Beatriz y los cuerpos celestes

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Beatriz y los cuerpos celestes
Название: Beatriz y los cuerpos celestes
Автор: Etxebarria Lucia
Дата добавления: 16 январь 2020
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Beatriz y los cuerpos celestes - читать бесплатно онлайн , автор Etxebarria Lucia

Premio Nadal 1998

Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, M?nica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene g?nero. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela ?nicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.

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Lo hicimos tres veces seguidas. Y lo hubiéramos hecho más si yo no hubiese mirado el reloj y caído en la cuenta de que Cat debía de estar a punto de llegar a casa.

Me despedí dejándole en los labios un beso apresurado, de mariposa arrepentida, que le di de puntillas en la puerta de su casa. No quise decirle que había sido mi primera vez. Él no reparó en ello. No hubo dolor ni sangre para que él los advirtiera. De jovencita me habían prevenido tanto contra este momento que yo imaginé durante mucho tiempo que tras el primer encuentro amoroso una debía guardar cama durante semanas para curar su herida, y me veía a mí misma en el hospital, con un ramo de rosas rojas, muy rojas, reposando en la mesilla de noche. Pero las monjas y mi madre me habían mentido: hay virginidades cuya pérdida no se hace notar. Y si él advirtió algo, nada dijo. De todas formas, yo no era virgen. Sólo técnicamente se me podía considerar así.

A la mañana siguiente me levanté con su perfume en mi piel. Me pasé el día obsesionada, olisqueándome la piel con curiosidad canina, intentado mantenerlo vivo, captarlo para siempre en el olfato, enterrarlo en la pituitaria, porque sabía que al cabo de un rato su olor abandonaría mi piel y después sería imposible recordarlo de manera exacta. Sabría que olía a cedro y a naranjo, y eso sería todo, ya no sentiría aquel cosquilleo familiar en la nariz. De ese modo, a pesar de sentirme agotada aquella mañana, me conservaba de un excelente humor, inusitado en mí, el humor que Ralph me transmitió, el humor que se me pegó de su piel junto con su perfume, y cruzaba los pasillos de mi casa, o debería decir, de la casa de Cat, casi de puntillas, como si en realidad anduviera por encima del suelo, de lo feliz que me sentía. No sabía cuánto duraría, cuánto tardaría en evaporarse, cómo lo recordaría al cabo de una semana, pero en aquel momento la sensación era tan viva que sólo con cerrar los ojos volvía a ver a Ralph, como una fotografía.

Cat me había dicho que ella sabía si una mujer había estado con un hombre porque una mujer a la que un hombre había penetrado se ensanchaba. Aproveché que la rutina de nuestra convivencia había distanciado bastante nuestros encuentros para esperar unos días hasta estar con ella. Me sentí mentirosa, pese a que no mentía; sólo ocultaba la verdad, que no es lo mismo. No quería perderla. Puede que me acostara con otro, que echase en falta muchas cosas, pero no quería perderla.

La conexión con Ralph fue algo inesperado. Había cerrado la puerta de mi casa, pero supongo que, deseando algo sin saberlo, me olvidé de cerrar las ventanas, y ellas esperaban, sin fe, que Ralph entrara.

