Un Encargo Dif?cil
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Verano de 1940. Leonor, esposa de un alto cargo republicano fusilado al final de la guerra, y su hija Camila son enviadas a un destierro forzoso a la isla de Cabrera. Como ?nica compa??a tendr?n al matrimonio que atiende una cantina miserable, alg?n pescador, un ermita?o alem?n y un destacamento militar atemorizado por un posible ataque del ej?rcito ingl?s. Entretanto, en Mallorca, un hombre recibe un encargo de las autoridades que puede redimirle de su turbio pasado. Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) se sirve de una trama apasionante para convertir esta isla mediterr?nea en un orbe singular en el que es imprescindible reinventar las reglas y las relaciones para alcanzar la armon?a. En `Un encargo dif?cil`, premiada con el ?ltimo Nadal, dos mujeres nos van a demostrar que hasta en las peores condiciones es posible empezar la vida de nuevo. Porque todo aquello que nos hace felices siempre depender? m?s de la integridad de ciertas personas que de las leyes que nos gobiernan.
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Mientras tanto, en la cocina, Felisa García se devanaba los sesos. No había considerado, dadas las circunstancias, que fuera necesario un pastel. ¿Quién iba a pensarlo, si su única preocupación había sido abortar los preparativos de la fiesta, silenciarla por respeto a la tragedia que estaba viviendo la niña? La cantinera se maldecía a sí misma. ¿Cómo no se había dado cuenta de que tendría que ser Camila, precisamente ella, la primera en resurgir de las cenizas y pedir el regreso a la normalidad? ¿O es que no sabía Felisa que Camila encerraba la fortaleza de un toro en aquel cuerpo frágil como el tallo de un tulipán? Qué estúpida había sido, qué estúpida. Pero aún estaba a tiempo de inventarse algún apaño.
Sacó de un cajón una hogaza de pan blanco, la abrió por la mitad y la untó con un taco de mantequilla que guardaba escondida para los desayunos de Andrés. Luego recuperó otro de sus tesoros, una barra de chocolate que había llegado en una de las cajas de su cuñado y que reservaba para las fechas navideñas. Fundió el chocolate en un cazo. Sin dejar de removerlo fue vertiéndolo sobre la hogaza. Mientras espolvoreaba azúcar, se volvió con cara de pocos amigos hacia Andrés y Leonor, que no se habían movido.
– Pero ¿qué pasa? ¿Nunca habéis visto improvisar un pastel? ¡Leonor, dame las velas, están en ese estante! ¡Y tú, busca las guirnaldas, creo que tu padre las ha tirado a la basura! ¡Vamos, espabila!
Andrés, desbocado por el entusiasmo, salió corriendo a remover en los cubos. Leonor Dot encontró el paquetito que envolvía las trece velas diminutas y se apresuró a entregárselo a la cantinera.
– Mientras acabáis voy a hablar con el capitán -le dijo-. Es importante que sepa…
Felisa García se revolvió como si la otra le hubiera dado un pisotón.
– ¡Ni se te ocurra! ¡Todo a su tiempo! Como dice el señor Buroy, la justicia es una venganza que se sirve fría. Ahora lo principal es celebrar el cumpleaños de Camila.
Leonor la miró con sorpresa y un poco de indignación.
– Si no los detienen podrían escapar -se quejó.
– ¿Ésos? ¡Pero si son unos desgraciados! ¡Y unos ignorantes, eso es lo que son! Te aseguro que no están muy lejos, ni siquiera saben que el mundo es enorme y hay miles de lugares donde esconderse. Andarán por alguna tasca de Palma o de Ciudadela. ¡Quizá ni se hayan movido de la colonia de Sant Jordi, fíjate en lo que te digo!… ¡Paco! ¿Dónde cono se ha metido ese hombre?
El cantinero, que en aquel momento se encontraba sentado en la taza del retrete, al oír las voces se pasó un papel de periódico por el trasero y salió del excusado intentando aplacar el ronroneo de sus tripas. Abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza, cuidándose mucho de poner un píe en los dominios de su mujer.
