El ingles macarronico de Ludmila
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El ingl?s macarr?nico de Ludmila es una novela sarc?stica, tan mordaz e irreverente como fascinante, repleta de escenas delirantes e ingeniosas que revelan una mirada ins?lita sobre la realidad.
Gran Breta?a, en un futuro cercano: el sistema de sanidad p?blico es privatizado, como todo, y la Albion House Institution, un refugio para gente con deformidades de nacimiento (en el que se rumorea que hay descendientes de la familia real, fruto de siglos de consanguinidad), sufre los rigores de la econom?a. Para ahorrar, las autoridades deciden separar a dos hermanos siameses, Blair Albert y Gordon-Marie (apodado Conejo) Heath, y dejarlos en libertad en el ancho mundo.
Entretanto, la guerra civil reina en una antigua rep?blica sovi?tica, donde la joven Ludmila Ivanova asesina a su abuelo, un viejo mudo y sucio que atesora preciosos cupones de comida para veteranos de guerra de la extinta URSS, cuando abusa de ella por en?sima vez.
Extra?amente, los destinos de los siameses londinenses separados y de la intr?pida Ludmila se cruzar?n, dando lugar a un singular encuentro entre la Europa del Este y la occidental.
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– Ahora tiene una linterna y la está enfocando hacia la ventana. -Gregor miró cómo las manchas de luz parpadeaban sobre su chaquetón militar.
– ¡Agáchate! -gruñó Maks. Tiró de una de las charreteras del muchacho, pero el único efecto fue hacer que Gregor volviera la cabeza un centímetro o dos, mirara a Maks con el ceño fruncido y luego se volviera de nuevo hacia la ventana y estirara el cuello para seguir los movimientos del gorro de piel de un hombre hasta el escalón de la entrada.
Una franja de luz apareció bajo la puerta.
– Ahora está en la puerta -gritó Gregor.
– Escuchadme con atención -susurró Lubov-. Tenéis que presentar los cupones de la serie nueva y despertar a ese perro viejo ahora mismo.
– No se va a despertar -dijo Olga-. Además, los dedos ya no le sirven de nada.
De la puerta vino un porrazo que hizo temblar el humo. Al cabo de un momento de pausa, Irina preguntó:
– ¿Quién hay?
– Inspector Abakumov de las regiones Treinta y Nueve y Cuarenta y Uno -gritó una voz severa en ruso.
– Voy a hacer sitio para dejarle entrar -gritó Irina, agitando una mano hacia los demás y mandando a Kiska al dormitorio con una palmada en el trasero. La pequeña figura levantó remolinos en las sombras y desapareció.
Lubov cogió la cara peluda de Olga en sus manos y le susurró con voz grave en ubli:
– Tienes que firmarle un cupón. Coge uno y fírmalo ahora.
Olga echó la cabeza hacia atrás.
– ¿Me estás pidiendo que me convierta en una criminal como tú, Lubov Kaganovich, solamente para salvarte el pellejo?
– Y tu pellejo -dijo Lubov entre dientes-. Porque es tu cupón.
– En mi casa todo está correcto, no pienso empezar una vida de delitos porque tú lo digas. -Olga se levantó de la silla.
– Voy a dejarlo entrar -susurró Irina desde la puerta-. ¡Sacad esa pistola de aquí, moveos! -Los chicos se metieron dando tumbos en el dormitorio y cerraron la puerta dejando solamente una rendija.
– Mírame, Olga. -Lubov fue con la anciana hasta la mesa-. Este Abakumov tendrá voz de blandengue, pero es un hombre duro y retorcido. Te lo digo así de claro.
– ¡Bah! -escupió Olga.
Irina se alisó el vestido y abrió la puerta. Al otro lado había un hombre pequeño, con rasgos de cerdo y la piel como la de una salchicha. El reflejo de la luz de la linterna le daba un tono fangoso a su flequillo rubio y pulcro. El tipo dirigió la linterna hacia el interior, posando el haz de luz en Olga y luego en Irina, antes de quitarse el gorro de piel, apoyar su linterna en el mismo, todavía encendida, y dejarla sobre la mesa para iluminar la sala. Sus ojos tardaron un momento en picarle por el humo de boñiga.
– ¿Subagente Kaganovich? -Su mirada de ojos entrecerrados trazó círculos alrededor de la silueta de la mujer.
– Sí, inspector. -Lubov salió con elegancia de las sombras-. No hacía falta que viajara usted hasta aquí, ya me estoy ocupando yo.
– ¿Lo tiene usted?
– Ahora mismo me estoy ocupando del asunto.
– Entonces tomemos posesión del mismo, me lo voy a llevar conmigo. He estado tomando las referencias de su libro de contabilidad y parece que la última inspección de este tal Aleksandr Vasiliev Derev fue hace cuatro años. Haré una inspección esta noche y mañana por la mañana se la mandaré por teléfono al departamento, de otra forma puedo perder una semana entera aquí.
