubrir lo que de otro modo nunca habría dilucidado su inteligencia. Y cuando bajó por fin a la biblioteca, cuando tuvo ante sí la penumbra y los rostros hostiles que lo acusaban en ella, llevaba en un bolsillo la carta como una certeza que lo volviese invulnerable y más sabio, único dueño de la claridad, como esos detectives de los libros que reúnen en el salón a los habitantes de una casa cerrada donde se cometió un crimen para revelarles el nombre del asesino, que aguarda y calla y se sabe condenado, solo y manchado entre los otros, que aún ignoran su culpa. Era, esta tarde, como empujarlo hacia la conclusión de un misterio, como ordenar sus pasos y su pensamiento desde la oscuridad, desde la literatura, temiendo que no se atreviera a llegar al final y no deseando todavía que persistiera en su búsqueda más allá del límite señalado, era estar viendo lo que veían sus ojos y percibir con él el olor de los cirios que ardían junto a los ángulos del ataúd y de las flores de muerto que lo circundaban como los bordes de una sima en cuyo fondo yacía Manuel, como la vegetación de un pantano en el que se estaba hundiendo muy despacio, irreconocible ya, con las manos atadas por un rosario que se le enredaba en los dedos amarillos y rígidos y los párpados como apretados o cosidos en la obstinación de morir, sin dignidad alguna, sin esa quietud que las estatuas atribuyen a los muertos, humillado de escapularios que doña Elvira ordenó que le colgaran al cuello y vestido con un traje que parecía de otro hombre, porque la muerte, que había exagerado los huesos de su cara y la curva de su nariz y borrado la línea de la boca, hizo también más pequeño y frágil su cuerpo, de tal modo que cuando Minaya se asomó al ataúd fue como si contemplara el cadáver de un hombre a quien no había visto nunca. Salvo a Medina, que ostensiblemente no rezaba, que se mantenía erguido y en silencio como afirmando contra todos la dignidad laica de su dolor, un rastro de aquella transfiguración de Manuel contaminaba a los otros, envolviéndolos en el mismo juego lúgubre de claridad y movediza penumbra que establecían los cirios y que probablemente, como la disposición del catafalco y de las colgaduras negras que lo cubrían, había sido calculado por Utrera para obtener en la biblioteca un efecto de escenografía litúrgica. El espacio entero de la biblioteca cobraba bajo aquella luz una pesada sugestión de capilla y de bóveda, y los antiguos, los usuales olores de la madera barnizada y del cuero y del papel de los libros habían sido desalojados por un denso aliento de iglesia y de funeral no discernible de los primeros indicios de corrupción que ya se diluían en el aire. Estaban sentados en semicírculo alrededor del ataúd, bultos sin relieve ni posibilidad de movimiento bajo las ropas de luto que los ataban a la sombra, abriendo apenas los labios mientras rezaban, como si la voz unánime acompasada en el ritmo de las letanías no surgiera de sus gargantas, sino de la oscuridad o del olor de los cirios, emanada de la rígida pesadumbre del duelo como una sucia segregación, y cuando entró Minaya no levantaron sus pupilas para fijarlas en él, sino en un punto del espacio ligeramente apartado de su presencia, como si en lugar de un cuerpo hubiese empujado la puerta una corriente del aire, cerrándola luego con un golpe amortiguado. Estrechó la mano de Frasco, que se levantó ceremoniosamente para darle el pésame en un tono de voz demasiado alto, provocando una mirada de ira de Utrera, una imperiosa orden de silencio. O tal vez no fue el tono de la voz, pensó Minaya, sino el solo hecho de que Frasco, al darle el pésame, le estaba reconociendo un vínculo de familia con Manuel que Utrera consideraba ilegítimo. Sin atreverse a decirle nada a doña Elvira, que tenía la cara medio tapada por un velo translúcido y dirigía el rezo del rosario deslizando las cuentas entre sus dedos afilados como patas de pájaro, Minaya fue a sentarse junto a Medina y supo por él los pormenores del escarnio. «Han sido ellos», le dijo el médico al oído, «la vieja y ese parásito, ese meapilas. Mire lo que han hecho con Manuel, ese rosario en las manos, esos escapularios, el crucifijo. Él dejó bien claro en su testamento que no quería un entierro religioso, y ya ve lo que han hecho, han esperado a que se muriera para conseguir lo que no pudieron cuando estaba vivo. Y si no llega a ser por mí, que les armé un escándalo, me lo entierran con hábito de nazareno. ¿Dónde se había metido usted? Me he pasado toda la mañana buscándolo. Tengo algo muy importante que decirle». Utrera otra vez les exigió silencio, llevándose teatralmente el dedo índice a los labios, y Medina, con irónica gravedad, se cruzó las manos sobre el vientre como parodiando el gesto de un canónigo. «Ese tipo ya lo sabe. Por eso lo mira a usted así. Está muerto de envidia.» «No le entiendo, Medina.» Gordo, magnánimo, Medina sonrió para sí y dedicó a Minaya una mirada como de clemencia, de incrédula admiración hacia su juventud y su ignorancia. «Todos lo saben ya, hasta Frasco, que se ha alegrado tanto como yo. Manuel cambió hace una semana su testamento. Ahora es usted su heredero universal. Claro que eso no le servirá de mucho durante unos pocos años, porque doña Elvira dispondrá de todos los bienes en usufructo hasta que se muera. Y esa mujer es capaz de llegar a los cien años si se lo propone, igual que ha vivido hasta ahora, únicamente por despecho.» De modo que ahora, al final, cuando consumaba el preludio de la expulsión, las palabras de Medina le otorgaban bruscamente