En el hotel me despertó la insidiosa luz de la mañana que, filtrándose por la rendija que separaba las cortinas, se difundía por la habitación. Emergí lentamente de un sueño que no recordaba, pero que había dejado una vaga huella en mi memoria. Algo así como si acabara de atravesar un corredor de dolor, largo, estrecho y ciego, sin puertas ni ventanas, un recorrido que me había dejado la cabeza pesada, embotada de sueños destruidos, de trozos de recuerdos estrellados. A mi lado, Mónica dormía plácidamente. La abracé intentando concentrarme en su respiración rítmica y regular y aspiré su olor, una mezcla de sudor, feromonas y perfume caro, de una dulzura densa y penetrante, que había aprendido a reconocer como familiar. Mónica suspiró en sueños y se desasió ligeramente de mi abrazo. De pronto sentí el peso de un brazo tibio que se desplomaba sobre mí como un tronco caído. Era Coco. Su mano fue bajando y se detuvo en mi pecho. Comenzó a acariciarme uno de los pezones. Me desasí e intenté incorporarme. Visto y no visto, él colocó sus manazas sobre cada uno de mis hombros y me empujó hacia atrás, contra la almohada. Su cara descendió oscuramente sobre la mía, sentí su aliento agrio como una bofetada y unas gotas de saliva me golpearon los labios. Comencé a debatirme y a morder. Se abalanzó sobre mí y me inmovilizó con las piernas. No creí que fuese en serio y, en voz baja, para no despertar a Mónica, le dije que parara, que no me apetecía, que no le veía la gracia al jueguecito. Noté su verga hinchada frotándoseme contra la ingle. Entonces fue cuando me puse a gritar.

– ¿SE PUEDE SABER QUÉ COÑO HACES?

Instantáneas que se suceden a toda velocidad, como en un vídeo que se rebobina: Mónica se despierta, se despereza, se frota los ojos con los nudillos. El aliento rancio de Coco, y la visión se oscurece. Pataleo, le golpeo con los puños. Quiero que Mónica reaccione, que me ayude, y los segundos se eternizan. Su cuerpo sobre el mío. Fundido en negro. Luego Coco retrocede, se aparta y se tumba a mi lado.

– Joder, Bea; eres una histérica.

– Y tú un macarra.

– Y tú una pija, no te jode.

No dijimos más. Un silencio tenso sucedió a toda aquella algarabía. Coco se incorporó y se dirigió a la nevera. Sacó una botellita de güisqui, desenroscó el tapón y se la bebió prácticamente de un trago.

– Di que sí, Coco; tú bebe más todavía, que es lo que te hace falta -dijo Mónica-. A ver si se te ocurren unas cuantas tonterías más.

– Métete en tus asuntos, si no te importa -respondió Coco.

– No, si lo que es por mí… como si te la machacas -replicó tranquilamente Mónica-. Pero, como comprenderás, no es que me entusiasme precisamente que me despierten a gritos en mitad de la noche.

– La histérica de tu amiga… -dijo él.

– Yo no soy ninguna histérica -interrumpí.

– No, sólo una reprimida -apostilló Coco.

– ¿QUERÉIS CALLAROS DE UNA PUTA VEZ, JODER? -cortó Mónica.

La obedecimos. Coco sacó otra botellita y se la bebió. Yo me acurruqué en el regazo de Mónica pensando que me iba a resultar imposible volver a conciliar el sueño, y sin embargo me quedé dormida casi inmediatamente.

Dormí mucho, mucho, mucho. Me desperté con la cabeza espesa como la melaza. La boca parecía hecha de arena, y la afilada claridad del mediodía, un reproche luminoso que me traspasara las retinas. Tenía una resaca seria. Me encaminé al baño zigzagueando a pasos vacilantes, tropezando con los muebles.

En el baño me encontré a Coco que, sentado en el bidé, apoyaba la cabeza entre las manos. Ni siquiera le saludé y me dirigí directamente al lavabo a beber agua. Después de examinar mi cara en el espejo, pálida y ojerosa, me la lavé con agua fría intentando desentumecerme las facciones y borrar la expresión amodorrada. Entonces reparé en que Coco había permanecido inmóvil todo el tiempo y me asaltó un mal presentimiento. Le llamé por su nombre en voz alta. No contestó. Le zarandeé y su cuerpo se desmoronó sobre las baldosas de mármol como un castillo de arena.

Estaba rodeada de Beas atónitas, reflejadas por todo el cuarto de baño, y por un momento albergué la esperanza de que aquello fuera una pesadilla. Me pareció que aquellas resplandecientes paredes, bajo mis pies, sobre mi cabeza y a los cuatro lados, se cerraban como una cámara de tortura y amenazaban con comprimirme hasta estrujarme viva.

