Elogio De La Madrastra
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Con la sabidur?a del meticuloso observador que es y gracias a la seductora ceremonia del bien contar, Vargas Llosa nos induce sin paliativos a dejarnos prender en la red sutil de perversidad que, poco a poco, va enredando y ensombreciendo las extraordinarias armon?a y felicidad que unen en la plena satisfacci?n de sus deseos a la sensual do?a Lucrecia, la madrastra, a don Rigoberto, el padre, solitario practicante de rituales higi?nicos y fantaseador amante de su amada esposa, y a inquietante Fonchito, el hijo, cuya angelical presencia y anhelante mirada parecen corromperlo todo. La reflexi?n m?ltiple sobre la felicidad, sus oscuras motivaciones y los parad?jicos entresijos del poder putrefactor de la inocencia, que subyace en cada una de sus p?ginas, sostiene una narraci?n que cumple con las exigencias del g?nero sin por ello deslucir la rica filigrana po?tica de la escritura.
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La tuve así un buen rato, gustándola con los ojos y regalándole a mi buen ministro ese espectáculo para dioses. Y mientras la contemplaba y pensaba en que Giges lo hacía también, esa maliciosa complicidad que nos unía súbitamente me inflamó de deseo. Sin decir palabra avancé sobre ella, la hice rodar sobre el lecho y la monté. Mientras la acariciaba, la cara barbada de Giges se me aparecía y la idea de que él nos estaba viendo me enfebrecía más, espolvoreando mi placer con un condimento agridulce y picante hasta entonces ignorado por mí. ¿Y ella? ¿Adivinaba algo? ¿Sabía algo? Porque creo que nunca la sentí tan briosa como esa vez, nunca tan ávida en la iniciativa y en la réplica, tan temeraria en el mordisco, el beso y el abrazo. Acaso presentía que, aquella noche, quienes gozábamos en esa habitación enrojecida por la candela y el deseo no éramos dos sino tres.
Cuando, al amanecer, Lucrecia ya dormida, me deslicé en puntas de pie fuera del lecho, para guiar a mi guardia y ministro hasta la salida del jardín, lo encontré temblando de frío y de pasmo.
– Usted tenía razón, Majestad -balbuceó, extasiado y trémulo-. Lo he visto y es tan extraordinario que no puedo creerlo. Lo he visto y aún me parece que sólo lo soñé.
– Olvídate de todo ello cuanto antes y para siempre, Giges -le ordené-. Te he concedido este privilegio en un arrebato extraño, sin haberlo meditado, por el aprecio que te tengo. Pero, cuidado con tu lengua. No me gustaría que esta historia se volviera habladuría de taberna y chisme de mercado. Podría arrepentirme de haberte traído aquí.
Me juró que nunca diría una palabra. Pero lo ha hecho. ¿Cómo, si no, correrían tantas voces sobre el suceso? Las versiones se contradicen, cada cual más disparatada y más falsa. Llegan hasta nosotros y, aunque al principio nos irritaban, ahora nos divierten. Es algo que ha pasado a formar parte de este pequeño reino meridional de aquel país que siglos más tarde llamarán Turquía. Igual que sus montañas resecas y sus súbditos rústicos, igual que sus tribus itinerantes, sus halcones y sus osos. Después de todo, no me desagrada la idea de que, una vez que haya corrido el tiempo, tragándose todo lo que ahora existe y me rodea, para las generaciones del futuro sólo perdure, sobre las aguas del naufragio de la historia de Lidia, redonda y solar, munificente como la primavera, la grupa de Lucrecia la reina, mi mujer.