el derecho no a la posesión de la casa o de «La Isla de Cuba», porque ese era un término desasido y abstracto que no sabía concebir, sino a la pertenencia a una historia en la que hasta entonces había sido testigo, impostor, espía, y que ahora, en un futuro que tampoco era capaz de imaginar, iba a prolongarse en él, Minaya, dejándole sin embargo, lo sabría luego, muy pronto, cuando llegara a la estación para comprar un solo billete hacia Madrid, la misma sensación de inconsolado vacío de quien despierta y comprende que ningún don de la realidad podrá mitigar la pérdida de la dicha que acaba de conocer en su último sueño. Aturdido, como si lentamente despertara, abandonó el letargo en que lo sumían la espera, la penumbra y el rumor de los rezos y salió al patio en busca del alivio del aire y de la rosada y amarilla luz que sólo se volvía blanca en las losas de mármol, blanca y fría en el espejo del primer rellano, resonante de voces, porque en ese patio todo sonido, una risa, una voz que dice un nombre, unos pasos, un aleteo de paloma sobre los cristales de la cúpula, adquiere la firmeza nítida y deslumbrante de los guijarros en un cauce de agua helada, y las cosas que ocurren en él, aun el acto tan leve de encender un cigarrillo, parecen, magnificadas por su sonoridad, estar sucediendo para siempre. Tal vez por eso, cuando Utrera salió tras él y comenzó a acusarlo, Minaya estuvo seguro de cada una de las palabras que iba a decir y de que ése era el único lugar donde debía pronunciarlas. Ahora no llevaba un clavel blanco en el ojal, sino un botón de luto, y una ancha faja de tela negra cosida en una manga, lo cual le daba un aire como de guiñapo mutilado. Le pidió fuego, acercándose mucho, como un bujarrón o un policía, menudo, expulsando el humo en rápidas bocanadas, decidido a la injuria, a no callar ni una sola ofensa. «No sé qué espera, no sé por qué no se ha marchado todavía, cómo se atreve a seguir aquí, a entrar en la biblioteca, a burlarse de nuestro dolor.» «Manuel era mi tío. Tengo el mismo derecho a velarlo que cualquiera de ustedes.» Se asombraba de su propia audacia, de la firmeza de su voz, más indudable y clara en la sonoridad del patio, muy cercana, de pronto, a una apetencia de crueldad, involuntariamente complacido en acceder a un asedio que se convertiría en celada para su acusador justo cuando él, Minaya, lo quisiera, con sólo mostrar la carta o el casquillo que guardaba en su chaqueta o decir una o dos palabras necesarias. «No me mire así, como si no me entendiera. No esté tan seguro de que nos ha engañado como engañó al pobre Manuel. Usted lo mató, anoche, usted y esa mozuela hipócrita con la que se revolcaba en el lugar más sagrado de esta casa. Yo los vi a usted y a ella cuando salieron del dormitorio. Y antes los había visto entrar allí, mordiéndose como animales, y los había escuchado, pero no hice lo que debía, no avisé a Manuel ni entré para expulsarlos yo mismo, me marché para no ser testigo de esa profanación y cuando volví ya era demasiado tarde. Ese olor en el dormitorio, en las sábanas, el mismo que usted no se pudo quitar y que yo noté cuando vino a llamarme. ¿No le extrañó que a esa hora yo estuviera todavía vestido? Esa cinta en la mesa de noche. ¿Cree que estoy ciego, que no sé oler ni ver? Pero a lo mejor ni siquiera pretendían ocultarse. Ustedes son jóvenes, ustedes aman la blasfemia, supongo, igual que no saben lo que es la gratitud. ¿Sabe qué era Inés antes de venir a esta casa? Una hospiciana sin padre y sin más apellidos que los que le dio su madre antes de abandonarla, una criatura salvaje que hubiera sido expulsada de ese internado de las monjas si Manuel no llega a recogerla. Pero usted es distinto. Usted viene de una buena familia y ha tenido educación y estudios y lleva en las venas la misma sangre de Manuel. Usted era un prófugo y un agitador político cuando vino aquí, no crea que no he podido enterarme, a pesar de que su tío, por delicadeza, por no faltar a la hospitalidad, no me lo dijo nunca. Ha venido para escribir un libro sobre Solana, me decía el pobre Manuel, como si no se diera cuenta de que lo único que usted hacía en esta casa era comer y dormir gratis y esconderse de la policía y acostarse todas las noches con esa criada para ensuciar la hospitalidad que todos nosotros le ofrecimos desde que llegó. Sería demasiada clemencia llamarlo ingrato. Usted es un profanador y un asesino. Usted mató anoche a Manuel.» Vano, teatral, investido de la justicia y del luto igual que en otro tiempo se invistió de la gloria y luego, al cabo de los años, de la melancolía y el rencor del artista postergado, Utrera contuvo el aire como masticándolo con su dentadura postiza y señaló a Minaya la puerta de la calle. «Márchese ahora mismo de aquí. No siga ensuciando nuestro dolor ni la muerte de Manuel. Y llévese con usted a esa golfa. Ni usted ni ella tienen derecho a seguir en esta casa.» Esta casa es mía, hubiera podido o debido contestar Minaya, pero la cruda conciencia de la propiedad, aún tan futura y tan imaginaria y cimentada únicamente en una confidencia en voz baja de Medina, no incitaba su orgullo ni podía agregar nada a su firmeza, porque la vasta fachada blanca con balcones de mármol y ventanas circulares y el patio de columnas y las vidrieras de la cúpula habían pertenecido a su imaginación desde que era un niño con la definitiva legitimidad de las sensaciones y deseos que sólo nacen y se alimentan de uno mismo y no precisan para sostenerse de ninguna atadura con la realidad: porque desde hacía menos de una