Quiza Nos Lleve El Viento Al Infinito
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Quiz? Nos Lleve el Viento al Infinito: La historia del capit?n de nav?o a quien la OTAN encomienda una delicada misi?n, de Irina, una agente sovi?tica, y del cient?fico que, recluido en un sanatorio, se asemeja a un personaje literario, puede leerse como un apasionante relato policiaco, de espionaje y aventuras. Pero tambi?n encierra una met?fora de la d?bil l?nea que separa lo real de lo verdadero e imaginario, as? como una visi?n de las falsedades o inverosimilitudes de la Historia y de las servidumbres del progreso cient?fico y de otros mitos contempor?neos.
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El coronel Wieck había encendido la pipa. Echó una bocanada que me hizo toser, me pidió perdón y me rogó que continuase.
– Mi propuesta es que usted telefonee, en cuanto yo me vaya, a ese lugar donde alguien, que está al tanto, pueda tomar una decisión sin demoras, o, al menos, relacionarse inmediatamente con quien pueda tomarla. Ya sé que se consumirá más tiempo en esos trámites que el que yo tarde esta mañana en salir de Berlín Este, pero no hay inconveniente, al menos a mi juicio, para que no convengamos un acuerdo. No sé a qué hora ni qué día, si hoy, o mañana, la señora Fletcher y su hijo se acercarán a alguno de los controles con la pretensión de pasar la barrera, pero los controles pueden estar advertidos, y el profesor Fletcher también. Lo más seguro es que, después de ellos, no sé cuánto tiempo después, aunque no mucho, Eva Gredner se acerque asimismo a la barrera, quizá con su coche colorado, pero esto no lo hará si no va provista de un pase en regla, pues anoche intentó entrar con su mera documentación americana y no se lo permitieron. Eva Gredner viaja con el nombre de Miss Mary Quart, y el pase tiene que dármelo usted ahora mismo, extendido a este nombre. La señorita Irina Tchernova les entregará a la señora Fletcher y a su hijo, y sería muy bonito que la Prensa estuviera presente y que se sacasen fotografías de la familia feliz, para repartir por todo el mundo y demostrar a los incrédulos que, en los países del Este, se protege a la institución de la familia, pero este reencuentro emocionante, por el que suspiran tantas madres atribuladas, no tiene por qué ser presenciado por la señorita Tchernova, a quien yo esperaré impaciente al otro lado de la barrera, ese que, por alguna razón controvertida, llamamos el mundo libre. Y, a partir de ese momento, querido coronel, las cosas volverán a su cauce. El profesor Von Bülov dejará de estar en peligro, y, reintegrado a su casa y a su cátedra, lo hará también a sus estudios de historia contemporánea, pues Irina Tchernova no parece de esas mujeres absorbentes que le impidan continuarlos. Quiere decir que nos veremos con la misma frecuencia que hasta aquí, sólo que, en lo sucesivo, cuando me invite a comer, tendrá que contar con otro comensal, lo cual sin duda alegrará mucho a su esposa, que encontrará con quien hablar mal de las modas occidentales, tan poco austeras.
Desde hacía unos minutos, la serpiente de Tellemann, olvidada, había reaparecido en mi conciencia, y la veía ascender después de haberse enderezado como si oyese la flauta del fakir. Allí quedó vibrante la cabeza, en mi menor sostenido, mientras el coronel, tras haber redactado él mismo el pase de frontera para Mary Quart, americana, regresaba a su mesa y cogía el teléfono. Salí de Berlín Este por la barrera más alejada de aquélla por la que había entrado, pero, aun así, caminé persuadido de que alguien provisto de un olfato excepcional había recuperado mi rastro y me seguía. No pude, sin embargo, verificarlo. La niebla se agarraba a las calles, como si saliese del asfalto, y no se podía correr demasiado. No dejé de pensar en las ventajas de quien se guía por radares sobre el que atiende a las meras sensaciones visuales, tan anticuadas. Hallé el parque y busqué a Irina. Eran las doce y cuarto. Se levantó y me besó.
– En este momento, le dije, una estación de radio instalé da debajo del peluquín de Humphrey Bogart, congrega en este parque a sus noventa y nueve semejantes y al mecanismo que los manda. Tenemos poco tiempo.
– Hablemos de nosotros.
