Sin destino
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Historia del a?o y medio de la vida de un adolescente en diversos campor de contraci?n nazis (experiencia que el autor vivi? en propia carne), Sin destino no es, sin mbargo, ning?n texto autobiogr?fico. Con la fr?a objetividad del entom?logo y desde una distancia ir?nica, Kert?sz nos muestra en su historia la hiriente realidad de los campos de exterminio en sus efectos m?s eficazmente perversos: aquellos que confunden justicia y humillaci?n arbitraria, y la cotidianidad m?s inhumana con una forma aberrante de felicidad. Testigo desapasionado, Sin destino es, por encima de todo, gran literatura, y una de las mejores novelas del siglo xx, capaz de dejar una huella profunda e imperecedera en el lector.
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Puedo decir que con el tiempo uno se acostumbra hasta a los milagros. Empecé a bajar a la consulta -si el médico me lo ordenaba por la mañana- con mis propios pies, descalzos, echándome la manta por encima de los hombros. El aire fresco descubría, entre tantos olores conocidos, un goce nuevo: era la primavera que llegaba. Un día, al regresar, me fijé en que desde el barracón gris contiguo al nuestro, aunque al otro lado de la valla, unos hombres con uniforme de preso sacaban un carro grande, con neumáticos, que parecía un carruaje de los que se enganchan a los tractores. De la carga del carro asomaban algunas extremidades amarillas y secas, congeladas. Me envolví mejor en mi manta para no resfriarme y traté de llegar lo más pronto posible a la habitación, donde después de limpiarme un poco los pies me acosté otra vez en mi cama, cómodamente.
Cuando regresaba de la consulta solía conversar con mi vecino; como el otro ya se había ido, «nach Hause», ahora era un hombre maduro, de nacionalidad polaca el que ocupaba su lugar. Me entretenía mirando lo que había para ver, oía las órdenes procedentes del aparato que había en la pared, y puedo decir que sólo con eso y con un poco de imaginación podía seguir el curso de los acontecimientos y tener una idea cabal de todo desde mi cama; podía tener presentes todos los colores, olores y sabores del campo, todos los trajines, desde la primera hasta la última hora, y todavía más. Como el «Friseure zum Bad, Friseure zum Bad», que sonaba varias veces al día, y cada vez más a menudo, indicando que acababa de llegar un nuevo transporte. Otra frase que se repetía era: «Leichenkommando zum Tor», o sea, «transportadores de cadáveres a la puerta», y, si se pedían refuerzos, se daban más datos sobre la calidad y la cantidad del transporte. Ese anuncio siempre se acompañaba de otro, que informaba que los «Effekten», los trabajadores del almacén, también tenían que presentarse en sus puestos, a veces «im Laufschritt», a marchas forzadas. Por el contrario, si pedían zwei [dos] o vier [cuatro] Leichnamträger [camilleros], por ejemplo «mit einem» o «zwei Tragbetten sofort zum Tor» [Dos camillas a la puerta. ¡Rápido!] era seguro que se había producido un accidente individual, en el trabajo, en un interrogatorio, en el sótano, en el desván o quién sabe dónde. Me enteré de que el «Kartoffelschäler», es decir, el destacamento de peladores de patatas, hacía turno de día y también de noche, y de muchas cosas más.
Cada tarde, exactamente a la misma hora se oía un mensaje misterioso: «Elá zwo, Elá zwo aufmarschieren lassen», que al principio me causó muchos quebraderos de cabeza. Sin embargo, era sencillo, pero me costó mucho trabajo, hasta que con el silencio solemne, enorme, digno de una iglesia, oía las órdenes de mando «Mützen ab!» y «Mützen auf!» [¡Quitaos las gorras! ¡Poneos las gorras!] acompañadas a veces de música, y entonces lo comprendí: fuera, en el campo se llevaba a cabo el recuento vespertino, «aufmarschieren lassen» seguramente significaba formar filas, «zwo» era «zwei» [dos] y «elá» probablemente era L.Ä, o sea Lagerältester, lo que indicaba que en Buchenwald había Lagerältester primero y segundo; no me pareció extraño, tratándose de un campo tan grande donde se acababa de asignar el número noventa mil, según me había enterado.
Gradualmente se producía el silencio en nuestra habitación. Zbisek se marchaba si había estado de visita, Pietka echaba el último vistazo, y apagaba la luz con su habitual «dobrá noc». Entonces buscaba la postura más cómoda que mi cama y mis heridas me permitían, me cubría hasta las orejas con la manta y me dormía enseguida, libre de preocupaciones: no podía desear nada más, en un campo de concentración no podía tener más.