hora, desde que encontró la carta en el dormitorio de doña Elvira y comprobó en un pasaje de los manuscritos de Solana quién era Víctor Vega, había cobrado la posesión no de una casa, sino de la historia que estuvo latiendo en ella durante treinta años para que él viniera a cerrarla desbaratando su misterio, asignando a la dispersión y al olvido de sus pormenores la forma deslumbrante y atroz de la verdad, su apasionada geometría, impasible como la arquitectura del patio y como la belleza de las estatuas de Mágina, como el estilo y la trama del libro que Jacinto Solana escribió para sí mismo. «Usted sabe que mi tío empezó a morirse hace mucho tiempo, el mismo día en que mataron a Mariana», dijo Minaya, como un reto, sin emoción alguna, sólo con un ligero temblor en la voz, como si aún no estuviera seguro de atreverse a decir lo que era preciso que dijera, lo que le exigía o le dictaba la lealtad hacia Manuel, hacia Jacinto Solana, hacia la historia esbozada y rota en los manuscritos, «y me parece que usted sabe también quién la mató». La sonrisa muerta de Utrera, su petulancia antigua de héroe de los prostíbulos y de las conmemoraciones oficiales torciéndole el gesto de la boca, sosteniéndose en ella, en la mirada fría de desprecio, en el miedo recobrado, todavía oculto. «No sé de qué me habla. ¿Es que no quiere dejar en paz a ninguno de nuestros muertos? Usted sabe igual que yo cómo murió Mariana. Hubo una investigación judicial y se le hizo la autopsia. Pregúntele a Medina, por si no se ha enterado aún. Él vino aquí con el juez y examinó el cadáver. Una bala perdida la mató, una bala disparada desde los tejados.» No negará al principio, había calculado Minaya, no me dirá que miento o que es inocente, porque eso sería como aceptar mi derecho a acusarlo. Dirá que no entiende, que estoy loco, me dará la espalda y entonces yo sacaré el casquillo y la carta y lo obligaré a volverse para que los vea en mis manos como acaso vio la pistola que le tendía doña Elvira aquella noche o tarde o mañana de mayo en que concibió el modo en que Mariana iba a morir. «Déjeme en paz y márchese», dijo Utrera, y cuando se volvía de espaldas como si con ese gesto pudiera borrar la presencia y la acusación aún no pronunciada por Minaya vio a Inés parada en el primer rellano, junto al espejo, y por un instante permaneció así, con la cabeza vuelta, como repitiendo la arrogancia de una cualquiera de sus estatuas, y luego, dijo Inés, bruscamente vencido, se alejó hacia el comedor sabiendo que Minaya caminaba tras él y que aunque pudiera eludir o negar sus preguntas no escaparía a la interrogación que había visto en los ojos de la muchacha, transparente y precisa como la sonoridad del patio, anterior a todo razonamiento o sospecha, a toda duda, nacida de un instinto de conocimiento cuyo único y temible método era la adivinación. Encendió un cigarrillo, se sirvió una copa de coñac, guardó de nuevo la botella en el aparador y cuando fue a sentarse Minaya estaba frente a él, al otro lado de la misma mesa larga y vacía donde cenaron juntos la primera noche, obstinado, irreal, reuniendo pruebas y palabras y valor para seguir diciéndolas mientras Inés, en el umbral, sin ocultarse siquiera, presenciaba y oía para que no hubiese nada luego, ahora mismo, entregado a la imperfección del olvido. «Usted mató a Mariana», dijo Minaya, recordó, como si el crimen no hubiera sucedido hace treinta y dos años, sino anoche, esta mañana mismo, como si fuera el cuerpo de Mariana y no el de Manuel el que estaban velando en la biblioteca, usted, era preciso que dijera con otra voz que no fue nunca la suya, empuñó la pistola en la madrugada del 21 de mayo de 1937 y anduvo rondando por la galería, escondido tras las cortinas que igual que ahora cubrían entonces los ventanales sobre el patio, y Solana estuvo a punto de verlo pero no lo vio, sólo una sombra o un temblor de visillos, y cuando Mariana empezó a subir los peldaños hacia el palomar por esa escalera de laberinto que yo mismo he subido otras veces, cuando Jacinto Solana renunció a seguirla y se encerró en su habitación para escribir frente al espejo los versos que veinte años después de su muerte me llamaron a esta ciudad y a esta casa, usted caminó tras ella, con la pistola en su mano derecha, que probablemente temblaba, con la pistola escondida en el bolsillo de la chaqueta, empujado por un odio que no le pertenecía a usted, sino a esa mujer que hizo de usted su ejecutor y su emisario y armó su mano para lograr que Mariana no pudiera llevarse nunca de esta casa a Manuel. «Usted está loco», dijo Utrera, y se puso en pie, apurando el coñac, «hubo un tiroteo, perseguían a un emboscado, vuelva a subir al palomar y asómese a la ventana y verá que casi puede tocar con la mano el tejado de enfrente. No hace falta que me diga que doña Elvira no quería a Mariana. Todos los sabíamos. Pero qué me habían hecho ella o Manuel. Por qué iba yo a matarla». Eso es lo que Solana no supo, lo que le impidió averiguar el nombre del asesino, pensó Minaya cuando deshizo su maleta y desató las cintas rojas de los manuscritos y buscó en ellos la narración del linchamiento en la plaza del general Orduña y el nombre todavía no exactamente recordado de Víctor Vega, el anticuario, el espía. «Pero Solana encontró la prueba de que la pistola había sido disparada desde la puerta del palomar»: era el instante elegido, el trance necesario de la revelación, un solo gesto y desarmaría a Utrera con la omnipotencia trivial de quien adelanta un pie para pisar a un insecto y luego sigue