Me senté a su lado. El niño de Fletcher, aquella mañana, había preferido hojear un libro de gran formato y coloreadas representaciones de enanos y de bosques, a jugar sobre la arena: y, de los otros niños que concurrían a aquella placita, dos recorrían círculos, de radio cada vez más corto, en torno al libro y a las ilustraciones. Irina se apoyó en el respaldo del banco y se agarró a mi brazo.
Incluso los personajes trágicos hablan a veces de bagatelas. Lo que sucede es que el poeta encargado de comunicarnos sus coloquios, suele atenerse a lo más altisonante, a lo trascendental, a lo estentóreo, y lo demás lo confía a la curiosidad, si es imaginativo, del auditorio, al cual, por su parte, no se le ocurre nada a este respecto, apabullado como está por lo que acaba de oír, pues da por sentado que el personaje trágico está milagrosamente exento de la cotidianeidad tanto como de la vulgaridad. Sucedió, sin embargo, que nuestra historia, la de Irina y la mía, no había sido aún confiada a ningún poeta, y es de esperar que no lo sea, pues carece de los requisitos indispensables para que las mujeres se identifiquen con Irina, y los varones, conmigo, gracias a ser inverosímiles, como espero que llegue a comprenderse irreversiblemente a partir de cierto punto al que aún no hemos llegado. Podría reproducir aquí lo que, durante más o menos media hora, nos dijimos, cogidos de la mano alguna vez (aunque no muy a la vista), y en juego la mejor de nuestras voces: esas nadas verbales en las que, sin embargo, palpita, oculta, la pasión: que es, por otra parte, siempre la misma, pero que vive cada pareja como si fuera, además de distinta, inventada por ellos desde el momento mismo en que empezaron a amarse. ¿Y no tendrán razón? De acuerdo en que las palabras son siempre las mismas, pero la pasión que les infunden, no sólo es nueva, sino que restaura el encanto prístino de las palabras. Estoy por eso persuadido de que algún que otro «Te quiero», intercalado en la conversación, nos sonó como nuevo, e incluso comunicó al Universo, en su incontenible totalidad, bastante de su calor, aunque no tanto que el Universo quedase calcinado y vagase por los espacios como anillos de fuego, que se extinguen parsimoniosamente milenio tras milenio: debo portarme como un amante normal y admitir que, oído por un tercero, nuestro coloquio resultaría sencillamente tópico, pueril, archisabido. ¡Pese a la niebla azul, a los tilos desnudos, al niño que jugaba y a la hojilla rojiza del tilo que había volado hasta el regazo de Irina! (que el tal niño, por cierto, se hallaba acompañado ya de otros dos, y contemplaban el libro abierto, él en inglés, los otros en alemán). ¡Qué humanos, qué verosímiles, qué tontos habríamos resultado de transcribir aquí aquella sarta de bobadas casi sublimes! Redimidos así de la inverosimilitud, tanto como de la singularidad, las mujeres se sentirían Irinas y los hombres, algo sin nombre, que siempre añade cierto misterio del que se puede envanecer, aunque algunos prefieran atenerse a lo de Eric von Bülov, que, si no da misterio, da distinción. ¿No os dije aún que, en mi actual avatar, resulto emparentado con aquel que se casó con la que fue después Cósima Wagner? «La tía Cósima», se decía en mi casa, cuando yo era pequeño, a pesar de todo. Al saber esto, algunos lamentarán la imposibilidad real de cualquier identificación. ¡Pues, qué diablo! Irina era más bonita que tía Cósima, y mucho menos mandona, y, sobre todo, ¡cómo movía las manos, Irina! Las había sentido acariciarme la noche, ya casi lejana, de nuestro amor; habían temblado entre las mías en el salón de té; pero aquella mañana en el parque, mientras hablábamos, no sabía si escucharla a ella o contemplarle las manos. Y si, de pronto las retuvo, sujetó la una con la otra, como a una tórtola que quisiera huir, le pregunté por qué lo hacía. Me respondió:
– Tengo que sujetarlas alguna vez. Si quedan sueltas, dicen más de lo que yo quiero que digan.
Sin embargo, las manos de Irina ponían al diálogo la armonía y las flores, y, cuando se aquietaban, era como cuando el sol se oculta. Sin duda, el tema de los poemas hubiera podido sustituirlas: deliberadamente dejé de referirme a ellos, si bien su recuerdo persistiera en mi memoria como cosa aún inexplicada, pero que pugnaba por olvidar, y a la que había hecho el propósito de no referirme. Ella fue la que los trajo a colación: