Yo el Supremo
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Yo el Supremo Dictador de la Rep?blica: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cad?ver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres d?as en la Plaza de la Rep?blica donde se convocar? al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrir?n pena de horca. Sus cad?veres ser?n enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripci?n garabateada sorprende una ma?ana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados s?bditos del patriarca. As? arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es s?lo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino tambi?n un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contempor?neos: la dictadura. El d?spota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo met?fora de la biograf?a de Am?rica Latina.
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La transmisión con el ex tamborero se interrumpe. El latón no es buen conductor. Tú eres viejo. Yo soy Viejo. Los Viejos fueron. Los Viejos son. Los sones no son. Los Viejos serán. No en los espacios ni en el tiempo que conocemos sino en el tiempo, en los espacios desconocidos que circulan entre los conocidos. Sus manos
están sobre las gargantas de los vivos. Mas no los ven. No pueden verlos. No pueden verlos aún. (Letra desconocida): Tú sólo puedes espiarlos a oscuras… (roto, quemado)… esperan pacientes porque reinarán de nuevo aquí. Son Viejos porque son sabios. No debes preguntar, te dice la Voz-de -An-tes. No debes preguntar porque no hay respuesta. No busques el fondo de las cosas. No encontrarás la verdad que traicionaste. Te has perdido tú mismo luego de haber hecho fracasar la misma Revolución que quisiste hacer. No intentes purgarte el alma de mentiras. Inútil tanto palabrerío. Muchas otras cosas en las que no has pensado se irán en humo. Tu poder nada puede sobre ellas. Tú no eres tú sino los otros… (falta el folio siguiente).
(Circular perpetua)
Una balandra cargada de tercios de yerba, de las tantas que se estaban pudriendo al sol de (desde) la Revolución, fue autorizada partir. La condición era llevar al expulso Pedro de Somellera. Embarcóse con toda su familia, sus muebles europeos, 1 enormes baúles. Jaulones colmados de centenares de monos, animales de toda especie, aves y bichos raros. Otros más, algunos cabecilla.s porteños que no habían cesado de conspirar para atraer una nueva intervención de Buenos Aires contra el Paraguay, también fueron metidos con barras de grillos entre los quintales de yerbas y las jaulas. Lo mismo el cordobés Gregorio de la Cerda.
La balandra partió semihundida a socolladas. Zoológico, jardín de plantas, sobornal de animales. En las barrancas del puerto se apiñaba una multitud de damas patricias y de mezclilla. Habían acudido a despedir al omni compadre llevando la tracalada de ahijados. Capelinas, sombrillas de todos colores se agitaban en la ribera. Al soltar amarras la balandra, soltaron el llanto las comadres. Escenas de desesperación. Rasgáronse las túnicas de seda, levantábanse las polleras para secarse los mocos y las lágrimas, rivalizando con las monas y guacamayas viajeras en lamentaciones y chillidos.
A la Cerda lo expulsé un tiempo después, cuando retorné por segunda vez a la Junta. Para el caso da lo mismo que lo enviemos ahora provisoriamente en la balandra junto con Somellera y sus demás socios anexionistas.
No cesaron por ello los trabajos clandestinos para recuperar el poder mediante una contrarrevolución. En la mañana del 29 de septiembre de 1811 una compañía del cuartel al mando del teniente Mariano Manada salió arrastrando dos cañones, tocando cajas y alborotando las calles a los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva nuestro gobernador Velazco! ¡Mueran los traidores revolucionarios! Era la trampa fraguada por los idiotas de la Junta. Simulacro de un motín restaurador. Muchos españoles picaron el cebo; algunos mordieron el anzuelo. En ese momento salieron del cuartel los efectivos de reserva, y apresaron a los alborotadores.