caminando sin advertir siquiera el crujido seco y levísimo de la coraza aplastada del animal bajo la suela del zapato: bastaba mirar al viejo desde arriba, desde la certeza de la verdad, examinar como pruebas de la culpa su boca descolgada por el estupor y la vejez y el modo en que el nudo de la corbata negra se hundía como un dogal en la piel floja de su cuello, deslizar la mano hacia el interior de la chaqueta como quien busca un cigarrillo y extraer de allí un pequeño envoltorio y una cuartilla mecanografiada que al abrirla otra vez terminó de rasgarse por la mitad. Santisteban e Hijos, anticuarios, casa fundada en 1881, una cita en Mágina para el cómplice de una red de espías y quintacolumnistas que fue desbaratada en Madrid justo unas horas antes de que su mensajero estableciese contacto con usted, Utrera, dijo Minaya, alisando y uniendo los dos trozos de papel sobre la madera de la mesa y mostrando el casquillo que rodó un momento y se detuvo luego entre los dos, irrevocable como un naipe que decide el juego. «Este casquillo lo encontró Solana. También notó que Mariana tenía huellas de estiércol en las rodillas y en la frente, lo cual habría sido imposible si, como se dijo entonces, hubiera caído de espaldas, ante la ventana, cuando el disparo la alcanzó. Cayó de boca, porque al morir estaba mirando hacia la puerta del palomar, y su asesino le dio la vuelta y le limpió el estiércol del camisón y de la cara, para que pareciese que el disparo había venido desde la calle, pero se olvidó de recoger el casquillo o lo buscó y no tuvo tiempo de encontrarlo. Fue Solana quien lo vio. Solana lo dejó escrito todo. Yo he leído sus manuscritos y he logrado llegar a donde él no llegó, porque él no vio esta carta. La guardaba doña Elvira en su dormitorio. Me parece que la respuesta está en ella.» Utrera miraba el casquillo y los dos pedazos de la carta sin aceptar aún, sin entender otra cosa que no fuera su doble cualidad de amenaza, como si oyera a un juez acusarlo en un idioma extranjero cuyas sílabas desconocidas lo condenaran más irremediablemente que el significado que enunciaban, sin reconocer todavía en el papel amarillo y rasgado, el membrete de caligrafía gótica y la escritura de aquella carta perdida que había estado buscando por toda la casa durante treinta y dos años y que ahora aparecía ante él como vuelve en sueños el rostro de un muerto olvidado y remoto. «No me haga reír. Los manuscritos de Solana, su famoso libro genial. Después de su muerte vino aquí una cuadrilla de falangistas y los quemaron todos, igual que habían hecho en el cortijo. Tiraron su máquina de escribir al jardín desde la ventana del invernadero, quemaron todos sus papeles y todos los libros que tenían su firma, ahí mismo, detrás de usted, al pie de la palmera. Y aunque quedase algo, ¿nadie le ha dicho que Solana fue durante toda su vida un embustero?» De nuevo recurrió al coñac, al desprecio, a la ironía inútil, negándose a mirar de frente a Minaya porque no era a él a quien veía, sino al otro, al muerto, al verdadero acusador que usurpaba otra vida para encarnar en ella la obstinación de su sombra nunca del todo desterrada, y no fue la lucidez de Minaya lo que lo hizo rendirse, y ni siquiera el modo en que se levantó tras él para ponerle la carta ante los ojos como quien acerca una luz a la cara de un ciego, sino la evidencia imposible de que tras aquella voz le hablaba la de Jacinto Solana, muerto y regresado, alojado al fondo de las pupilas de Minaya como detrás de un espejo que le permitiera verlo todo y permanecer oculto. Y aquella voz era también la suya, la del secreto y la culpa, de modo que cuando Minaya siguió hablando fue como si Utrera se escuchara a sí mismo, libre al fin del suplicio de simular y mentir, absuelto por la proximidad del castigo. «Usted iba a convertirse en un espía franquista», dijo la voz, Minaya, «usted recibió esa carta y cuando esperaba la llegada a Mágina de Víctor Vega supo que lo habían detenido y luego que fue linchado por la multitud en la plaza del general Orduña, y buscó la carta para destruirla, pero ya no la pudo encontrar, y probablemente doña Elvira, que se la había robado, que sabía igual que usted que esa carta podría conducirlo a la tortura y al fusilamiento, lo amenazó con entregarla a la policía si usted no mataba a Mariana». Pero a medida que hablaba Minaya empezó a oír lo que él mismo decía como un monólogo de un libro que al ser recitado por un actor mediocre pierde su brío y su verdad: desconoció su propia saña y no pudo detener el sucio deleite que encontraba en ella y que lo incitaba a prolongarla, exactamente igual, dijo luego, esta noche, que cuando era un niño cobarde y se vengaba del miedo y de las humillaciones que sufría golpeando a quienes eran más débiles y más cobardes que él, y su vergüenza y su asco lo impulsaban a continuar los golpes hasta el final de la infancia. Utrera miraba la carta y el fondo vacío de su copa y movía la cabeza calva y derribada no afirmando o negando, sólo dejándose golpear por cada palabra como si hubiera perdido la voluntad o el conocimiento y oscilara únicamente sostenido por el cuello duro y el nudo de su corbata negra esperando los golpes que aún le faltaba recibir. Era, de pronto, como golpear a un hombre muerto, como cerrar el puño esperando una musculada resistencia y hundirlo en una materia desmoronada o podrida y retroceder y golpear de nuevo con mayor furia sin que nada sucediese. «Quién es usted para pedirme cuentas», dijo Utrera, con una voz que Minaya no le había conocido nunca, porque