– ¡Vaya pues! -dijo Olga en ruso-. Menudas horas son éstas para visitar a los pobres de solemnidad mientras duermen. Tendríamos que hacerlo mañana en el almacén, que es donde se tienen que guardar todos vuestros libros. Podemos ir tan temprano como les guste a los santos.
– Parece que todavía están ustedes levantados -dijo Abakumov-. Solamente tardaremos lo que tarde el camarada Aleksandr. Tráiganmelo, por favor.
– Pero es que ahí está el problema -dijo Olga-. Está de color verde en la cama y no se lo puede despertar.
– Bueno, pero seamos sinceros. -Abakumov mostró unos dientes redondos y muy separados en un gesto que imitaba la cortesía-. A cualquiera que esté en cama en su casa se lo puede molestar para que confirme unos simples datos.
– No, ahí está el problema, tendría que estar en la clínica pero no tenemos forma de ir.
– ¿Cuánto tiempo lleva así?
– Un rato, o sea, desde ayer. Ha ido cada vez a peor y a peor, solamente puede ser alguna clase de gusano enorme.
– Así pues -preguntó Abakumov-, ¿cómo ha firmado su cupón?
– No, porque sí, y por eso firmó el cupón equivocado. Ya tenía delirios, estaba llamando a gritos a su madre cuando lo firmó.
– Entonces tenemos que llevarlo de inmediato a una clínica. Subagente Kaganovich, lléveme con el anciano.
– ¡Las estás vendiendo igual que se vende el pan en un almacén! -Ludmila permaneció sentada con la boca abierta mientras por la pantalla del ordenador iban pasando cientos de caras escabrosas. Ivan apagó la luz de la buhardilla que había encima del bar, haciendo que las caras de la pantalla todavía brillaran más. En una radio colocada en el antepecho de la ventana crepitaba una canción pop, cuyas estrofas iban sonando zumbonas al compás de las imágenes que pasaban por la pantalla.
– No las estoy vendiendo en absoluto -dijo Ivan-. Ellas están vendiendo un sueño. Están vendiendo una dirección a la que escribir cartas dulces y atrevidas. Las chicas de estas fotos están ahora mismo en sus casas, esperando a que lleguen los sobres llenos de dinero contante y sonante.
– ¿Lo ves? -Oksana sonrió-. Ya te dije que era fácil. Tienes que pensar que éste es el día más afortunado de tu vida.
– Sí lo es -dijo Ludmila-. Afortunado para vosotros dos.
– Esto es lo que hacemos para obtener mejores resultados. -Ivan se acercó más a Ludmila y agitó las dos manos como un mago a punto de hacerla desaparecer-. Mañana mi ayudante te irá a buscar para ir a comprar ropa nueva. ¿Qué te parece? Luego irás a un salón de belleza donde te harán cambios asombrosos en la cara y el pelo. Luego tomaremos fotografías profesionales, y por la tarde un millar de hombres de todo el mundo se estarán apuñalando por tu amor.
Ludmila miró desde su silla las caras de la pantalla. Caras anchas, ojos como faros de tractor, ojos de beluga, huevos pintados, Svetlanas, Oksanas, Marinas, Tatyanas. Ludmilas.
– ¡Dios bendito! -Señaló la pantalla-. ¡Esa chica venía a veces de visita a mi pueblo…! ¡Su tío es el hermano del guardavías, de Zimovniki!
– Y -Ivan pasó un dedo por el pelo de Ludmila-, solamente debido a tu situación, y a tu relación con la pequeña Oksana, y porque eres casi familia, en cierto sentido, o por lo menos deberías empezar a pensar en esos términos, te puedo dar todo el paquete por tres mil míseros rublos.
– Aah, aaah. -Ludmila se reclinó hacia atrás en su asiento y sonrió, mirando hacia arriba desde la parte inferior de sus ojos-. Por fin llega el momento en que aparece la pistola.
– ¡Pero si vas a ganar por lo menos veinte veces eso!
– Entonces -dijo Ludmila-, ¿por qué no traes al hombre y coges tres mil de los veinte que te va a dar él?
– Mira mi cara. -Ivan se señaló dos ojos con dos dedos- y mira cómo te digo que hay costes que tenemos que pagar por adelantado. ¿O tú crees que la tienda de ropa, el salón de belleza y el fotógrafo van a trabajar a cambio de nada?
– ¿Y dónde están los veinte mil que ganaste con el último extranjero?
– ¡Ese dinero pertenece a la chica! -El cuerpo entero de Ivan protestó-. ¿Tú crees que puedo quedarme yo el dinero que le pertenece a ella?
– Aaah, ahora veo que esto es caridad. Veo que te han enviado los santos para cuidar de todas las chicas de las granjas.
– No, pero presta atención: mi comisión es muy pequeña, lo justo para pagar la electricidad y los costes enormes de manejar un ordenador tan grande como éste. ¿Tú crees que tantas caras cabrían en una máquina pequeña y por nada de dinero? Pues no.