Ma?ana en la batalla piensa en m?

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Ma?ana en la batalla piensa en m?
Название: Ma?ana en la batalla piensa en m?
Автор: Marias Javier
Дата добавления: 16 январь 2020
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Ma?ana en la batalla piensa en m? - читать бесплатно онлайн , автор Marias Javier

Como sucede en las ?ltimas novelas de Javier Mar?as, la primera frase ya dice mucho, quiz? demasiado: `Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no ver? m?s su rostro cuyo nombre recuerda`.

Esto es lo que le ocurre al narrador de su nueva y extraordinaria novela. V?ctor Franc?s es guionista de televisi?n y `negro` o `escritor fantasma`, encargado de redactar los discursos de los hombres importantes e ignorantes. Divorciado recientemente, es invitado a cenar a su casa por M?rta T?llez, mujer casada cuyo marido est? de viaje en Londres y madre de un ni?o de casi dos a?os. Tras la cena galante, el hombre y la mujer pasan al dormitorio, donde, `a?n medio vestidos y medio desvestidos`, Marta T?llez empieza a sentirse mal hasta que agoniza y muere en una escena sobrecogedora. Esa infidelidad no consumada se convierte as? en una especie de `encantamiento`, con problemas bien reales e inmediatos: qu? hacer con el cad?ver, avisar o no avisar, qu? hacer respecto al marido, qu? hacer con el ni?o dormido, qu? diferencia hay entre la vida y la muerte. V?ctor Franc?s tomar? pronto sus decisiones, o m?s bien no las tomar? y se ir? dejando llevar por sus pasos, inofensivos unas veces y otras envenenados. Conocer? a la familia de su muerta, al padre, T?llez, viejo acad?mico y cortesano, al marido, De?n, con su capacidad de comprensi?n y de inclemencia infinitas, a la hermana menor, Luisa, a quien seguir? sin prop?sito. Y se ir? poniendo en situaci?n de contar su secreto a quienes no debe. En un Madrid invernal y nocturno, dominado por la niebla o por las tormentas como una isla sitiada, el narrador se convertir? en una sombra que no quiere ni busca nada y, sin embargo, va encontrando: al Unico, para quien deber? escribir un discurso, en una hilarante escena palaciega, a su amigo Ruib?rriz de Torres, aficionado al hip?dromo y que lleva pintada en la cara su esencia de sinverg?enza, a la puta Victoria de otra larga noche de su pasado en la que confundi? su rostro con otro nombre. Y entretanto una maldici?n va resonando: `Ma?ana en la batalla piensa en m?, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere`.

Una vez m?s, la escritura asombrosa de Javier Mar?as sume al lector en un hechizo del que no querr? salir. Con a?n mayor fuerza que en sus anteriores ?xitos, Todas las almas y Coraz?n tan blanco, el autor logra una intensa narraci?n sobre algunos asuntos que nos ata?en a todos: sobre el ocultamiento, sobre los hechos y las intenciones, sobre el actuar sin saber, sobre la voluntad que casi nunca se cumple, sobre la negaci?n de las personas que una vez quisimos, sobre el olvido que hace de todo `viaje hacia su difuminaci?n lentamente`, sobre la indecisi?n, sobre la despedida y finalmente sobre el enga?o, que quiz? `es nuestra condici?n natural, y en realidad no deber?a dolernos tanto`.

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– ¿Quién es? ¿Quién es esa? -me preguntó Luisa asustada. Era una pregunta absurda, producto del desconcierto y la desolación contagiada, yo no podía saberlo aunque fuera el dueño momentáneo y accidental de la cinta (ladrón o depositario), y la hubiera escuchado tantas veces.

– Yo no puedo saberlo -contesté-, pensé que quizá tú supieras. ¿A quién implorará esa mujer, a Deán o a Marta? -Y volví a expresar mi duda.

– No lo sé. A él, seguro. A él, espero -dijo Luisa. Estaba turbada, más incluso que al oír el primer mensaje de Vicente Mena con su revelación grosera. Se frotaba la sien con más fuerza, era un gesto para aparentar la calma que no tenía, o para controlarse. Recapacitó y añadió-: Pero lo pienso sólo porque es una voz de mujer la que implora. En realidad no sé nada.

Dudé si mencionar lo que acababa de ocurrírseme en aquel instante, y antes de decidirme a hacerlo ya lo había hecho, antes de saber si era conveniente o si quería meterle en la cabeza a Luisa el modo de pensar que para mí ya es costumbre, el modo del encantamiento que es un latido incesante en el pensamiento (el tiempo no nos espera):

– ¿No puede ser Marta?

– ¿Marta? -Luisa se sobresaltó, para los que vivimos solos no es fácil pensar en nosotros mismos llamando a nuestro teléfono ni en los otros llamando al suyo. Pero yo no siempre he vivido solo.

– Sí, ¿no puede ser la voz de Marta? Para Deán el mensaje o mejor dicho la llamada, la verdad es que no deja ningún mensaje.