era la que usaba para hablarse a sí mismo cuando estaba solo, cuando volvía del café, de noche, y se sentaba en su taller, frente a la mesa cubierta por una hojarasca de periódicos sucios de barniz, con las manos inútiles colgando entre las rodillas, «qué puede importarme ya que usted haya encontrado esa carta. ¿No se da cuenta? Llevo treinta y dos años pagando lo que hice aquel día, y seguiré pagando hasta que me muera, y también después, supongo. Doña Elvira dice siempre que no hay perdón para nadie. Seguramente hubiera sido mejor que aquel día la dejara entregarme, pero yo también estuve en la plaza del general Orduña cuando sacaban a Víctor Vega de la comisaría y vi lo que hicieron con él. Yo entonces no sabía quién era. Me enteré aquella noche, cuando Medina volvió del hospital y nos dijo su nombre». Subió enseguida a su habitación, urgido por el miedo, para quemar la carta, pero no había nada en el cajón donde estaba seguro de haberla guardado, entre las páginas de un libro que tampoco pudo encontrar, como si el ladrón, al llevárselo, hubiera querido subrayar la evidencia del robo. Buscó en sus ropas, en el armario, en el fondo de cada uno de los cajones, bajo la cama, entre las páginas de todos sus libros y en los cuadernos de bocetos que había traído de Italia, siguió buscando aunque sabía que no iba a encontrar nada mientras escuchaba lejanamente las carcajadas sonoras de Mariana o de Orlando y la música que tocaba Manuel en el piano del comedor, y esa noche y la noche siguiente, cuando todos dormían, buscó con tenacidad desesperada y absurda en los anaqueles de la biblioteca, entre el desorden del escritorio de Manuel, y al contar a Minaya su búsqueda recordó como una iluminación que cuando intentaba abrir el único cajón cerrado con llave del escritorio entró Jacinto Solana en la biblioteca y se le quedó mirando desde el umbral como si lo hubiera descubierto. Pero Solana se marchó sin decirle nada, o acaso, no podía recordarlo, fue él quien salió con la cabeza baja y murmurando una disculpa, y subió luego al gabinete para seguir buscando aunque era imposible que hubiera extraviado allí la carta, y entonces, dijo, al cabo de tantas horas de no cesar en su indagación que ya había perdido la medida del tiempo, vino Amalia a buscarlo, mucho después de la media noche, y con la misma indiferente naturalidad que si le transmitiera una invitación a tomar el té, le dijo que doña Elvira deseaba verlo, que lo estaba esperando en sus habitaciones. «Miraba siempre el correo, ella sola, antes de que lo viera nadie. Me parece que todavía lo sigue haciendo. Miraba todas las cartas que llegaban, una por una, y luego volvía a dejarlas en la misma bandeja donde se las llevaba Amalia y le permitía que las repartiera. Nunca abría ninguna, pero estudiaba el remite y el matasellos con esa lupa que usa ahora para revisar las cuentas del administrador. Ella misma me dijo que al oír en la radio el nombre de esa tienda de antigüedades recordó haberlo leído antes, y en seguida supo dónde. Esa mujer es incapaz de olvidar nada, ni siquiera ahora.» Dio unos cautelosos golpes en la puerta entornada tras la que no se veía ninguna luz, y al escuchar en el silencio esperando una palabra de doña Elvira o una señal de que verdaderamente estaba allí, le llegó otra vez desde el fondo de la casa y de la oscuridad el rumor de una música que crecía hasta parecerle muy próxima y que luego se fue apagando como si agotara su impulso y bruscamente se extinguió, dejando tras de sí un tenso y prolongado vacío en el que la voz de doña Elvira invitándolo a que pasara sonó ante él como un augurio. Estaba en pie, a oscuras, junto a la ventana, alumbrada sólo por la incierta claridad de la noche, y se llevó el dedo índice a los labios cuando él quiso preguntarle por qué lo había llamado, y le ordenó en voz baja que se acercara a la ventana sin hacer ruido, señalándole algo que se movía en la sombra del jardín, bajo la copa de la palmera, una mancha blanca como atrapada en lo oscuro, abrazada y tendida, dos cuerpos y luego un rostro todavía sin rasgos, pálidos, enconados, trenzándose como ramas de una espesura que buscaban y en la que se confundían, lejanos en el jardín, tras los cristales, en un silencio de acuario. «Mire con quién va a casarse mi hijo. Lleva una hora así, revolcándose como una perra con el otro, con su mejor amigo, dice él. Y ni siquiera se esconden. Para qué iban a hacerlo.» Lo más extraño no era que él hubiese sido convocado a aquel lugar como un embajador al que se le concede una audiencia secreta ni que estuviese allí, a la una de la madrugada, al lado de doña Elvira, mirando hacia el jardín como desde el fondo de un palco, sino el silencio en el que se movían los cuerpos, como reptiles ávidos, como peces en una huida circular e incesante. Desde el miedo, desde la certidumbre de que al entrar en la habitación oscura estaba pisando el preludio de una perdición anunciada por la muerte de Víctor Vega, los dos cuerpos que rodaban sobre la hierba del jardín como entregándose a la disolución en una sola sombra y el perfil inmutable y el pelo ondulado y gris de la mujer que apoyaba la frente en el cristal para seguir espiándolos se le aparecían tan acuciantes y lejanos como la música que no había vuelto a sonar. «Encienda la luz», le ordenó doña Elvira, y permaneció inmóvil frente a la ventana aun después de que él la hubiera obedecido, y cuando al fin se volvió, con un gesto de tedio, sostenía un papel en la mano derecha, un sobre alargado, exacto y breve como un arma. «Como