Regresé a la cama y desperté a Mónica. Se me quedó mirando con ojos opacos, no parecía entender lo que le estaba diciendo. Luego se incorporó de un salto y se dirigió al cuarto de baño. Coco seguía donde yo lo había dejado, aplastado sobre el suelo blanco. Mónica se agachó, le llamó por su nombre, le sacudió. Pero él no reaccionaba.

– ¿Qué le pasa? -pregunté, como si Mónica fuera doctora.

– No tengo ni puta idea -dijo ella-. Puede que sea el golpe en la cabeza o puede ser una reacción a todo lo que se metió ayer. O un coma etílico… Yo qué sé. Pero parece serio. No reacciona. Ni siquiera estoy segura de si respira o no. Vamos a tener que llamar a una ambulancia.

Me dirigí al teléfono. La voz de Mónica me interrumpió antes de que descolgara el auricular.

– Desde aquí, no -me dijo Mónica-. Desde la calle. Y recoge tus cosas. Asegúrate de que no te dejas nada.

– ¿Quieres decir que pretendes dejarle aquí solo?

– Tal y como está no se va a enterar de si estamos o no -me respondió ella, tajante. Se estaba poniendo los pantalones.

– No me lo puedo creer. Eres tú la que te lo follabas. No digo que tengas que amarlo locamente, pero se supone que implica cierta responsabilidad.

– Bea, si le pasa algo grave, si la palma de camino al hospital, o si la ha palmado ya, nos vamos a meter en el lío del siglo, no sé si te das cuenta. ¿Qué hacíamos las dos en la cama de un hotel con un tío que debe de llevar una bomba química en el cuerpo? Llamaremos a la ambulancia y ya se encargarán de él.

– No me creo lo que estoy oyendo; no me lo puedo creer… -musité.

– Te recuerdo que hace un rato casi te viola en esta misma cama -me cortó ella.

– Y yo te recuerdo que no ha parecido importarte gran cosa. Flipo contigo: no te preocupas de nadie excepto de ti misma. Seguro que si me diera un pasón a mí me dejarías tirada como a Coco.

– Te equivocas -dijo ella-, tú serías la única persona a la que nunca dejaría tirada.

Se puso la camiseta y las zapatillas, recogió su bolso con tranquilidad y caminó hacia la puerta. Al tornar el picaporte se dio la vuelta.

– Haz lo que quieras. Yo me bajo a llamar por teléfono. Calculo que la ambulancia tardará de cinco a diez minutos. Tú puedes quedarte aquí haciendo de hermanita de la caridad si tanto te apetece. Si me necesitas, sabes dónde encontrarme: me voy a casa de Javier.

Y abandonó la habitación pegando un portazo.

Cuando Mónica se fue regresé al cuarto de baño. Albergaba la esperanza de encontrarme a Coco de pie, o sentado, de que todo hubiese sido un malentendido o una broma pesada, o un mal sueño. Pero Coco seguía allí, exactamente donde lo había dejado. Me senté a su lado y hablé con él, le expliqué que era consciente de que probablemente no podría oírme, pero que, como había visto en la tele que algunos pacientes en coma escuchaban lo que sucedía a su alrededor, no perdía la esperanza de que me entendiera; le dije que la ambulancia estaba en camino y que, con suerte, en el hospital le pondrían una inyección de buprenorfina y que volvería a estar como unas pascuas en tres días, y luego, mientras le explicaba todo esto en voz alta, caí en la cuenta de que no tenía por qué ser tan amable, que Mónica tenía razón, al fin y al cabo aquel hijoputa había intentado forzarme, por no decir que me había apartado de la que había sido mi mejor amiga, mi única amiga, pero el caso es que, a pesar de todo, le tenía cierto cariño a Coco, me había conmovido que me regalase la navaja, y que me alabase, que me tratase como a una adulta, me caía bien a su manera, y en aquel preciso momento reparé en que siempre acababa por justificar a aquellos a los que odiaba.

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