El ingles macarronico de Ludmila
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El ingl?s macarr?nico de Ludmila es una novela sarc?stica, tan mordaz e irreverente como fascinante, repleta de escenas delirantes e ingeniosas que revelan una mirada ins?lita sobre la realidad.
Gran Breta?a, en un futuro cercano: el sistema de sanidad p?blico es privatizado, como todo, y la Albion House Institution, un refugio para gente con deformidades de nacimiento (en el que se rumorea que hay descendientes de la familia real, fruto de siglos de consanguinidad), sufre los rigores de la econom?a. Para ahorrar, las autoridades deciden separar a dos hermanos siameses, Blair Albert y Gordon-Marie (apodado Conejo) Heath, y dejarlos en libertad en el ancho mundo.
Entretanto, la guerra civil reina en una antigua rep?blica sovi?tica, donde la joven Ludmila Ivanova asesina a su abuelo, un viejo mudo y sucio que atesora preciosos cupones de comida para veteranos de guerra de la extinta URSS, cuando abusa de ella por en?sima vez.
Extra?amente, los destinos de los siameses londinenses separados y de la intr?pida Ludmila se cruzar?n, dando lugar a un singular encuentro entre la Europa del Este y la occidental.
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– ¿Éste es el tren a Kropotkin? -le preguntó a un mozo de carga que pasaba.
– No, este es el último tren de Kropotkin, que acaba de entrar.
– Bueno, lo que quiero decir es: ¿éste es el próximo tren que va a Kropotkin?
– Bueno, y yo le estoy diciendo que no, porque va tarde. Hoy el tren lleva por lo menos un turno de retraso, tal vez más.
Ludmila frunció el ceño y desplazó su peso de un pie al otro.
– Mire. -El hombre puso su carretilla de pie y se apoyó en la misma, preparándose para una larga conversación-. ¿Qué es lo que no entiende? Si está buscando el servicio de las catorce veintisiete a Kropotkin, éste no es.
– Entonces ¿cuál es éste?
– Éste es el de las diez quince.
– ¿Y adónde va?
– A Kropotkin. ¿Es que no ha leído el letrero?
– ¿Y qué hora es ahora?
El hombre se levantó una manga para consultar su reloj.
– Las trece cuarenta y nueve.
– Gracias. -Ludmila puso los ojos en blanco y bajó al andén.
– No se puede bajar ahí sin billete -gritó el hombre-. La van a parar y le van a poner una multa.
– Solamente necesito hablar con el guardia -gritó Ludmila sin detenerse.
– Ahí no lo va a encontrar. Al tren todavía le falta una hora para salir.
Ludmila se detuvo para pisotear el suelo.
– ¿Y a qué hora han de salir los trenes, si no es a la hora que les toca?
– Es… Dios bendito, es que no escucha… ¡Éste es el de las diez quince! Ya no importa a qué hora salga, ¿verdad?
Ludmila giró sobre sus talones para enfrentarse con el hombre. Estaba claro que acababa de encontrar el alma gemela de su hermano, así que sabía perfectamente cómo tratar al tipo. Puso su cara de póquer, cuidadosamente transmitida a través de las generaciones.
– Escúchame: pronto van a ser las catorce veintisiete. Si el tren lleva un turno de retraso, porque ha perdido el de las diez quince, lo más lógico, ya que se ha retrasado tanto que llega al turno siguiente, sería salir a la hora del turno siguiente, a las catorce veintisiete, porque todo el mundo llegará a esa hora para coger el de esa hora. ¿O es que en la escuela no te enseñaron esas cosas?
El hombre negó con la cabeza.
– Hay gente a la que no se puede ayudar. -Chasqueó la lengua-. El guardia estará en el café de la parte de atrás de la estación, que es donde se reúnen los empleados, es lo único que intentaba decirte. Las chicas de ciudad os creéis que lo sabéis todo.
Ludmila se hinchó de orgullo al oír las palabras del hombre. Chicas de ciudad. Esperó a que el mozo de carga se perdiera chirriando a lo lejos antes de ir hacia la parte trasera de la estación. En una calle trasera había un café grasiento que se pudría en lo que tal vez antaño había sido un garaje. A través del ventanal húmedo echó un vistazo al puñado de hombres acurrucados en torno a las mesas se irguió y entró. El aire estaba atiborrado de grasa quemada. Una chica se acercó a la barra, secándose unas manos rojas en un trapo.
– ¿Sabes si alguno de estos hombres es guardia ferroviario? -preguntó Ludmila.
– No. -La chica se encogió de hombros.
– Bueno, ¿conoces a alguno?
– No. ¿Quieres algo de comer o de beber?
– No -dijo Ludmila, girándose a un lado para formarse un juicio sobre los hombres a partir de sus cortes de pelo y de la mugre de sus uniformes.
– ¿Es otra que quiere ir a los servicios? -gritó una mujer enorme y sudorosa desde el fondo de la cocina.