Por la estúpida manera en que fue ideada y ejecutada la tramoya de la insurrección, quedó la asonada en nada. Avisado de urgencia dejé la chacra y bajé a la ciudad. En la plaza comenzaba la representación. Llegué cuando fusilaban y colgaban de la horca a un criado de Velazco, Díaz de Bivar, y a un pulpero catalán de apellido Martiní Lexía. ¡Bajen esos cadáveres y basta de sangre!, grité a trueno pelado. La soldadesca, excitada ya por el husmo a sangre, amainó. En medio de la plaza, erguido en mi caballo empapado de sudor, mi presencia impuso respeto. 1 Cesó en el acto la inepta farsa, cuya maquinación ciertos folicularios se avanzaron después a querer atribuírmela. Yo la hubiera hecho en grande. La hice en grande después. No esa ridicula mojiganga de un ejército entero lanzado para asesinar a un pulpero y a un caballerizo del ex gobernador.
Descolgaron a los ahorcados ante el horror general. De pronto la turbamulta de españoles, armados de palos y viejos arcabuces, reventó en una nueva batahola, esta vez de entusiasmo. Exaltada alegría. Todos se deshacían en alabarme y reconocerme como a su libertador. Las mujeres y ancianos lloraban, me bendecían. Algunos de ellos se arrodillaron y quisieron besarme las botas. ¡Bonito triunfo de los a-céfalos de la Junta! ¡Montar esa grotesca martingala en la que yo aparecía como salvador y aliado de los españoles! ¿No era esto lo que desde un principio persiguieron?
La parodia de la Restauración favoreció finalmente a la causa de la Revolución, ocultándola en sus comienzos en una nube de humo. Por el momento convenía que Yo, su director y jefe civil, apareciera como el arbitro de la conciliación frente a las fuerzas en pugna para la institucionalización del país. He de hacerlo, proclamé, sobre la base de coincidencias mínimas, de modo tal que ninguno de los partidos o facciones pierdan su identidad e individúalidad. (Al margen: esto sí era una media verdad; en cuanto a "coincidencias mínimas», no había ninguna; la entera verdad habría sido decir «connivencias mínimas».) Yo las iba a usar sobre el tablero de acuerdo con la estrategia pausada e inflexible que me había impuesto. El azar comenzaba a colaborar conmigo. Ya había sacado de en medio al alfil de Somellera, al caballo de la Cerda y a otros peones porteños, que de paso habían dejado peladas las arcas del Estado. Ya no me detendría hasta el jaquemate con o sin bombilla. Claro, ustedes no conocen el regio juego del ajedrez, pero conocen a la perfección el plebeyo juego del truco. Hagan de cuenta que dije: Hasta no tener en la mano el As de Espadas y hacer saltar la banca.
La mayor parte de los españoles ricos fueron a parar con sus huesos en la cárcel. Hombre de orden, no era Yo el que había dado esta orden de desorden. El rescate de los prisioneros debía contribuir al menos con una buena suma de doblones para el fisco; amén de otras confiscaciones, expropiaciones y multas que las circunstancias lo exigieran en justa restitución.
Mientras los frailes increpaban a los oficiales de la Junta y del cuartel, según reconoció el plumífero Pedro Peña en sus apuntes al otro felón-escriba Molas, a mí me colmaban de bendiciones. Yo era el magnánimo Doctor que los frailes habían alumbrado y ama mantado en la Pía Universidad de Córdoba.
En la ciudad primero, luego en toda la provincia, se comentaba públicamente que Yo me había opuesto al designio de los miembros de la Junta de que los presos tomados en rehenes fueran fusilados en masa, inclusive el obispo y el ex gobernador. Las fa milias de los prisioneros acudían a mí en demanda de justicia y protección. 1
Se fueron Sometiera y Cerda. Vinieron Belgrano y Echevarría. Vinieron viniendo de a poco. No ya como invasores sino en misión de paz. Esta misión estaba bien calculada, relata el Tácito porteño, para tratar con un pueblo inocente y suspicaz como el paraguayo, tan propenso a la desconfianza como fácil de alucinar. Belgrano representaba en ella el candor, la buena fe, la altura de carácter. Vicente Anastasio Echevarría la habilidad, el conocimiento de los hombres y las cosas, la verba fluida y convincente. Yo no vi en este mequetrefe más que una lengua varicosa, viperina; no oí en él más que el barullo de sus estrafalarias ideas asomando a sus ojos de reptil. Belgrano sí era mucho mejor que la descripción del Tácito Brigadier. Alma transparente la de este hombre ignorante de la maldad, asomando a sus claras pupilas. Hombre de paz condenado a ser distinto de lo que él era en la profundidad de su ser.
