Inquieta Compa?ia

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Inquieta Compa?ia
Название: Inquieta Compa?ia
Автор: Fuentes Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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Inquieta Compa?ia - читать бесплатно онлайн , автор Fuentes Carlos

Fuentes ha reunido en Inquieta compa??a seis relatos propios del g?nero fant?stico. El novelista mexicano ha bebido en fuentes originales y adaptaciones cinematogr?ficas, transmutando con sabidur?a el misterio, el terror o la angustia.

Muertos vivientes, ?ngeles y vampiros deambulan por paisajes mexicanos acompa?ados de otros personajes definidos de forma realista, dise?ados con el cuidadoso buril de los cl?sicos modernos de la literatura hispanoamericana. Tal vez las vivencias londinenses de Fuentes le hayan conducido a esta m?tica popular universal en la que lo mexicano no resulta extra?o, y que le permite traducir en sombras y monstruos el reverso de la claridad expositiva de una obra amplia y luminosa, que va desde La regi?n m?s transparente (1958) a El naranjo (1993).

Los relatos que aqu? nos ofrece resultan inquietantes. En `El amante del teatro` se alude a la ocupaci?n de Iraq y pese a que el protagonista, Lorenzo O`Shea, se hace pasar por irland?s, el tema va m?s all? del aparente voyeurismo: la mujer que observa desde su ventana es tambi?n la actriz que le obsesiona, como Ofelia, en una muda representaci?n de Hamlet. Su silencio, tambi?n en la escena, nos conduce, como en otros relatos, a una deliberada ambig?edad final y al significado del espectador teatral, pr?ximo al mir?n.

Si el primer relato se sit?a en el Soho londinense, el segundo, `La gata de mi madre`, nos lleva ya a M?xico. Iniciado como un cuadro de costumbres con el humor negro que descubriremos tambi?n en otros: la descripci?n de la muerte de la cruel Do?a Em?rita y su gata (gata significa tambi?n mujer de servicio), la mansi?n donde viven y sus macabros secretos se convierten en el n?cleo del relato. `La buena compa??a` se inicia en Par?s, pero el protagonista se traslada a M?xico, donde convivir? con dos extra?as t?as en una no menos extra?a mansi?n poblada de crueles fantasmas. Descubre su propia muerte, siendo ni?o, y Serena y Zenaida (las t?as, tambi?n difuntas) cierran el relato de manera brillante, con un di?logo en el s?tano donde se encuentran los f?retros.

M?s expl?cito que Rulfo, el culto a la muerte, t?pico mexicano, est? presente no s?lo en ?ste, sino en otros cuentos. El germen de `Calixta Brand` parece derivar de El retrato de Dorian Gray. Una vez m?s, la mansi?n en la que transcurre se convierte en el eje principal. Calixta escribe, el protagonista es un ejecutivo. El paso del amor al odio viene acompa?ado de la invalidez de la esposa. Pero el cuadro que se modifica, las fotograf?as que al borrarse presagian la muerte, constituir?n los misterios por los que caminaremos sabiamente conducidos. El ?rabe de un oscuro cuadro va convirti?ndose en el retrato de un m?dico-jardinero que cuidar? de la mujer, hasta convertirse en ?ngel y desaparecer volando, llev?ndosela. Fuentes convierte lo inveros?mil en simb?lico.

Tambi?n `La bella durmiente` se sit?a en M?xico, aunque los or?genes y el significado del relato nos lleven a la Alemania nazi. La acci?n se inicia en Chihuahua, en los a?os de Pancho Villa, si bien el protagonista se sit?a en la actualidad. Natural de Enden, Baur mantiene su racista esp?ritu germ?nico, aunque su cuerpo se haya convertido en una ruina. M?dico de profesi?n, es llamado a visitar a su mujer, con la que se cas? a los 55 a?os. La visita se convertir? en una pesadilla que retrotraer? a los personajes a los tiempos de los campos de exterminio. No pod?a faltar `Vlad`, una historia de vampiros. Eloy Zurinaga pide a su colaborador, el licenciado Navarro, que busque una mansi?n para un amigo que ha de llegar a M?xico con su hija. La vida matrimonial de Navarro hab?a discurrido pl?cidamente. Su esposabuscar? la casa apropiada, en la que har? construir un t?nel y tapiar todas las ventanas. Vlad, el conde centroeuropeo, no ser? otro que Dr?cula.

