El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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A pesar de aquel embrollo de indicios, Florentino Ariza se apresuró a descartar la posibilidad de que la mayor de las tres fuera la autora del asalto, y en seguida absolvió también a la menor, que era la más bella y atrevida. Lo hizo sin razones válidas, sólo porque la vigilancia ansiosa de las tres lo había inducido a dar por cierto su deseo entrañable de que la amante instantánea fuera la madre del niño enjaulado. Tanto lo sedujo esa suposición, que empezó a pensar en ella con más intensidad que en Fermina Daza, sin importarle la evidencia de que aquella madre reciente sólo vivía para el niño. No tenía más de veinticinco años, y era esbelta y dorada, con unos párpados portugueses que la hacían más distante, y a cualquier hombre le hubiera bastado con sólo las migajas de la ternura que ella le prodigaba al hijo. Desde el desayuno hasta la hora de acostarse se ocupaba de él en el salón, mientras las otras jugaban damas chinas, y cuando lograba dormirlo colgaba del techo la jaula de mimbre en el lado más fresco del barandal. Pero ni aun cuando estaba dormido se desentendía de él, sino que mecía la jaula cantando entre dientes canciones de novia, mientras sus pensamientos volaban por encima de las penurias del viaje. Florentino Ariza se aferró a la ilusión de que tarde o temprano sería delatada aunque fuera por un gesto. Vigilaba hasta los cambios de su respiración en el ritmo del relicario que llevaba colgado sobre la blusa de batista, mirándola sin disimulos por encima del libro que fingía leer, e incurrió en la impertinencia calculada de cambiar de sitio en el comedor para quedar frente a ella. Pero no consiguió ni un indicio ínfimo de que fuera en realidad la depositaria de la otra mitad de su secreto. Lo único que le quedó de ella, porque su compañera menor la llamó, fue el nombre sin apellido: Rosalba.
Al octavo día el buque navegó a duras penas por un estrecho turbulento encajonado entre cantiles de mármol, y después del almuerzo amarró en Puerto Nare. Allí debían quedarse los pasajeros que seguirían el viaje hacia el interior de la provincia de Antioquia, una de las más afectadas por la nueva guerra civil. El puerto estaba formado por media docena de chozas de palma y una bodega de madera con techo de cinc, y estaba protegido por varias patrullas de soldados descalzos y mal armados, porque se tenían noticias de un plan de los insurrectos para saquear los buques. Detrás de las casas se alzaba hasta el cielo un promontorio de montañas agrestes con una cornisa de herradura tallada a la orilla del precipicio. Nadie durmió tranquilo a bordo, pero el ataque no se produjo durante la noche, y el puerto amaneció transformado en una feria dominical, con indios que vendían amuletos de tagua y bebedizos de amor, en medio de las recuas preparadas para emprender el ascenso de seis días hasta las selvas de orquídeas de la cordillera central.
Florentino Ariza se había entretenido viendo el descargue del buque a lomo de negro, había visto bajar los guacales de loza china, los pianos de cola para las solteras de Envigado, y sólo advirtió demasiado tarde que entre los pasajeros que se quedaban estaba el grupo de Rosalba. Las vio cuando ya iban montadas de medio lado, con botas de amazonas y sombrillas de colores ecuatoriales, y entonces dio el paso que no se había atrevido a dar en los días anteriores: le hizo a Rosalba un adiós con la mano, y las tres le contestaron del mismo modo, con una familiaridad que le dolió en las entrañas por su audacia tardía. Las vio dar la vuelta por detrás de la bodega, seguidas por las mulas cargadas con los baúles, las cajas de sombreros y la jaula del niño, y poco después las vio trepando como una fila de hormiguitas arrieras al borde del abismo, y desaparecieron de su vida. Entonces se sintió solo en el mundo, y el recuerdo de Fermina Daza, que había permanecido al acecho en los últimos días, le asestó el zarpazo mortal.