– ¡Paco, ya era hora! -exclamó Felisa al verlo-.Ve a por el pinchadiscos. Y tú, Andrés, llévale la comida al capitán. ¡Venga, volando, que nos vamos a celebrar el cumpleaños de Camila!
Cargó ella con la tarta y salió al bar. Al ver a los dos hombres que esperaban en la barra hizo un mohín de fastidio, pero no se detuvo.
– El local está cerrado -anunció al pasar junto a ellos.
El Lluent, que había perdido las ganas de comer, apartó con un pie los cristales de la botella y se dispuso a salir tras la cantinera, pero Benito Buroy no estaba dispuesto a quedarse con el estómago vacío. En cuanto se fuera de Cabrera le esperaban muchos meses de hambre.
– ¿Cerrado? -exclamó-. ¡Si no hay otro sitio donde
– ¡Pues servios vosotros, la olla está en los fogones!
Poco después ascendía por el camino una insólita comitiva. La encabezaba Felisa García. Caminaba muy erguida, sosteniendo en alto aquel pastel que, a medida que se iba solidificando el chocolate, adquiría las proporciones inquietantes de un meteorito. La seguía Leonor Dot, abrazada a un paquete de discos entre los que estaban «Ojos verdes», «La renegá» de Encarnita Iglesias o «Ya no te quiero» en la versión de Conchita Piquer. Detrás de ella renqueaba Paco y bufaba como si el tocadiscos fuera de plomo. Y en último lugar iba Andrés, con una maraña de banderitas arrugadas y de hilos que le colgaban por entre las piernas.
Cuando entraron en la casa, Camila se incorporó en la cama y se echó a reír. Felisa García, olvidándose de los gritos y las órdenes, se detuvo a mirar a la niña con una ternura repentina. Mientras Andrés, que se había sentado en el suelo, intentaba desliar las banderitas, y Paco instalaba el aparato y Leonor buscaba cerillas para encender las velas, la cantinera pensaba que la vida, la buena vida, la que ella siempre había deseado sin darse cuenta de que en realidad la tenía, era todo lo que sucedía entre una desgracia y otra.
Hacía mucho rato que el capitán Constantino Martínez había acabado de comer, pero la bandeja, en la que una monda de naranja reposaba sobre los restos de un guiso de alubias, permanecía sobre la mesa de su despacho. El militar agrió el gesto y se llevó una mano al estómago,
– Esa maldita metralla acabará conmigo -farfulló-. No debí comerme la naranjados ácidos me destrozan cuando estoy alterado…;Y qué le pasa a Felisa? ¿Por qué no se llevan el servicio?
– Han ido todos a celebrar el cumpleaños de la niña -contestó Benito Buroy, sentado frente a él-. El Lluent y yo hemos tenido que entrar en la cocina a servirnos los platos.
El capitán gruñó removiéndose con tanta brusquedad en la butaca que ésta, más que un crujido, dejó escapar un lamento de tablas astilladas. No cedió, sin embargo, aquel mueble viejo y lleno de carcoma. Sólo se decantó ligeramente hacia un costado, como si se dispusiera a tomar una curva. El militar debía de tener una fe ilimitada en él, porque usó el trasero para enderezarlo con la misma brusquedad con que lo había descuajeringado. Luego, tras encenderse un cigarro, dirigió una mirada siniestra hacia el teléfono que colgaba de la pared.
– ¿Qué hacía usted con una pistola, Buroy? ¿Y cómo informo de esto? Dígame, ¿cómo explico que han matado a un héroe de la Luftwaffe? Si al menos hubiera sido él el que violó a la niña… Pero no, ¡si no había hecho nada, el pobre hombre!
El capitán, echándose hacia delante para vencer los ardores, dio una larga calada de su cigarro. Sin enderezarse, como si sólo encogido pudiera soportar el largo viaje de la metralla por sus cavidades interiores, contempló fijamente la brasa que humeaba a escasa distancia de su nariz.
– Después de esto ya nunca me destinarán a la Península -se lamentó-. Me pudriré en esta mierda de isla, si no me sacan antes los ingleses.
– Sería mejor que en Palma no supieran lo que ha sucedido -insinuó Benito Buroy.