– Ponlo otra vez, por favor -me dijo. Ahora se sentó mejor en mi sillón, ya no en el borde, ya no parecía tener tanta impaciencia ni querer marcharse inmediatamente, en sus ojos pintada la noche oscura, muy abiertos, era raro ver mi sillón ocupado por otra persona, una mujer, era grato. Hice retroceder la grabación y volvimos a oírlo, la voz suplicante y llorosa salía tan deformada que era imposible saber de quién era si era de alguien que conociéramos, yo o ella o ambos (sólo habíamos tenido en común a Marta y también al niño, ahora a Deán y a Téllez), yo no habría reconocido la mía propia tan desesperada-. No lo sé, podría ser ella, no lo creo, también podría ser cualquiera, podría ser la mujer de antes, la que dijo 'Decide tú'.

– ¿Qué vida lleva Deán, sabes algo? -pregunté, y la verdad es que preguntaba más por secundar las interrogaciones que Luisa se estaría haciendo que por curiosidad mía. Nunca la tuve, nunca quise saber más de Marta, estaba muerta y la curiosidad no afecta a los muertos, no se vierte hacia ellos pese a tantas películas y novelas y biografías que justamente indagan eso, las vidas de los que ya no viven, sólo es un pasatiempo, con los muertos no hay más trato y nada puede hacerse al respecto. Tampoco quería saber más de Deán (quizá sí más de Luisa, pero eso era bien posible y no presentaría ahora dificultades). En el fondo sabía que una vez averiguado lo que hubiera que averiguar (si algo había), tampoco podría reanudar sin más mis días y mis actividades, como si el vínculo establecido entre Marta Téllez y yo no fuera a romperse nunca, o fuera a tardar en hacerlo demasiado tiempo, todavía demasiado tiempo y yo quizá para siempre haunted. O tal vez sólo quería contar lo que ya había contado una vez, esa noche a Luisa durante la cena, contar una historia como pago de una deuda, aunque sea simbólica o no exigida ni reclamada por nadie, nadie puede exigir lo que no sabe que existe y a quien no conoce, lo que ignora que ha sucedido o está sucediendo y por tanto no puede exigir que se revele o que cese. Hacía tan sólo unas horas Luisa Téllez no sabía de mi existencia. Es el que cuenta quien decide hacerlo y aun imponerlo y quien se descubre o delata y decide cuándo, suele ser cuando ya es demasiado grande la fatiga que traen el silencio y la sombra, es lo único que impele a veces a contar los hechos sin que nadie lo pida ni lo espere nadie, nada tiene que ver con la culpa ni la mala conciencia ni el arrepentimiento, nadie hace nada creyéndose miserable en el momento de hacerlo si siente la necesidad de hacerlo, sólo luego vienen el malestar y el miedo y no vienen mucho, es más malestar o miedo que arrepentimiento, o es más cansancio.

Luisa cruzó las piernas, sus zapatos seguían perfectos como si no hubieran caminado sobre el suelo mojado durante mucho rato.

– ¿Me darías una copa ahora? -dijo- Tengo un poco de sed. -Ya no tenía tanta prisa, ya no estaba tan incómoda en mi casa, los dos estábamos unidos por lo que escuchábamos, una cinta que contenía su voz y la mía entre muchas otras que no entendíamos del todo. También nos aproximaba nuestra fatiga y el haber contado, habernos relatado algo el uno al otro como en un intercambio, cosas que se completaban inútilmente, ella el después y yo el antes de algo que no tenía remedio ni tal vez nos interesaba mucho: en todo caso era pasado, había sucedido pero no sucedía, podía revelarse pero ya había cesado. Yo me levanté y fui al office a prepararle un whisky, ella se levantó también y me acompañó hasta allí, se quedo apoyada en el quicio familiarmente, viendo cómo yo sacaba la botella y hielo y un vaso y agua. Así siguen hablando a veces los matrimonios, un cónyuge sigue los pasos del otro a través de la casa mientras éste pone orden o prepara la cena o plancha o recoge, es un territorio común en el que las citas no se conciertan, no hace falta sentarse para hablar o decirse o contarse cosas sino que la actividad continúa en medio de las palabras o de las cuentas pedidas y las cuentas zanjadas, lo sé porque no siempre he vivido solo-. Bueno, ya te he dicho que no les iba bien desde hacía algún tiempo -respondió Luisa así apoyada en el quicio-. Supongo que él tendría algunas realidades, los hombres no aguantan las fantasías solas mucho tiempo. Pero no sé nada concreto, la verdad es que tampoco tengo constancia de nada.

Me pregunté si ahora me decía la verdad, poco antes había comentado que ella y Marta se lo contaban casi todo, quizá era la propia Marta quien no tenía constancia de nada y por eso había callado ante su hermana, más vale callar mientras aún se puede decir lo que es siempre la mejor respuesta: 'No sé, no me consta, ya veremos', la consolación de la incertidumbre que también es retrospectiva. Le di su vaso de whisky, yo me serví una grappa. No parecía mentirosa, pero podía ser discreta.