Sabía que iba a casarse el sábado siguiente, en una boda de estruendo, y el ser que más la amaba y había de amarla hasta siempre no tendría ni siquiera el derecho de morirse por ella. Los celos, hasta entonces ahogados en llanto, se hicieron dueños de su alma. Rogaba a Dios que la centella de la justicia divina fulminara a Fermina Daza cuando se dispusiera a jurar amor y obediencia a un hombre que sólo la quería para esposa como un adorno social, y se extasiaba en la visión de la novia, suya o de nadie, tendida bocarriba sobre las losas de la catedral con los azahares nevados por el rocío de la muerte, y el torrente de espuma del velo sobre los mármoles funerarios de catorce obispos sepultados frente al altar mayor. Sin embargo, una vez consumada la venganza, se arrepentía de su propia maldad, y entonces veía a Fermina Daza levantándose con el aliento intacto, ajena pero viva, porque no le era posible imaginarse el mundo sin ella. No volvió a dormir, y si a veces se sentaba a picar cualquier cosa era por la ilusión de que Fermina Daza estuviera en la mesa, o al contrario, para negarle el homenaje de ayunar por ella. A veces se consolaba con la certidumbre de que en la embriaguez de la fiesta de bodas, y aun en las noches febriles de la luna de miel, Fermina Daza había de padecer un instante, uno al menos, pero uno de todos modos, en que se alzara en su conciencia el fantasma del novio burlado, humillado, escupido, y le echara a perder la felicidad.
La víspera de la llegada al puerto de Caracolí, que era el término del viaje, el capitán ofreció la fiesta tradicional de despedida, con una orquesta de viento conformada por los miembros de la tripulación, y fuegos de artificios de colores desde la cabina de mando. El ministro de la Gran Bretaña había sobrevivido a la odisea con un estoicismo ejemplar, cazando con la cámara fotográfica los animales que no le permitían matar con escopetas, y no hubo una noche en que no se le viera de etiqueta en el comedor. Pero en la fiesta final apareció con el traje escocés del clan MacTavish, y tocó la gaita a placer y enseñó a todo el que quiso a bailar sus danzas nacionales, y antes del amanecer tuvieron que llevarlo casi a rastras al camarote. Florentino Ariza, postrado de dolor, se había ido al rincón más apartado de la cubierta donde no le llegaran ni las noticias de la parranda, y se echó encima el abrigo de Lotario Thugut tratando de resistir el escalofrío de los huesos. Había despertado a las cinco de la mañana, como despierta el condenado a muerte en la madrugada de la ejecución, y en todo el sábado no había hecho nada más que imaginar minuto a minuto cada una de las instancias de la boda de Fermina Daza. Más tarde, cuando regresó a casa, se dio cuenta de que había equivocado las horas y de que todo había sido distinto de como él se lo imaginaba, y hasta tuvo el buen sentido de reírse de su fantasía.
Pero en todo caso fue un sábado de pasión que culminó con una nueva crisis de fiebre, cuando le pareció que era el momento en que los recién casados se estaban fugando en secreto por una puerta falsa para entregarse a las delicias de la primera noche. Alguien que lo vio tiritando de calentura le dio el aviso al capitán, y éste abandonó la fiesta con el médico de a bordo temiendo que fuera un caso de cólera, y el médico lo mandó por precaución al camarote de cuarentena con una buena carga de bromuros. Al día siguiente, sin embargo, cuando avistaron los farallones de Caracolí, la fiebre había desaparecido y tenía el ánimo exaltado, porque en el marasmo de los sedantes había resuelto de una vez y sin más trámites que mandaba al carajo el radiante porvenir del telégrafo y regresaba en el mismo buque a su vieja Calle de Las Ventanas.
No le fue difícil que lo llevaran de regreso a cambio del camarote que él había cedido al representante de la reina Victoria. El capitán trató de disuadirlo también con el argumento de que el telégrafo era la ciencia del futuro. Tanto era así, le dijo, que ya se estaba inventando un sistema para instalarlo en los buques. Pero él resistió a todo argumento, y el capitán terminó por llevarlo de regreso, no por la deuda del camarote, sino porque conocía sus vínculos reales con la Compañía Fluvial del Caribe.