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Siete D?as Para Una Eternidad

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Siete D?as Para Una Eternidad
Название: Siete D?as Para Una Eternidad
Автор: Levy Marc
Дата добавления: 16 январь 2020
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Siete D?as Para Una Eternidad - читать бесплатно онлайн , автор Levy Marc

Por primera vez, Dios y el diablo est?n de acuerdo. Cansados de sus eternas disputas y deseosos de determinar de una vez por todas qui?n de los dos debe reinar en el mundo, deciden entablar una ?ltima batalla. Las reglas son las siguientes: cada uno de ellos enviar? a la Tierra un emisario que contar? con siete d?as para decantar el destino de la humanidad hacia el Bien o el Mal. Dios y Lucifer establecen que el enfrentamiento se producir? en la ciudad de San Francisco y eligen a sus mediadores. Dios escoge a Zofia, una joven competente, con el encanto de un ?ngel. Lucifer se decide por Lucas, un hombre atractivo sin ning?n tipo de escr?pulos. La tarde de su primer d?a en la Tierra, los destinos de Zofia y Lucas se cruzan, pero para consternaci?n de Dios y el diablo, el encuentro, lejos de provocar un altercado, toma unos derroteros insospechados.

Marc Levy nos ofrece una irresistible comedia rom?ntica protagonizada por dos seres procedentes de mundos dispares que nunca deber?an haberse encontrado, pero irremediablemente predestinados a hacerlo.

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Manca se encogió de hombros, empuñó el walkie-talkie y se resignó a ordenar el cese general de las actividades. Al cabo de un instante sonaron cuatro toques de bocina e inmediatamente se paralizó la danza de grúas, elevadores, tractores y todo cuanto podía moverse en los muelles y a bordo de los cargueros. A lo lejos, en lo invisible, la sirena de niebla de un remolcador respondió al cese de la actividad.

– Si seguimos parando tantos días, este puerto acabará por cerrar.

– No depende de mí que llueva o haga sol, Manca. Yo me limito a evitar que sus hombres se maten. ¡Y no ponga esa cara, odio que estemos enfadados! Vamos, le invito a un café y unos huevos revueltos.

– Puede mirarme todo lo que quiera con sus ojos de ángel, pero se lo advierto, en cuanto la visibilidad llegue a diez metros, lo pongo todo en marcha otra vez.

– En cuanto pueda leer el nombre de los barcos en el casco. ¡Venga, vamos!

El Fisher's Deli, la mejor taberna del puerto, ya estaba abarrotada. Siempre que había niebla, los cargadores se reunían allí para compartir la esperanza de que el cielo se despejara y permitiera no perder el día. Los más veteranos estaban sentados al fondo de la sala. De pie, en la barra, los jóvenes se mordían las uñas mientras trataban de distinguir por las ventanas la proa de un barco o la pluma de una grúa, primeros indicios de una mejoría del tiempo. Tras las conversaciones de compromiso, todos se ponían a rezar con un nudo en el estómago y el corazón en un puño. Para esos obreros polivalentes, que trabajaban tanto de día como de noche sin quejarse jamás del óxido y de la sal que se les calaban hasta en las articulaciones, para esos hombres que ya no sentían las manos, cubiertas de gruesos callos, era terrible volver a casa con sólo el puñado de dólares de la garantía sindical en el bolsillo.

En el bar había un estruendo de cubiertos que entrechocaban, de vapor que salía silbando de la cafetera, de cubitos extraídos de las bandejas… Los cargadores, sentados en grupos de seis en los bancos de escay, intercambiaban pocas palabras por encima del estrépito.

Mathilde, la camarera de figura frágil, con un corte de pelo estilo Audrey Hepburn y una blusa de vichy, llevaba una bandeja tan cargada que las botellas parecían mantenerse en equilibrio por arte de magia. Con el bloc de pedidos en el bolsillo del delantal, iba y venía de la cocina a la barra, del bar a las mesas, de la sala a la ventanilla del friegaplatos. Para ella, los días de bruma espesa eran agotadores, pero dada su soledad cotidiana, los prefería a los tranquilos. Con sus generosas sonrisas, sus miradas de reojo y sus réplicas mordaces, siempre acababa por levantar un poco la moral a los hombres. La puerta se abrió, ella volvió la cabeza y sonrió; conocía perfectamente a la chica que estaba entrando.