Carlos Fuentes ha logrado, sirvi?ndose de materiales t?picos populares, construir relatos que trascienden la an?cdota. No es casual que estas historias de misterio, de horror y muerte se hayan convertido en mitos universales. Fuentes los ha mexicanizado. Ha descrito de manera ejemplar y sobria paisajes de su patria y se ha servido de mecanismos elementales para convertirlos en historias cotidianas y confeccionar una literatura brillante y divertida, irracional, de amplio espectro, de gran nivel, como no pod?a ser menos.

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Rió con esa peculiar manera suya, bajando forzadamente el labio superior como si quisiera disimular sus intenciones.

– Hay que ser como el lobo, señor Navarro. ¡Qué sabiduría la del viejo lupus latino , que se convierte en mi wulfuz teutón , qué sabiduría natural y eterna la del lobo que es inofensivo en verano y otoño, cuando está satisfecho, y sólo sale a atacar cuando tiene hambre, en el invierno y en la primavera! Cuando tiene hambre…

Hizo un gesto de mando con la pálida mano de uñas vidriosas.

Borgo, el jorobado, hacía las veces de mayordomo y una criada de movimientos demasiado lentos servía los platos, inútilmente urgida por los chasquidos de Borgo, vestido para la ocasión con una chaquetilla de rayas rojas y negras y corbata de moño, que sólo se veían en antiguas películas francesas. Creía compensar con este uniforme pasado de moda, coquetamente, su deformidad física. Al menos, eso me decía su mirada satisfecha y a veces pícara.

– Le agradezco profundamente que haya aceptado mi invitación, maitre Navarro.

– Yves. Generalmente como solo y ello engendra tristes pensamientos, croyez-moi.

El criado se acercó a servirme el vino tinto. Se abstuvo de ofrecérselo a su amo. Interrogué a Vlad con la mirada, alzando mi copa para brindar…

– Ya le dije… -el conde me miró con amable sorna.

– Sí, no bebe vino -quise ser ligero y cordial-. ¿Bebe solo?

Con esa costumbre suya de no escuchar al interlocutor e irse por su propio tema, Vlad simplemente comentó:

– Decir la verdad es insoportable para los mortales.

Insistí con cierta grosería. -Mi pregunta era muy simple. ¿Bebe a solas?

– Decir la verdad es insoportable para los mortales.

– No sé. Yo soy mortal y soy abogado. Parece un silogismo de esos que nos enseñan en la escuela. Los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal.

– Los niños no mienten -prosiguió sin hacerme caso-. Y pueden ser inmortales.

– ¿Perdón?

Unas manos de mujer, enguantadas de negro me ofrecieron el platón de vísceras. Sentí repugnancia pero la cortesía me obligó a escoger un hígado aquí, una tripa allá…

– Gracias.

La mujer que me servía se movió con un ligero crujido de faldas. Yo no había levantado la mirada, ocupado en escoger entre las asquerosas viandas. Me sonreí solo. ¿Quién mira a un camarero a la cara cuando nos sirve? La vi alejarse, de espaldas, con el platón en la mano.

– Por eso amo a los niños -dijo Vlad, sin tocar bocado aunque invitándome a comer con la mano de uñas largas y vidriosas-. ¿Sabe usted? Un niño es como un pequeño Dios inacabado.

– ¿Un Dios inacabado? -dije con sorpresa-. ¿No sería esa una mejor definición del Diablo?

– No, el Diablo es un ángel caído.

Tomé un largo sorbo de vino, armándome para un largo e indeseado diálogo de ideas abstractas con mi anfitrión. ¿Por qué no llegaba a salvarme mi esposa?

