Santa Evita

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Santa Evita
Название: Santa Evita
Дата добавления: 16 январь 2020
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Santa Evita - читать бесплатно онлайн , автор Martinez Tomas Eloy

Diosa, reina, se?ora, madre, benefactora, ?rbitro de la moda y modelo nacional de comportamiento. Santa Evita para unos y para otros una analfabeta resentida, trepadora, loca y ordinaria, presidenta de una dictadura de mendigos.

El protagonista de esta novela es el cuerpo de Eva Duarte de Per?n, una belleza en vida y una hermosura et?rea de 1,25 m despu?s del trabajo del embalsamador espa?ol Pedro Ara. Un cuerpo del que se hicieron varias copias y que, en su enloquecedor viaje por el mundo durante veintis?is a?os, trastorna a cuantos se le acercan y se confunde con un pueblo a la deriva que no ha perdido la esperanza de su regreso.

Dice Tom?s Eloy: `El cad?ver de Evita es el primer desaparecido de la historia argentina. Durante 15 a?os nadie supo en d?nde estaba. El drama fue tan grande que su madre (Juana Ibarguren) clamaba de despacho en despacho pidiendo que se lo devolvieran. Y muri? en 1970 sin poder averiguar nada. No sab?a -nadie o casi nadie lo sab?a- si la hab?an incinerado, si lo hab?an fondeado en el fondo del R?o de la Plata. Si la hab?an enterrado en Europa… A diferencia de los cad?veres desaparecidos durante la ?ltima dictadura, que ruegan por ser enterrados, el cad?ver de Evita plde ser ofrecido a la veneraci?n. De alg?n modo, en `Santa Evita` hay una especie de conversi?n del cuerpo muerto en un cuerpo pol?tico.

Agrega Tom?s Eloy: `la necrofilia argentina es tan vieja como el ser nacional. Comienza ya cuando Ulrico Schmidl, el primero de los cronistas de Indias que llegan hasta el R?o de La Plata, narra c?mo Don Pedro de Mendoza pretend?a curarse de la s?filis que padec?a aplic?ndose en sus llagas la sangre de los hombres que ?l mismo hab?a ordenado ahorcar. Todos recuerdan la odisea del cad?ver de Juan Lavalle, que se iba pudriendo a medida que los soldados trataban de preservarlo de los enemigos llev?ndolo por la Quebrada de Humahuaca. En 1841, un cierto capit?n Garc?a cuenta el martirio de Marco Manuel de Avellaneda, el padre de Nicol?s Avellaneda, un personaje importante de la Liga Federal, antirrosista y gobernador de Tucum?n, asesinado por las fuerzas de Oribe. El relato de la muerte de Avellaneda es de un notable regocijo necrof?lico. Cuenta que esa muerte tarda, que los ojos se le revuelven, que cortada la cabeza ?sta se agita durante varios minutos en el suelo, que el cuerpo se desgarra con sus u?as ya decapitado. Una matrona llamada Fortunata Garc?a de Garc?a recuper? esa cabeza y la lav? con perfume y supuestamente la deposit? en un nicho del convento de San Francisco. Yo investigu? profundamente el tema y descubr? despu?s que en realidad a la muerte de Fortunata Garc?a de Garc?a, encontraron en su cama, perfumada y acicalada la cabeza del m?rtir Marco Manuel de Avellaneda, con la cual hab?a dormido a lo largo de treinta a?os`.

Apunta el autor: `el proceso de necrofilia se extiende a lo largo del siglo XIX y tambi?n se da en el siglo XX de infinitas maneras. Por un lado en el culto a Rosas y en la repatriaci?n de sus restos y, por otro lado, en la Recoleta. Ese cementerio es una exposici?n de ese tipo de situaciones. Resulta notable esa especie de reivindicaci?n de la necrofilia en los ?ltimos a?os. As?, fue profanada la tumba de Fray Mamerto Esqui?, se robaron el cuerpo del padre de Martinez de Hoz (todo entre 1978 y 1988). Poco m?s tarde, en 1991, cuando se volvia riesgosa la elecci?n de Palito Ortega, el presidente Menem se present? en Tucum?n con los restos de Juan Bautista Alberdi, y los ofrend? a la provincia. De ese modo garantiz? la elecci?n de Palito. Y Juan Bautista Alberdi es un muerto.`

Sigue el escritor: `Yo lo conoc? personalmente a Per?n, ?l me cont? sus memorias. Lo que me desencant? sobre todo fue la conciencla de la manipulaci?n del interlocutor. Per?n dec?a lo que el interlocutor quer?a escuchar. Sin embargo, hab?a una laguna en aquellos di?logos: Evita. Per?n no me hablaba de Evita. Mejor dicho, L?pez Rega, que siempre estaba presente durante las entrevistas, no se lo permit?a. Cuando yo invocaba el nombre de Evita, L?pez comenzaba a hablar de Isabel. Al fin yo le propuse a Per?n que nos encontr?ramos una ma?ana a solas. Per?n asinti?.