usted comprenderá», le dijo, «no le he hecho venir aquí únicamente para que viera mi vergüenza. Esa mujer ha deshonrado a mi hijo y se lo llevará pasado mañana si yo no logro evitarlo. Quiero que usted me ayude. Usted no es como esa gentuza que ha invadido mi casa. Pero si no hace lo que yo le diga, me bastará una llamada de teléfono para que la Guardia de Asalto venga por usted. Debió esconder mejor esta carta de sus amigos de Madrid. Amalia no tardó ni quince minutos en encontrarla». Ahora tenía una pistola en la mano, plana, plateada, con la empuñadura de marfil, pequeña y fría y brillando bajo la luz como una cuchilla de afeitar. Se la tendió al mismo tiempo que guardaba la carta en un puño de su vestido de terciopelo negro, y cuando él la recogió y la sostuvo aún como si no supiera el modo en que debía manejarla, le dio la espalda y volvió a mirar hacia la tiniebla del jardín, donde ya no había nadie. Más tarde sólo hubo el insomnio y el tacto helado y el recuerdo de la pistola, su forma calculada para el secreto y la muerte, su invitación al suicidio, la boca desgarrada y el coágulo de sangre en los labios de Víctor Vega, su cuerpo desbaratado al sol junto a los soportales de la plaza del general Orduña, la venda de oscuridad en los ojos y las manos atadas y la mordedura del fuego que lo arrojaría contra una pared picada de disparos o una cuneta como un foso «Pero ya sabía que era incapaz de matarla», dijo, «y estaba decidido a matarme yo, pero salí al corredor pensando que antes del mediodía ella y Manuel ya se habrían marchado y entonces la vi pasar, tan cerca como está usted ahora, y le juro que si la seguí no fue porque pensara matarla, era como si fuese otro el que subía las escaleras del palomar, porque a mí ya no me importaba que pudieran matarme, cómo me iba a importar, si yo estaba muerto». Sin voluntad, sin propósito alguno, fue subiendo hacia el palomar consciente de cada peldaño que pisaba, muy despacio, sin oír el sonido de sus propios pasos, como si el designio que obedecía lo hubiera despojado de su consistencia física y lo empujara escaleras arriba como levanta una crecida del mar al hombre que antes de hundirse derribado por ella mira la costa cada vez más lejana y sabe que va a ahogarse. Como un imán lo conducía la pistola apresada en su mano, la culata húmeda de sudor, el breve cañón y el gatillo que palpaban sus dedos cuando llegó al último rellano temiendo que Mariana pudiera oír tras la puerta cerrada el ruido de su respiración, pero no era eso lo que él escuchaba, ese rumor monótono y estremecido por los golpes de su corazón no venía de su garganta, sino del interior del palomar, era el susurro de las palomas dormidas. Tal vez Mariana creyó que Manuel ya había despertado y que subía a buscarla, porque cuando se apartó de la ventana tenía en los labios una sonrisa sin asombro, como si hubiera estado fingiendo que no escuchaba los pasos para permitirle a Manuel la delicada ocasión de llegar silenciosamente hasta ella y de taparle los ojos mientras la abrazaba. «Utrera», dijo, «eres tú», en aquel tono como de fatigada indiferencia que usaba siempre para aceptar la llegada de alguien a quien no quería ver, y aún no vio la pistola ni entendió por qué el otro la miraba así, tan fijo, como si reprobara su presencia en el palomar o examinara con disimulo obsceno las veladuras del camisón queriendo adivinar las líneas de su cuerpo desnudo bajo la tela, la sombra oscura del vientre. «Hay unos hombres con fusiles corriendo por los tejados. Parece que persiguen a alguien.» Antes de reconocer lo que brillaba en la mano que se levantaba y rígidamente se extendía hacia ella y apuntaba a sus ojos dilatados por el espanto, Mariana oyó los gritos y el estrépito de las tejas pisadas al otro lado del callejón, y tal vez un primer disparo que todavía no era el de su muerte y al que respondió como un eco la pistola de Utrera, navaja súbita y encabritada sobre el dedo índice, quieta al fin en la mano, ahora apuntando al humo y a la ventana vacía mientras su único disparo se dispersaba en el doble escándalo de las palomas y del tiroteo incesante sobre los tejados como un vendabal de granizo. Dio la vuelta a Mariana, dijo, y le limpió la boca, apartándole el pelo de la cara, de los ojos abiertos, en los que permanecía como vitrificado el asombro último de la pistola y de la muerte. Entonces, cuando se incorporaba, limpiándose el estiércol de las rodillas, vio a aquel hombre escondido tras la chimenea, frente a la ventana. Descalzo, con los pies ensangrentados, en camiseta, sin afeitar, como si hubiera saltado de la cama cuando llegaron a buscarlo, jadeando, con la boca muy abierta, tan cerca que Utrera notaba el estremecimiento de su pecho bajo la camiseta sucia y el ruido animal y acosado de su respiración. Por un momento, recordaría siempre, se miraron, reconociéndose mutuamente en la soledad del miedo y en la súplica de una tregua o de un refugio imposible, como si se cruzaran en un pasillo de condenados a muerte. «Se llamaba Domingo González», dijo Utrera, levantándose, terminando de un trago la copa que no había tocado mientras hablaba. «Después de la guerra supe que consiguió salvarse escondiéndose en un granero, bajo un montón de paja. Alguna vez nos hemos cruzado por la calle, pero él no se acuerda de mí, o por lo menos hace como si no me conociera.» Aplastó en el cenicero un cigarrillo recién comenzado y dejó la copa vacía sobre la mesa, muy cerca de la carta rasgada y del casquillo ya inútil, limpiándose los labios húmedos de coñac con la