– Sí -reanudó el discurso Vlad-. El abismo de Dios es su conciencia de ser aún inacabado. Si Dios acabase, su creación acabaría con él. El mundo no podría ser el simple legado de un Dios muerto. Ja, un Dios pensionado, en retiro. Imagínese. El mundo como un círculo de cadáveres, un montón de cenizas… No, el mundo debe ser la obra interminable de un Dios inacabado.

– ¿Qué tiene esto que ver con los niños? -murmuré, dándome cuenta de que la lengua se me trababa.

– Para mí, señor Navarro, los niños son la parte inacabada de Dios. Dios necesita el secreto vigor de los niños para seguir existiendo.

– Yo… -murmuré con voz cada vez más sorda.

– Usted no quiere condenar a los niños a la vejez, ¿verdad, señor Navarro?

Me rebelé con un gesto impotente y un manotazo que regó los restos de la copa sobre la mesa de plomo.

– Yo perdí a un hijo, viejo cabrón…

– Abandonar a un niño a la vejez -repitió impasible el conde-. A la vejez. Y a la muerte.

Borgo recogió mi copa. Mi cabeza cayó sobre la mesa de metal.

– ¿No lo dijo el Inmencionable? ¿Dejad que los niños vengan a mí?

IX

Desperté sobresaltado. Como sucede en los viajes, no supe dónde estaba. No reconocí la cama, la estancia. Y sólo al consultar mi reloj vi que marcaba las doce. ¿Del día, de la noche? Tampoco lo sabía. Las pesadas cortinas de bayeta cubrían las ventanas. Me levanté a correrlas con una terrible jaqueca. Me enfrenté a un muro de ladrillos. Volví en mí. Estaba en casa del conde Vlad. Todas las ventanas habían sido condenadas. Nunca se sabía si era noche o día dentro de la casa.

Yo seguía vestido como a la hora de esa maldita cena. ¿Qué había sucedido? El conde y su criado me drogaron. ¿O fue la mujer invisible? Asunción nunca vino a buscarme, como lo ofreció. Magdalena seguiría en casa de los Alcayaga. No, si eran las doce del día, estaría en la escuela. Hoy no era feriado. Había pasado la fiesta de la Asunción de la Virgen. Las dos niñas, Magdalena y Chepina, estarían juntas en la escuela, seguras.

Mi cabeza era un remolino y la abundancia de coladeras en la casa del conde me hacía sentir como un cuerpo líquido que se va, que se pierde, se vierte en la barranca…

La barranca.

A veces una sola palabra, una sola, nos da una clave, nos devuelve la razón, nos mueve a actuar. Y yo necesitaba, más que nada, razonar y hacer, no pensar cómo llegué a la absurda e inexplicable situación en la que me hallaba, sino salir de ella cuanto antes y con la seguridad de que, salvándome, comprendería.

Estaba vestido, digo, como la noche anterior. Supe que aquella era "la noche anterior" y este "el día siguiente" en el momento en que me acaricié el mentón y las mejillas con un gesto natural e involuntario y sentí la barba crecida, veinticuatro horas sin rasurarme…

Pasé mis manos impacientes por los pantalones y el saco arrugados, la camisa maloliente, mi pelo despeinado. Me arreglé inútilmente el nudo de la corbata, todo esto mientras salía de la recámara a la planta alta de la casa e iba abriendo una tras otra las puertas de los dormitorios, mirando el orden perfecto de cada recámara, los lechos perfectamente tendidos, ninguna huella de que alguien hubiese pasado la noche allí. A menos, razoné, y di gracias de que mi lógica perdida regresara de su largo exilio nocturno, a menos de que todos hubiesen salido a la calle y el hacendoso Borgo hubiese arreglado las camas…

Una recámara retuvo mi atención. Me atrajo a ella una melodía lejana. La reconocí. Era la tonada infantil francesa Frére Jacques .

Frére Jacques,

dormez-vous?

Sonne la matine.

Ding-dang-dong.

Entré y me acerqué al buró. Una cajita de música emitía la cancioncilla y una pastorcilla con báculo en la mano y un borrego al lado giraba en redondo, vestida a la usanza del siglo XVIII.