– Salud -dije, y entonces tuve el valor para pedirle algo, para hacerla mi aliada aún más de lo que la había hecho, no hay nada como pedir favores para ganarse a la gente, a casi todo el mundo le agrada prestarlos. Era una petición sensata y justificable, pero no tenía por qué concedérmela, aún Luisa Téllez no tenía por qué concederme nada-. ¿Me harías el favor de no hablarle a Deán de mí hasta que haya terminado el trabajo para tu padre? Será sólo esta semana. ¿Podrías esperar a la próxima como si no me hubieras conocido hasta entonces? Por favor. Preferiría cumplir con lo que se me ha encargado, además voy a medias con un socio, y si Deán me descubre será difícil que cumpla. Tal vez querría impedirlo, sería capaz de contárselo a tu padre, para alejarme de él, de todos, de Marta.

Luisa bebió un poco, sonaron los hielos, dio un paso adelante, apoyó la mano izquierda en la mesa del office, sonó su pulsera, en la derecha sostenía el vaso, dijo:

– ¿Qué hora es?

Llevaba reloj en esa mano como una zurda, era una pregunta retórica para ganar tiempo, o quizá temía volcar el vaso si giraba la muñeca para mirarlo.

– La una, casi -contesté. Estuve a punto de derramar mi grappa.

– Es tarde. Voy a irme yendo. -'Tres veces el mismo verbo', pensé, 'cómo matizan también nuestras lenguas, como las antiguas. "Voy a irme yendo" indica que no se va todavía, va a esperar todavía un poco, por lo menos hasta que se beba la mitad de su whisky, aunque se lo beberá muy rápido, le ha vuelto a entrar prisa porque le he pedido algo y no querrá arriesgarse a que le pida más cosas. Dentro de un rato dirá "Voy a irme" y aún más tarde dirá "Me voy", y sólo entonces se irá de veras.' Volvimos al salón por iniciativa mía, yo di los pasos, ella me siguió como si fuera mi cónyuge y no una desconocida. Se quedó de pie, curioseando mis libros y vídeos mientras bebía a sorbos veloces. Se había ensombrecido, la cinta o yo mismo la habíamos ensombrecido. Me daba la espalda.

– ¿Esperarás?

Se volvió, me miró de frente, había rehuido mis ojos desde que me había preguntado la hora, ahora ya pintada en los suyos la cara del otro, la mía.

– Sí, claro, puedo esperar -contestó-. Pero no tengas una idea equivocada, no creo que Eduardo quiera partirte la cara o algo por el estilo. No a nuestra edad, no a estas alturas.

– ¿Ah, no? -pregunté yo ingenuamente, quizá con algo de decepción: la tensión rebajada, el recordatorio de que no éramos jóvenes-. ¿Y qué quiere entonces? ¿Por qué está tan dispuesto a encontrarme? ¿Qué quiere? ¿Saber? En ese caso podrías contárselo tú todo, lo que ya te he contado.

– Se lo contaré, se lo contaré, descuida -dijo Luisa pacientemente-, te ahorraré la repetición inicial si quieres, cuando le hable de ti el lunes si te parece, no quisiera ocultárselo durante más tiempo del imprescindible. Comprendo que para ti no es fácil. -Era comprensiva conmigo, me daba más de lo que le pedía.

– El lunes está bien. No puedo entregar mi trabajo más tarde de ese día, bueno, lo llevará tu padre, así que habré terminado seguro. Te lo agradezco mucho. ¿Pero qué quiere entonces? ¿Para qué me busca? -volví a preguntar-. Creo que más que saber quiere contarte algo. No sé lo que es porque a mí no me lo ha contado. Pero ha repetido más de una vez que quiere encontrar al hombre que estuvo esa noche con Marta para que se entere de algunas cosas. Quiere que sepas algunas cosas, no sé cuáles. Escucha, me voy a ir, estoy cansada. Ya te dirá él lo que quiere.

'Ah', pensé, 'también él quiere contar. También él está cansado, su sombra también lo fatiga.'

– Anota mi número -dije-. Puedes dárselo a partir del lunes si quieres, así no tendrá que buscarlo ni pedírselo a tu padre. -Se lo anoté yo mismo en un papelito adhesivo de color amarillo, también yo tengo ahora cuadernillos de esos junto al teléfono, los hay en casi todas las casas.

Luisa cogió el papel y se lo guardó en un bolsillo. Ahora sí parecía en verdad abatida, le había sobrevenido la pesadumbre del día entero, debía de estar muy harta de todo, de su padre, del niño, de Deán, de mí, de su propia hermana viva y muerta. Se sentó en mi sillón de nuevo con su vaso en la mano derecha, como si le faltaran fuerzas para seguir de pie. Con la otra mano se tapó la cara como en el cementerio, aunque ahora no lloraba: como a veces hacen quienes están horrorizados o sienten vergüenza y no quieren ver o ser vistos. No pude evitar fijarme en sus labios -esos labios-, que la mano no cubría. Aún no dijo 'Me voy', aún no lo dijo.

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