– ¡Zofia, mesa cinco! Date prisa, casi he tenido que subirme encima para guardártela. Enseguida os traigo café.

Zofia se sentó en compañía del capataz, que continuaba refunfuñando.

– Llevo cinco años diciendo que instalen un alumbrado de tungsteno. Con eso ganaríamos por lo menos veinte días de trabajo al año. Además, esas normas son una idiotez. Mis muchachos pueden currar perfectamente con una visibilidad de cinco metros, son todos profesionales.

– ¡Por favor, Manca, los aprendices representan el treinta y siete por ciento de sus efectivos!

– ¡Los aprendices están aquí para aprender! ¡Nuestro oficio se transmite de padres a hijos, y aquí nadie juega con la vida de los demás! ¡El carné de cargador se gana a pulso, y sirve igual haga buen o mal tiempo!

El rostro de Manca se dulcificó cuando Mathilde los interrumpió para servirles, orgullosa de la rapidez que había llegado a alcanzar.

– Huevos revueltos con beicon para usted, Manca. Tú, Zofia, supongo que no quieres comer nada, como de costumbre. De todas formas, te traeré un café con leche, aunque tampoco te lo tomarás… En fin, el pan, el ketchup, aquí lo tenéis todo.

Manca, con la boca ya llena, le dio las gracias. Mathilde le preguntó a Zofia, con voz vacilante, si esa noche tenía algún compromiso. Zofia le respondió que pasaría a buscarla cuando terminara de trabajar. La camarera, aliviada, desapareció en el tumulto del local, cada vez más lleno. Desde el fondo de la sala, un hombre bastante corpulento se dirigió hacia la salida. Al llegar a la altura de su mesa, se detuvo para saludar al capataz. Manca se limpió la boca y se levantó para hablar con él.

– ¿Qué haces por aquí?

– Lo mismo que tú. He venido a comer los mejores huevos revueltos de la ciudad.

– ¿Conoces a nuestra oficial de segundad, la teniente Zofia…?

– No tenemos el placer de conocernos -lo interrumpió Zofia, levantándose.

– Entonces, le presento a mi viejo amigo el inspector George Pilguez, de la policía de San Francisco.

La joven le tendió la mano al detective, que estaba mirándola, sorprendido, cuando el busca que Zofia llevaba sujeto al cinturón comenzó a sonar.

– Me parece que la llaman -dijo Pilguez.

Zofia examinó el aparatito que llevaba en el cinturón. El piloto luminoso no paraba de parpadear sobre el número siete. Pilguez la observó sonriendo.

– ¿Los suyos llegan hasta el siete? Entonces es que su trabajo debe de ser muy importante. Los nuestros no pasan del cuatro.

– Es la primera vez que se enciende ese piloto -contestó ella, desconcertada-. Discúlpenme, pero tengo que dejarlos.

Se despidió de los dos hombres, le hizo una seña a Mathilde, que no la vio, y se abrió camino hacia la puerta a través de la multitud.

Desde la mesa donde el inspector Pilguez había ocupado su lugar, el capataz gritó:

– ¡No conduzca demasiado deprisa! ¡Ningún vehículo está autorizado a circular con una visibilidad de menos de diez metros!

Pero Zofia no lo oyó. Mientras iba corriendo hacia su coche, se subió el cuello de la cazadora de piel. Nada más cerrar la portezuela, hizo girar la llave de contacto y el motor arrancó de inmediato. El Ford oficial empezó a recorrer los muelles con la sirena en marcha. A Zofia no parecía molestarle la opacidad de la niebla, cada vez más intensa. Circulaba por aquel decorado espectral deslizándose entre las patas de las grúas, sorteando alegremente los contenedores y las máquinas paradas. Le bastaron unos minutos para llegar a la entrada de la zona de actividad mercantil. En el puesto de control disminuyó la velocidad a pesar de que, con el tiempo que hacía, seguramente había vía libre. La barrera de rayas rojas y blancas estaba levantada. El vigilante del muelle 80 salió de la garita, pero le resultó imposible ver nada. Uno no veía ni su propia mano. Zofia subía por la calle Tercera bordeando la zona portuaria. Después de atravesar todo el barrio chino, la calle doblaba por fin hacia el centro de la ciudad. Zofia conducía, imperturbable, por las calles desiertas. El busca sonó de nuevo.