Aquí todo era color de rosa. Las cortinas, los respaldos de las sillas, el camisón tendido cuidadosamente junto a la almohada. Un breve camisón de niña con listones en los bordes de la falda. Unas pantuflas rosa también. Ningún espejo. Un cuarto perfecto pero deshabitado. Un cuarto que esperaba a alguien. Sólo faltaba una cosa. Aquí tampoco había flores. Y súbitamente me di cuenta. Había media docena de muñecas reclinadas contra las almohadas. Todas rubias y vestidas de rosa. Pero todas sin piernas.

Salí sin admitir pensamiento alguno y entré a la habitación del conde. Las pelucas seguían allí, en sus estantes, como advertencia de una guillotina macabra. El baño estaba seco. La cama, virgen.

Bajé por la escalera a salones silenciosos. Había un ligero olor mohoso. Seguí por el comedor perfectamente aseado. Entré a una cocina desordenada, apestosa, nublada por los humos de entrañas regadas a lo ancho y largo del piso y el despojo de un animal inmenso, indescriptible, desconocido para mí, abierto de par en par sobre la mesa de losetas. Decapitado.

La sangre de la bestia corría aún hacia las coladeras de la cocina.

Me cubrí la boca y la nariz, horrorizado. No deseaba que un solo miasma de esta carnicería entrase a mi cuerpo. Me fui dando pequeños pasos, de espaldas, como si temiera que el animal resucitase para atacarme, hasta una especie de cortina de cuero que se venció al apoyarme contra ella. La aparté. Era la entrada a un túnel.

Recordé la insistencia de Vlad en tener un pasaje que conectara la casa con la barranca. Yo ya no me podía detener. Tenté con las manos la anchura entre las paredes. Procedí con cautela extrema, inseguro de lo que hacía, buscando en vano la salida, la luz salvadora, dejándome guiar por el subconsciente que me impelía a explorar cada rincón de la mansión de Vlad.

No había luz. Eché mano de mi briquet. Lo encendí y vi lo que temía, lo que debí sospechar. El horror concentrado. La cápsula misma del misterio.

Féretro tras féretro, al menos una docena de cajas mortuorias hacían fila a lo largo del túnel.

El impulso de dar la espalda a la escena y correr fuera del lugar era muy poderoso, pero más fuerte fue mi voluntad de saber, mi necia y detestable curiosidad, mi deformación de investigador legal, el desprecio de mí mismo al abrir féretro tras féretro sin encontrar nada más que tierra dentro de cada uno, hasta abrir el cajón donde yacía mi cliente, el conde Vlad Radu, tendido en perfecta paz, vestido con su suéter, sus pantalones y sus mocasines negros, con las manos de uñas vidriosas cruzadas sobre el pecho y la cabeza sin pelo, recostada sobre una almohadilla de seda roja, como rojo era el acolchado de la caja.

Lo miré intensamente, incapaz de despertarlo y pedirle explicaciones, paralizado por el horror de este encuentro, hipnotizado por los detalles que ahora descubría, teniendo a Vlad delante de mí, postrado, a mi merced, pero ignorante, al cabo, de los actos que yo podría cometer, sometido, como lo estaba, a la leyenda del vampiro, a los remedios propalados por la superstición y la ciencia, indisolublemente unidas en este caso. El collar de ajos, la cruz, la estaca…

El intenso frío del túnel me arrancaba vahos de la boca abierta pero me aclaraba la mente, me hacía atento a los detalles. Las orejas de Vlad. Demasiado pequeñas, rodeadas de cicatrices, que yo atribuí a sucesivas cirugías faciales, habían crecido de la noche a la mañana. Pugnaban, ante mi propia mirada, por desplegarse como siniestras alas de murciélago. ¿Qué hacía este ser maldito, recortarse las orejas cada atardecer antes de salir al mundo, disfrazar su mímesis en quiróptero nocturno? Una peste insoportable surgía de los rincones del féretro de Vlad. Allí se acumulaba la murcielaguina, la mierda del vampiro…

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