Me recibi? a las ocho en Puerta de Hierro. Empez?bamos a hablar y de pronto irrumpi? L?pez Rega. Y volvi? a desviar la conversaci?n. Fue muy grosero. Dijo dirigi?ndose a Per?n: `Aqui viene mucha gente, General, y todos quieren sacarle a usted cosas, y a lo mejor despu?s van y lo venden en Buenos Aires, y vaya a saber lo que hacen con todo eso.` Entonces, yo me puse muy mal y le dije a Per?n: `Mire, General, usted me prometi? que ac? ibamos a hablar a solas. Y eso significa que yo no debo padecer la humillaci?n de su servidumbre`. Per?n estuvo de acuerdo. Mir? a su secretario y le dijo: `L?pez, el se?or tiene raz?n, la se?ora Isabel me ha dicho que hay unas lechugas buen?simas en el mercado, ?por qu? no va y la acompa?a a elegir unas lechugas?` Y all? me empez? a hablar de Evita. Me la describi? como a una fan?tica, y me dijo que sin duda Eva hubiera armado y largado a la calle a los obreros el 16 de setiembre de 1955, porque no toleraba nada que no fuera peronista.`

La conclusi?n: `parece que en la Argentina -dice Tom?s Eloy- hubiera como una especie de instinto fatal de destrucci?n, de devoraci?n de las propias entra?as. Una veneraci?n de la muerte. La muerte no signiflca el pasado. Es el pasado congelado, no significa una resurrecci?n de la memoria, representa s?lo la veneraci?n del cuerpo del muerto. La veneraci?n de ese residuo es una especie de ancla. Y por eso los argentinos somos incapaces de construirnos un futuro, puesto que estamos anclados en un cuerpo. La memoria es leve, no pesa. Pero el cuerpo s?.

La Argentina es un cuerpo de mujer que est? embalsamado`.

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Al Chino le hubiera gustado alentarlos, pero no sabía cómo.

– Hoy es nuestro día -dijo-. Hoy todos vamos a pasar.

– Dios le oiga -respondió la muchacha.

Aunque la fila ya doblaba la esquina y las últimas cabezas se perdían en la oscuridad, la multitud respetaba el orden de sus desgracias. El Chino oía narrar padecimientos tan intolerables que ningún poder humano, ni aun el de Evita, podría aliviar el incendio de aquellos deseos. Se hablaba de hijos raquíticos que languidecían en trincheras cavadas al pie de los basurales, de manos cortadas por las cuchillas de las vías del tren, de locos furiosos que vivían encadenados en cuchitriles de zinc, de riñones que no filtraban, de úlceras perforadas en el duodeno y de hernias a punto de reventar. ¿Y si aquellos dolores nunca tuvieran un fin?, se dijo Astorga. ¿Si el fin de aquellos dolores tardaba más que el fin de Evita? ¿Si Evita al fin de cuentas no era Dios, como todos pensaban?

La llegada de la mañana lo dejó perplejo, porque sus luces eran iguales a las de la noche: húmedas y cenicientas. Las voluntarias sirvieron café con bollos pero el Chino se negó a comer. El inventario de las desdichas humanas le había cerrado la garganta. Dejó que la imaginación vagara por ninguna parte, y durante las horas que siguieron tampoco sintió la realidad, porque le daba miedo verla cara a cara.

En algún momento la fila empezó a moverse. Las puertas de la Fundación se abrieron y los visitantes avanzaron por escaleras de madera lustrada de las que colgaban pendones con el escudo peronista. En el piso alto, aferrándose a las barandas, iban y venían amanuenses de pelo abrillantado y voluntarias con lápices en las orejas. La fila ascendió entre cortinas de terciopelo y llegó a una sala enorme, iluminada por lámparas de caireles. Parecía una iglesia. Al centro había un pasillo estrecho, flanqueado por bancos de madera, en los que esperaban familias que no habían hecho cola como los demás. El aire hedía a excrementos de recién nacidos, pañales sin lavar y vómitos de enfermos. El olor era obstinado, corno la humedad, y sus astillas quedaban aferradas a la memoria durante días enteros.