– No, mamá, está buscando a un guardia ferroviario.
– Bueno, pues si no come ni bebe, ya sabe lo que le toca.
– Querida -le gritó a Ludmila desde una de las mesas un joven que estaba sentado con otros dos-. No te había visto con ese pelo tan tupido y tan bonito.
Ludmila se dio la vuelta. El hombre le hizo un gesto con los dedos para que se acercara, mirando más allá de ella, en dirección a la mastodonte que estaba en la cocina.
– No pasa nada -dijo, asintiendo-. La estaba esperando.
– Y yo también -tosió un anciano desde el rincón-. Toda mi vida.
El joven se puso de pie y arrastró una silla hasta la mesa. -¿Buscas hacer negocios en uno de los trenes del pan? Ven, siéntate. Vamos a hablar. -Miró de reojo la silla y gritó en dirección a la barra-. Puedes traerle un café.
– No, gracias. -Ludmila se sentó en el borde de la silla y examinó la cara del hombre. Era un rubio rubicundo con una mandíbula que se le desviaba a un lado cuando hablaba, dándole cierto aire dócil y amigable-. Cuéntame lo del tren del pan -dijo ella, reclinándose hacia atrás en su silla.
El hombre golpeteó el extremo sin emboquillar de un cigarrillo sobre la mesa para compactar el tabaco.
– Depende de qué tren del pan te interese. Pero puedes estar segura de que uno de nosotros te puede ayudar. Necesitas hacer una entrega por esta línea, ¿tengo toda la razón?
– Tal vez.
– Por favor, óyeme: no tengas miedo. Vemos a gente como tú todos los días. ¿Te crees que vivimos de la broma que nos paga la línea ferroviaria? Solamente seguimos en el puesto para nutrir la falsa esperanza de ver los salarios que nos deben desde el verano pasado. Si tú y yo podemos ayudarnos mutuamente, pues tanto mejor. Porque no te olvides, si mandas correo con nosotros hoy, llega a su destino hoy mismo.
La franqueza del hombre ablandó a Ludmila. Decidió confiar en él.
– Soy piloto de aviones. Necesito enviar un documento importante, mi licencia de aviadora, en el tren a Ublilsk.
El hombre se reclinó en su silla y la miró con ojos ágiles.
– ¿Aviones, dices? Entonces ¿por qué no vuelas hasta allí?
– Bueno, porque no piloto aviones tan pequeños. -Ludmila echó un vistazo por la sala.
– ¿Y por qué no? He oído que un Tupolev 134 puede aterrizar en la pista donde antes estaba la fábrica de componentes.
– No -dijo Ludmila-. Allí no puede aterrizar un Tupolev, de ningún modelo. Ya lo he intentado -añadió, para dejar el tema cerrado.
Un hombre bajo y con barba se acercó para entrar en la conversación.
– Bueno, los antiguos Ilyushin iban allí todo el tiempo -dijo, con la mirada perdida, recordando-. Se pasaban el día y la noche yendo a Ublilsk a buscar hélices nuevas. Y son más grandes que los Tupolev.
– Mírame a los ojos. -El rubio dio una palmada en la mesa-. El Tupolev de ella es la máquina voladora más grande del mundo. Eso no me lo discutas.
– Bueno, odio ser yo el que te diga que te equivocas. -El hombre de tez morena se encogió de hombros, mostrando que él se limitaba a decir la verdad-. Como amigo solamente puedo intentar salvarte de la humillación señalando los hechos verdaderos.
– Escuchad, no importa -dijo Ludmila-. Es demasiado caro llevar la licencia en avión hasta allí. Quiero saber cómo funciona lo del tren del pan.
– Puede que llevarla en avión no te salga tan caro como crees -dijo el rubio-, cuando te enteres de lo que cobra el servicio a Kropotkin por ese pequeño viaje. Allí están en guerra, en caso de que no te hayas enterado.
– La guerra no ha llegado al cruce -dijo Ludmila-. Para entonces ya habrán detenido el avance de los gnezvarik.
– ¡Ja! Ya me gustaría que ésas fueran las noticias que hemos oído.
– Sí -intervino un tercer hombre-, podemos decirte, aunque nosotros no estamos en el tren de Kropotkin, que están a punto de cancelar definitivamente el servicio del pan. Así que no sé para qué quieres mandar tu licencia de aviación allí, cuando ni siquiera se puede posar un Tupolev ni encontrar un trozo de pan.
– ¡Ja! -dijo Ludmila-. El tren del pan no lo pueden quitar, lo sabe todo el mundo. Mientras haya bocas esperando, tienen que mandar el pan. -Mandó un Empujón con la barbilla.
El hombre rubio se inclinó hacia la sombra de Ludmila.
– Mira, estoy cerca de las fuentes que controlan las operaciones del servicio de Kropotkin, y te aseguro que este hombre tiene razón en lo que dice. Van a dejar de mandar pan a Ublilsk. Es una cuestión de economía.