cautela de quien se seca la sangre de una pequeña herida. Tampoco él se reconocería si pudiera volver a verse a sí mismo tal como era entonces, pensó Minaya, mirando sin piedad ni odio el botón de luto en el ojal y el brazalete negro que colgaba medio descosido de la manga derecha, ni siquiera yo puedo imaginar lo que me ha contado o recordar lo que sé para decirle asesino, porque esa palabra, igual que el crimen y el hombre que lo cometió, tal vez han dejado ya de aludirlo, porque no hay nadie que pueda seguir sosteniendo el dolor o la culpa o simplemente la memoria al cabo de treinta y dos años. De un golpe percibió Minaya, en el comedor, esta tarde, el peso inmenso de la realidad y el descrédito de las adivinaciones que hasta unos minutos antes lo habían exaltado, y renegó en seguida de su lucidez, como un enamorado que al descubrir que vendrá un día en el que se extinga su amor reprueba esa deslealtad futura con más saña que su presente infortunio. Él, Minaya, había rescatado un libro y esclarecido un crimen, él mantenía intacta la potestad de acusar, de seguir preguntando, de conceder no el perdón, pero sí el silencio, o de decir en voz alta lo que sabía para arrojar al asesino y a su cómplice a una vergüenza más sórdida que la vejez en la que sobrevivían los dos como en un destierro sin indulto posible. «No me mire así», dijo Utrera desde la puerta que ya había empezado a abrir, cerrándola de nuevo, «usted no puede hacerme daño. No puedo perder nada porque no tengo nada. Cuando se muera doña Elvira y usted herede esta casa podrá expulsarme de aquí, pero a lo mejor entonces yo también me habré muerto. Le juro que eso es lo único que deseo en este mundo». Minaya se quedó solo, dijo Inés, sentado en el comedor, junto a la larga mesa vacía, como, el cliente de un hotel que llega demasiado tarde a la cena y espera en vano que alguien venga a servirlo, mirando con fijeza inerte, con un cigarrillo entre los dedos, el casquillo y la carta o la madera bruñida en la que resplandecía el sol sesgado de la tarde de abril, cuadriculado por los cristales de las puertaventanas blancas del jardín como por una celosía. Inés vino a decirle que acababan de llegar los hombres de la funeraria, con sus guardapolvos azules, con sus automóviles negros recién aparcados bajo las acacias de la plaza, con su premura sin respeto que a Minaya, cuando salió al patio y los vio abrir de par en par las puertas de la biblioteca y de la casa para sacar el ataúd ya cerrado, le recordó la tarde en que otros hombres como esos desalojaron con poleas y sogas el dormitorio de sus padres y cargaron sus muebles en un camión del que nunca más los vio salir. Apagaron los cirios, se pasaron de uno a otro los candelabros y los llevaron a brazadas a la trasera de un coche, retiraron las coronas de flores y el lienzo de terciopelo negro que había cubierto la tarima sobre la que estuvo el ataúd, y entonces, cuando ya se iban, quedó un gran espacio vacío en el centro de la biblioteca, desierta ahora y todavía en penumbra, como un escenario después de la última función, y fue en ese lugar sin nada -allí mismo, en otro tiempo, apenas una semana antes, había estado el escritorio, el fichero, la costumbre de consignar los libros y de esperar a Inés- donde Minaya advirtió su propia ausencia futura, tan irreparable y cierta como la de Manuel. «Vámonos», dijo Medina a su lado, «nos están esperando». El coche fúnebre y los dos taxis que los llevarían al cementerio ya estaban en marcha cuando él y Medina salieron a la calle. Aún debía volver tras el funeral y el entierro para recoger su equipaje, pero le pareció que al reclinarse en el taxi, mientras el perfume de las acacias y la plaza entera iban quedando atrás, se despedía para siempre no sólo de la casa ahora cerrada y desierta, sino también de Inés y de todos los que la habían habitado, de una parte de su vida que muy pronto dejaría de pertenecerle, inaccesible al regreso y a la memoria, porque recordar y volver, él no lo sabe aún, son ejercicios tan inútiles como pedir cuentas a un espejo del rostro que hace una hora o un día o treinta años se miró en él. Volverá, sin duda, igual que ha vuelto esta noche, al filo de las once, apresurándose para llegar a tiempo a la estación, cruzando el patio, lo imagino, subiendo por la escalera iluminada sin encontrar a nadie, como el último pasajero de un gran buque que se empieza a hundir, pero cuyos salones recién abandonados aún no han sido invadidos por el agua que ya inunda las bodegas, temiendo que doña Elvira o Utrera aparezcan ante él al otro lado de una esquina o en el gabinete para obligarlo a la disciplina odiosa del adiós, preguntándose por qué no hay nadie en ninguna parte y por qué están encendidas todas las luces de la casa. Como un último privilegio quiero imaginarla así mientras él la abandona, resplandeciente y vacía, blanca en la oscuridad de la plaza como en medio del mar, porque ahora que Manuel está muerto y terminado el libro no queda nadie que merezca habitarla. Aquí, no en el cementerio y menos aún en la estación, debe estar el final, en los balcones iluminados, en las ventanas circulares del último piso, en el amortiguado relámpago de esa luz sobre el brocal de la fuente, en el hombre que desde la boca del callejón se vuelve a mirarla y empuña luego el asa de su maleta para caminar hacia la plaza del general Orduña como agrediendo las sombras, con la cabeza baja, con el coraje póstumo de los fugitivos. Yo inventé el juego, yo señalé sus normas y dispuse el final, calculando los pasos, las