– ¡Hago lo que puedo! -protestó en voz alta-. ¡No tengo alas y además hay limitación de velocidad!

Apenas había terminado de pronunciar la frase cuando un enorme rayo difundió un halo de luz fulgurante en la bruma. Siguió un trueno de una violencia increíble, que hizo temblar los cristales de todas las casas. Zofia abrió los ojos como platos, sobresaltada, y apretó un poco más el acelerador. La aguja se movió ligeramente hacia la derecha. Aminoró la marcha para atravesar la calle Market (ya no se distinguía el color de los semáforos) y se adentró en Kearny. Ocho manzanas separaban aún a Zofia de su destino, nueve si se resignaba a respetar el sentido de circulación de las calles, cosa que sin duda alguna haría.

Una lluvia torrencial desgarraba el silencio en las oscuras calles, gruesas gotas se estrellaban contra los cristales haciendo un ruido ensordecedor, los limpiaparabrisas resultaban inútiles para apartar el agua. A lo lejos, tan sólo la punta del último piso de la majestuosa torre piramidal del Transamerica Building asomaba por encima de la densa nube negra que cubría la ciudad.

Arrellanado en su asiento de primera clase, Lucas disfrutaba contemplando por el ojo de buey aquel espectáculo diabólico pero de una belleza divina. El Boeing 767 daba vueltas sobre la bahía de San Francisco, a la espera de una hipotética autorización para aterrizar. Lucas, impaciente, tamborileó con los dedos sobre el busca que llevaba colgado del cinturón. El piloto número siete no cesaba de parpadear. La azafata se acercó a él para decirle que lo apagara y pusiera el respaldo en posición vertical, porque el aparato estaba realizando la maniobra de aproximación.

– ¡Pues déjense de aproximaciones y tomen tierra de una puta vez! ¡Tengo prisa!

La voz del comandante sonó a través de los altavoces: las condiciones meteorológicas en tierra eran relativamente difíciles, pero la escasa cantidad de queroseno que quedaba en los depósitos los obligaba a aterrizar. Pidió a la tripulación que se sentara y le indicó a la jefa de cabina que se dirigiera al puesto de pilotaje. A continuación colgó el micro. La expresión forzada de la azafata de primera clase merecía un Oscar: ninguna actriz del mundo habría sabido desplegar la sonrisa Charlie Brown que ella plantificó en la comisura de sus labios. La anciana que estaba sentada al lado de Lucas, y que ya no era capaz de controlar su miedo, lo agarró de la muñeca. A Lucas le divirtió la humedad de su mano y el ligero temblor que la agitaba. Una serie de sacudidas, a cual más violenta, zarandeó la carlinga. El metal parecía sufrir tanto como los pasajeros. A través del ojo de buey, se podían ver oscilar las alas del aparato, al máximo de la amplitud prevista por los ingenieros de Boeing.

– ¿Por qué han llamado a la jefa de cabina? -preguntó la anciana, al borde del llanto.

– Para que se tome un trago con el comandante -contestó Lucas, radiante-. ¿Asustada?

– Más que eso, diría yo. ¡Voy a rezar por nuestra salvación!

– ¡Ni se le ocurra! Es usted afortunada, así que conserve esa angustia. ¡Es buenísima para su salud! La adrenalina lo limpia todo. Es el desatascador líquido del circuito sanguíneo, y además hace trabajar al corazón. ¡En estos momentos está ganando dos años de vida! Veinticuatro meses de abono gratis no son como para despreciarlos, aunque, por la cara que pone, los programas no deben de ser nada del otro mundo.

La pasajera tenía la boca demasiado seca para contestar y se enjugó unas gotas de sudor de la frente con el dorso de la mano. Se le había acelerado el corazón, le costaba respirar y una multitud de estrellitas le nublaba la vista. Lucas, divertido, le dio unas palmadas amistosas en la rodilla.

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