Al fondo, en el extremo de una larga mesa, Evita en persona acariciaba las manos de una pareja de campesinos, acercaba el oído a sus voces temblorosas y de vez en cuando echaba la cabeza hacia atrás, como si buscara las palabras inolvidables que habían ido a buscar esas personas tan simples. Llevaba el pelo recogido y un traje sastre a cuadros, como en las fotografías. A intervalos se quitaba, molesta, algún anillo o una de sus pesadas pulseras de oro y los iba dejando sobre la mesa.

Sucedían con toda naturalidad historias que en cualquier otro lugar hubieran sido imposibles. Dos hombres de pelo pajizo, encaramados en los bancos, pronunciaban discursos en un idioma que nadie sabía descifrar. Por detrás de las cortinas asomaban familias con retablos de abejas vivas que edificaban sus colmenas dentro de un jardín de tules: querían que Evita les aceptara el regalo antes de que las abejas completaran el trabajo. En las antesalas aguardaban los niños sobrevivientes de la última epidemia de poliomielitis, listos para desfilar en las sillas de ruedas donadas por la Fundación. Ante aquel raudal de interminables desdichas, Astorga agradeció a Dios la modestia de su vida, que no había sido manchada por ninguna infelicidad.

Un inesperado incidente interrumpió las rutinas de la mañana. Después de la pareja de campesinos, Evita había atendido a tres mellizos acróbatas, que deseaban casarse con las contorsionistas impúberes del mismo circo y necesitaban un permiso especial para la boda prematura. Cuando los despidió, una mujerona de greñas indomables denunció a los gritos que un empleado de la Fundación le había quitado la casa.

– ¿Eso es cierto? -dijo la Primera Dama.

– Se lo juro por el alma de mi esposo -contestó la mujer.

– ¿Quién ha sido?

Se oyó balbucear un nombre. La Señora se irguió, con las manos sobre el escritorio. Toda la sala contuvo la respiración.

– Que venga el Chueco Ansalde -ordenó-. Lo quiero aquí ahora mismo.

Las puertas que estaban a espaldas de la Señora se abrieron al instante y descubrieron un depósito donde se acumulaban bicicletas, heladeras y ajuares de novia. Entre las cajas, avanzó un hombre flaco y desgarbado, con las venas de la frente tan hinchadas que parecía un mapa del sistema circulatorio. Las piernas se le abrían en un óvalo perfecto. Estaba pálido, como si lo llevaran al patíbulo.

– Le quitaste la casa a esta pobre mujer -afirmó Evita.

– No, señora -dijo el Chueco-. Le di un departamento más chico. Ella estaba sola y vivía en tres piezas. Yo tengo cinco hijos que dormían amontonados en el living. Le pagué la mudanza. Le acomodé los muebles. Por desgracia le rompí una silla de mimbre pero ese mismo día le compré otra.

– No tenías derecho -dijo Evita-. No le pediste permiso a nadie.

– Por favor, Señora, perdóneme.

– ¿Quién te dio la casa que tenías?

– Me la dio usted, Señora.

– Te la di yo, ahora te la quito. Le devolves ya mismo el departamento a esta compañera y le ponés todas las cosas donde estaban.

– ¿Y yo adónde voy, Señora? -El Chueco volvió la mirada a la multitud en busca de solidaridad. Nadie abrió la boca.

– Te vas a la mierda, de donde nunca tendrías que haber salido -dijo Ella-. Que pase el que sigue.

La mujerona se arrodilló a besar las manos de Evita, pero Ella se las retiró con impaciencia. De pie junto a la puerta del depósito, el Chueco Ansalde no quería marcharse. Las mariposas del llanto le asomaban a la cara pero la vergüenza y la incertidumbre no las dejaban brotar.

– Uno de mis chicos está con bronquitis -suplicó-. ¿Cómo lo voy a levantar de la cama?

– Ya basta -dijo Evita-. Sabías en qué estabas metiéndote. Ahora sabrás cómo salir.

La intensidad de aquella indignación desconcertó al Chino. Se oían chismes sobre los malos humores de la Primera Dama, pero los noticieros sólo ofrecían imágenes benévolas y maternales. Ahora se daba cuenta de que Ella podía ser feroz. Se le formaban dos arrugas profundas en los costados de la nariz y en esos momentos nadie le sostenía la mirada.