Los dos emisarios no sólo no se completaban ni complementaban, según afirma el Bigardiero, sino que se estorbaban y anula-ban. La situación de su país les imponía un supuesto restablecimiento de la concordia con el nuestro, manzana de la discordia del extinto virreinato. No era paz y leal entendimiento, sin embargo, lo que seguían persiguiendo los gobiernos de Buenos Aires. La verdad era que los pobres porteños estaban pasándola muy mal. Un gobierno sucedía a otro gobierno en el remolino de la anarquía. El de la mañana no sabía si iba a durar hasta la noche. En las dudas tenían sus maletas a la puerta. En el exterior no lo estaban pasando mejor. Tras el desastre de Huaqui, los maturrangos se habían vuelto a apoderar del Alto Perú. Los portugueses-brasileros ocupaban militarmente la Banda Oriental. La escuadra realista dominaba los ríos. Buenos Aires disfrutó, antes que Asunción, las delicias del bloqueo y del aislamiento.
En este momento no me acuerdo si fue al babia de Rivadavia o al cara de piedra de Saavedra a quien se le ocurrió enviar al general Belgrano y al rábula Echevarría con instrucciones de insistir en la sujeción del Paraguay a Buenos Aires. Si esto no era posible, lograr al menos la unión de ambos gobiernos por un sistema de alianza. ¡Siempre la «unión» bajo cualquier pretexto! ¡A cualquier precio la anexión! La Revolución en el Paraguay no había nacido para zurcidos ni remiendos. Yo era el que cortaba el flamante paño a su medida.
Belgrano y Echevarría tuvieron que sufrir en el purgatorio de Corrientes un largo plantón. Antes de su visita, la Junta había enviado al gobierno de turno de Buenos Aires, el 20 de julio de 1811, una nota que expresaba con firmeza los fines y objetivos de nuestra Revolución. Yo dije que ningún porteño pondría más los pies en el Paraguay antes de que Buenos Aires conociera plena y expresamente su independencia y soberanía. Fines de agosto. La respuesta remoloneaba adrede. Adrede prolongué el plantón de los emisarios en el Puerta del Sud. Repetí a los de Buenos Aires la par titura de la nota: Abolida la dominación colonial, les cantaba el tenor, la representación del poder supremo vuelve a la Nación en su plenitud. Cada pueblo por sí mismo libremente. De ello se infiere que, reasumiendo los pueblos sus derechos primitivos, se hallan todos en igualdad de condiciones y corresponde a cada uno velar por su propia conservación. Hueso duro de tragar para los orgullosos porteños. Había otros alfilerazos en la nota: Se engañaría cualquiera que llegase a imaginar que la intención del Paraguay o entregarse al arbitrio ajeno y hacer dependiente su suerte de otra voluntad. En tal caso nada más le habría adelantado ni reportado otro fruto su sacrificio que el cambiar unas cadenas por otras y mudar de amo. Por el mismo hecho de que el Paraguay reconoce su derecho, no pretende perjudicar ni aun levemente los de ningún pueblo, y tampoco se niega a todo lo que es regular y justo. Su voluntad decidida es unirse con esa ciudad y demás confederadas. no sólo para conservar una recíproca amistad, buena armonía, libre comercio y correspondencia, sino también para fundar una so ciedad basada en principios de justicia, de equidad y de igualdad. como una verdadera Confederación de Estados autónomos y so beranos.