– ¿Y cómo lo oculto, eh? ¡Ya me gustaría echar tierra por encima, ya me gustaría, pero no puedo! Mañana viene la barca a recoger al piloto. ¿Qué coño quiere que les diga?
Benito Buroy se encogió de hombros. Tenía razón el capitán. Al día siguiente llegaba la barca de abastecimiento y él tampoco había podido matar a Markus Vogel. Así que volvería a Mallorca y se pondría en manos del comisario.
– Maldita sea -gimió de nuevo el capitán Constantino Martínez.
En aquel momento, el soldado de guardia abrió la puerta para anunciar que el cantinero buscaba a Benito Buroy. Entró Paco increíblemente desgreñado, la camisa abierta hasta el ombligo y su mata de pelo torácico empapada de sudor. El hombre jadeaba, pero parecía contento. Daba la impresión de que sutilísimas descargas eléctricas le fueran provocando leves movimientos en los brazos y en las piernas. El capitán y Buroy se dieron cuenta de que a duras penas reprimía un caderazo conectado sin duda con alguna música interior.
– ¿Está usted… bailando? -preguntó el militar-. ¿O es que ha vuelto a pasarse con la bebida?
– Las dos cosas, mi capitán, pero con el permiso de mi muj er.
– ¿Y a qué viene aquí?
– Me envían para decirle a Buroy que la señora Leonor quiere hablar con él. Que si puede subir ahora, si no le es molestia y da usted su permiso.
El capitán Constantino Martínez, con los brazos cruzados sobre el vientre, pensó que vivía rodeado de cretinos. Mataban a un hombre en el muelle y al poco rato estaban todos de fiesta. Por si eso fuera poco no le invitaban, y reclamaban además la presencia del hombre que había arruinado su carrera militar. Decididamente, por él podían irse todos a la mierda.
Benito Buroy se había puesto en pie y le interrogaba con la. mirada. El capitán hizo un gesto con la cabeza con el que quiso dar a entender su asentimiento, pero también su desinterés por cualquier tipo de acto festivo y un ilimitado desprecio por todo el estamento civil. Demasiadas cosas para el alcance de su mímica. Buroy, que sólo le había visto cabecear, avanzó un paso y apoyó las yemas de los dedos sobre la mesa.
– ¿Puedo? -preguntó.
– ¡Ya he dicho que sí! ¡Vayase!
Salió Benito Buroy acompañado por el cantinero, y el capitán se quedó a solas en su despacho. Los dos hombres se encaminaron hacia la casa de Leonor Dot. Comenzaba a anochecer. La higuera, sacudida por una brisa intermitente, esparcía por e! aire el aroma de su plenitud. También el mar olía fuerte, a algas y a sal. La noche se anunciaba agridulce y embriagadora.
A medida que se acercaban a la casa se iba oyendo la música con mayor intensidad. A Paco se le escapaba la danza. No tardó en hacer remolinos con los pies, y en girar sobre las puntas alzando los codos. Tras cada explosión de ritmo recuperaba la compostura, se ponía al paso de Benito Buroy y lo miraba como si fueran cómplices de alguna diversión secreta. El pistolero caminaba con ganas de llegar de una vez.
Cuando entraron sonaba «La Parrala». Felisa García, desplomada en una silla, hinchaba los carrillos abanicándose con un papel. Andrés continuaba sentado en el suelo al lado del tocadiscos, atento a cambiar el disco cuando hiciera falta. Leonor Dot batía huevos para preparar una tortilla a Camila, y la niña, que no se había movido de la cama, sonreía con cierto agotamiento. Benito Buroy pensó que Paco no podría disfrutar mucho rato más del baile.
– ¡Andrés, quita eso! -gritó Felisa, leyéndole las ideas-. ¡Para ese trasto! ¡Ya está bien por hoy!
Benito Buroy saludó con la cabeza. El repentino silencio hizo que se sintiera más incómodo. De buen grado habría regresado sobre sus pasos, pero Leonor Dot le cogió de brazo y lo condujo hacia el porche. Felisa García se había levantado y, con una sartén en la mano, se disponía a cuajar la tortilla. Paco se había quedado plantado en medio de la habitación, sin saber qué hacer.