Ahora se arrepentía de estar allí. Cuanto más avanzaba la fila, más miedo tenía el Chino de exponer su deseo. Iba a parecer un insulto entre la resaca de tragedias que dejaba la gente. ¿Qué le podía decir? ¿Que el domingo había proyectado para Ella unas pocas películas, en la residencia? Era ridículo. ¿Y si se olvidaba todo y regresaba a su casa? No tuvo tiempo de seguir pensando. Un voluntario le indicó que se adelantara. Evita le sonrió y le tomó las manos.

– Astorga -dijo con inesperada dulzura, consultando un papel-. José Nemesio Astorga. ¿Qué te hace falta?

– ¿No se acuerda de mí? -preguntó el Chino.

Evita no tuvo tiempo de contestarle. Dos enfermeras irrumpieron en el salón, dando gritos:

– ¡Venga, Señora! ¡Venga con nosotras! ¡Ha sucedido una desgracia terrible!

– ¿Una desgracia? -repitió Evita.

– Un tren ha descarrilado cuando estaba entrando en Constitución. Se volcaron los vagones, Señora, se volcaron. -Las enfermeras sollozaban. -Están sacando los cuerpos. Una tragedia.

De pronto, Evita perdió todo interés en Astorga. Le soltó las manos y se puso de pie.

– Vamos rápido, entonces -dijo. Se volvió hacia los voluntarios y les ordenó: -Tomen nota de lo que necesitan estos compañeros. Cítenlos para mañana. Los voy a recibir temprano. Ahora no sé si vuelvo. Con una tragedia de este tamaño cómo voy a volver.

Todo sucedía como en un sueño. Sin saber por qué, el Chino presto atención al laberinto de venillas azules que temblaban bajo la garganta de Evita. El salón se llenó de voces que parecían restos de un naufragio. En el fragor de la confusión, el olor a pañales sucios seguía abriéndose un lugar invencible, musculoso.

Evita desapareció en un ascensor mientras el Chino era arrastrado a las escaleras por una súbita estampida. Junto a una de las puertas, la novia sin dientes sollozaba, aferrada con fuerza a la cintura del novio. Caía la tarde. La ciudad estaba manchada por un sol viscoso pero la gente observaba el cielo y abría los paraguas, como si se protegiera de otros soles que estaban por caer.

El Chino tomó el subterráneo de Lacroze, bajó cerca del parque Centenario y caminó por las calles de Palermo Antiguo, entre las sombras pulposas de los paraísos y los gomeros que se inclinaban corteses ante la frescura de los zaguanes. Se entretuvo curioseando los pasillos cariados de los conventillos y luego se desvió por la calle Lavalleja, hacia el cine Rialto. Su padre le había contado que, antes de morir, todos los recuerdos y sentimientos de la vida regresan a las personas con el mismo deslumbramiento de la primera vez, pero ahora descubría que no era necesario morir para que sucediera. El pasado regresaba a él con la nitidez de un largo presente: los domingos de penitencia en el orfelinato, los fotogramas de celuloide con los que jugaba junto a la puerta de los cines, el primer beso de Lidia, los paseos en bote por el Rosedal, el vals "Desde el alma” que bailó la noche del casamiento, la carita de musgo de Yolanda hundiéndose por primera vez en el pecho temeroso de la madre. Sintió que su vida no le pertenecía y que, si alguna vez llegaba a pertenecerle, no sabría qué hacer con ella.

Desde lejos entrevió una aglomeración de vecinos ante las puertas clausuradas del Rialto. Los mecánicos del garaje Armenia Libre, que no salían de sus fosas alquitranadas ni siquiera cuando les llegaba el estrépito de un accidente, iban y venían con los mamelucos arremangados, entre las matronas que habían bajado en chancletas y con mantones tejidos sobre los hombros. Hasta el dueño del cine estaba allí, hablándole con suntuosos ademanes a una delegación de policías.

Astorga oyó llorar a su hija Yolanda, pero le pareció que las cosas sucedían en otra orilla de la realidad y que él sólo las miraba de lejos, con indiferencia. Si nunca le había sucedido nada, le pareció que tampoco nada podía ya sucederle.

Corrió hacia el cine sin sentir el cuerpo. Entre los alborotos de la tarde distinguió a Yolanda con el vestido desgarrado y la carita suspendida en una expresión de asombro que jamás iba a perder. Una vecina la llevaba en brazos y la mecía. De pronto entraron en su conciencia las imágenes aterradoras de Lidia y la nena viajando en el tren de Banfield y el descarrilamiento de los vagones en Constitución. Sintió que el aire cambiaba de color y caía desmayado por el peso de los malos presagios. El dueño del cine le salió al encuentro.

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