casillas sucesivas, el equilibrio entre la inteligencia y los golpes del azar, y al hacerlo modelaba para Minaya un rostro y un probable destino. Ahora lo cumple, en la estación, ahora me obedece y aguarda, alto y solo, como obedecía y aguardaba en el cementerio mientras los enterradores apartaban la losa donde aún no ha sido inscrito el nombre de Manuel y doña Elvira, sostenida por Utrera y Teresa, se inclinaba para recoger un puñado de tierra que arrojaría luego sobre el ataúd con un ademán lento y rígido. Era más alto que cualquiera de ellos, y su estatura y su juventud parecían los atributos visibles de su condición de extranjero, la prueba de que a pesar del traje oscuro, de la corbata negra, del sumario gesto de dolor, él no pertenecía al grupo de gente enlutada que se había congregado alrededor de la tumba y murmuraban oraciones que en la distancia de la tarde y del cementerio vacío sonaban a zumbido de insectos. Viejos rostros lejanos, irreconocibles, embotados por el calor y el agobio de las ropas de luto, cercados por las cruces, por el resplandor amarillo de los jaramagos que borraban las tumbas y los senderos que las dividían y se enredaban a los pies como una ciénaga de raíces. De todos ellos, sólo Medina se mantenía parcialmente a salvo de la decrepitud, gordo, impasible, con los brazos cruzados, con el pelo todavía negro, mirando a los hombres que deslizaban el ataúd en el hueco de la fosa, entre las sogas ásperas, con la atención ecuánime con que miraría a un enfermo que acabara de morir. Pero Inés no miraba a la tumba, advirtió Minaya, aunque mantuviera la cabeza baja y las manos unidas en el regazo y moviera los labios fingiendo que repetía las oraciones de los otros. Sólo él, que espiaba su presencia y sus gestos buscando un indicio que le permitiera reconocer en ella a la misma mujer que lo abrazaba anoche, no para recobrarla, sino para no perder al menos el derecho a decirse a sí mismo que ciertas cosas ya imposibles le habían sucedido, se dio cuenta de que Inés había apartado sigilosamente sus ojos hacia una esquina del cementerio, hacia un panteón sombreado de cipreses junto al que un hombre parecía rezar apoyándose en dos muletas de tullido. El ala del sombrero le tapaba la cara, y su cabeza se hundía entre los hombros exageradamente alzados por las muletas. Inés notó la inquisición de Minaya y volvió a mirar fijamente al suelo y a fingir que rezaba, pero sus ojos, bajo las largas pestañas, se deslizaron despacio más allá de la tumba todavía abierta, sobre los jaramagos, como si ella entera y no sólo su mirada estuviese huyendo, igual que hacía cuando Minaya estaba hablándole y ella dejaba de oírlo y le sonreía para que no pudiera seguirla en su huida ni descifrar un pensamiento en el que estaba sola. Tirantes por el peso del ataúd las sogas bajaban rozando las agudas aristas de mármol, y uno de los hombres que las sostenían se detuvo para limpiarse la frente, interrumpiendo por un solo segundo las voces que rezaban. En esa fracción de silencio, Inés alzó la cabeza y miró abiertamente al hombre de las muletas. También él los miraba, inmóvil, apoyándose en ellas como en el alféizar de una ventana al que hubiera trepado apurando el límite de su vigor, y aunque Minaya no podía ver su rostro imaginó una impúdica curiosidad en aquellos ojos que cubría la sombra y velaba la distancia, que brillaron en un reflejo súbito de cristales cuando el hombre comenzó a andar y salió de entre los cipreses, torpe y muy lento, desbaratado y tenaz entre las muletas que lo precedían tanteando la tierra como si buscaran fosas ocultas bajo los jaramagos. Los enterradores retiraron las sogas y doña Elvira se adelantó unos pasos y comenzó a soltar la tierra sobre el ataúd ya invisible sin abrir del todo la mano, como esperando que alguien viniera a fijar su gesto en una fotografía. El hombre caminaba cada vez más despacio hacia la puerta enrejada del cementerio, costeando una tapia, perdiéndose a veces tras un panteón y apareciendo luego más gastado y más torpe, más imposiblemente empeñado en alcanzar la salida. Estaba muy cerca de ella cuando pareció que renunciaba a seguir caminando y apoyó la espalda en la tapia encalada, y ahora Inés, que ya no podía mirarlo sin volver la cabeza, dijo a Amalia algo que Minaya no alcanzó a oír, se santiguó ante la tumba y con la misma premura se alejó de ella para ir hacia el hombre, que ya no estaba apoyado en el muro. Antes de seguirla sin esperar a que los enterradores ajustaran la losa, Minaya recordó que cuando llegaron al cementerio había un taxi parado junto a la puerta. Oyó el motor que arrancaba y corrió más de prisa, saltando sobre las tumbas y los jaramagos con el corazón batiéndole en el pecho con la misma violencia que cuando aquel invierno huía de los guardias por las avenidas de Madrid, sin preguntarse ya qué pensarían los otros ni quién era el hombre de las muletas, pero cuando llegó a la verja del cementerio, cuando se detuvo en la polvorienta explanada de donde partía el camino hacia la ciudad entre dos hileras de cipreses, vio el taxi que se alejaba dejando atrás una nube translúcida de polvo y humo de gasolina y la imagen brevísima y deslumbradora como un fogonazo de dos rostros que lo miraban desde el cristal de la ventanilla trasera y se borraron en seguida entre el polvo, en la distancia de los cipreses alineados, de las primeras casas de la ciudad. Siguió corriendo y agitaba la mano y probablemente llamaba a Inés pidiéndole que detuviera el taxi, pero su voz era inaudible y su figura se hacía más peq