Sólo dos cosas me preocupaban un poco. En primer lugar mis dos heridas: allí estaban, ardientes, rojas, en carne viva, si bien ya con unas pequeñas costras que se empezaban a formar en los bordes, costras oscuras; el médico ya no me ponía gasa y pocas veces me llamaba a la consulta; cuando lo hacía, terminaba enseguida y la expresión de su cara era de satisfacción, lo que a mí me causaba inquietud. Mi otra preocupación tiene que ver con un acontecimiento por otra parte muy feliz, no lo niego. Cuando Pietka y Zbisek, por ejemplo, interrumpían su conversación, se quedaban callados y pedían silencio a todos, yo también oía aquellos ruidos bruscos y lejanos, como si unos perros estuvieran ladrando a lo lejos. Al otro lado del biombo, se oían ruidos en la habitación de Bohús, últimamente muy animada; sus conversaciones se oyeron hasta bien entrada la noche. El ruido de las sirenas era un acontecimiento que se repetía a diario, y a menudo nos despertaba por la noche la voz del aparato: «Crematorios, ausmachen!», y luego más fuerte: «Crematorios, sofort ausmach´n!», lo que significaba que no querían que las llamas atrajeran la atención de los aviones.
No sé cuándo dormían los barberos; delante de las duchas -según me contaron- se formaban colas tan largas que los recién llegados pasaban a veces dos o tres días, desnudos, antes de entrar; el Leichenkommando -lo oigo- no paraba jamás. En nuestra habitación ya no quedaban camas libres y, junto con los casos de abscesos y las heridas por corte, el otro día llegó un muchacho húngaro con una herida de bala, que ocupó una de las camas de enfrente. Había recibido el disparo durante una marcha de varios días, procedente de un campo llamado Ohrdruf, si entendí bien, un campo provinciano parecido al de Zeitz; venían esquivando al enemigo, el ejército norteamericano, y la bala -en realidad- iba destinada a otro hombre que caminaba a su lado y se estaba quedando retrasado, pero le dieron a él en la pierna. «Por suerte -me dijo- la bala no me ha tocado hueso.» Yo pensé entonces que a mí no me podría ocurrir eso, pues en mis piernas ya no quedan más huesos para balas o cualquier otra cosa. Enseguida se supo que el muchacho sólo llevaba en un campo de concentración desde el otoño, y tenía el poco elegante número, según la jerarquía de nuestra habitación, de ochenta y tantos mil.
Comencé a recibir noticias confusas e inquietantes y a percibir cambios inminentes. Pietka pasaba, a veces, preguntándonos a todos, a mí también, si podíamos andar, caminar. Yo le contesté: «Nie, nie. Ich kann nicht» [No, no. No puedo], y él respondió: «Doch, doch, du kannst» [Sí, sí. Sí puedes], y a continuación puso mi nombre en una lista, como los de todos los de la habitación, incluido el de Kuharski, que tiene las dos piernas hinchadas llenas de cortes paralelos, que parecen bocas abiertas.
Otra noche oí -acababa de comerme el pan- por los altavoces: «Alle Juden im Lager sofort antreten» [Todos los judíos del campo, ¡formar filas inmediatamente!]. Era una voz tan potente que yo me incorporé en la cama sin tardanza. «¿Qué haces?», me preguntó Pietka con cara de curiosidad. Le señalé el aparato, pero él, como siempre, sólo sonrió mientras gesticulaba con las dos manos: tranquilo, no pasa nada ¿a qué viene tanta prisa?
Los altavoces no cesaban de transmitir noticias, incluso por la noche; entre los ruidos típicos de la transmisión, hasta llamaban al Lagerschultz, convocaban al trabajo a los miembros equipados con porras del destacamento de mando del campo; tampoco parecían estar satisfechos con eso, porque llamaban también -yo apenas podía oírlo sin temblar- al jefe del Lagerältester y al del Lagerschultz, las dos máximas autoridades del campo. Otras veces se oían preguntas y reproches: «Lagerältester! Aufmarschieren lassen [¡Encargado! ¡Que desfilen!], Lagerältester! Wo sind die Juden?» [¡Encargado! ¿Dónde están los judíos?]. El aparato seguía llamando, transmitiendo órdenes, con los mismos ruidos de siempre, pero Pietka, como si no oyera nada, sólo hacía un ademán despreciativo con la mano y decía: «Kurvá jego máti!». Me conformaba pensando que él sabía más que yo, y seguía durmiendo tranquilamente.
Si por la noche las cosas no habían salido bien, a la mañana siguiente nos llamaban a todos: «Lagerältester! Das ganze Lager: antreten!». A continuación se oían ruidos de motocicletas, ladridos de perros, disparos, golpes, ruido de piernas a la carrera y botas que corrían detrás; entonces comprobábamos que hasta los soldados -si lo querían- eran capaces de dirigir las operaciones y que con las protestas no se conseguía nada. Y, de pronto -quién sabe cómo-, volvía otra vez el silencio. El médico llegaba inesperadamente, aunque ya hubiera llevado a cabo la visita de la mañana como si en realidad no ocurriera nada, como de costumbre. Ya no era tan reservado ni tenía tan buen aspecto como antes: su cara parecía cansada, su bata estaba llena de manchas, sus ojos inyectados en sangre; miraba hacia todas partes, obviamente buscando una cama libre. «Wo ist der, der, mit dieser kleinen Wunde hier?» [¿Dónde está aquél, aquel que tenía una pequeña herida?], le preguntó a Pietka, haciendo un gesto indefinido a la altura del muslo y de la cadera y recorriendo con la mirada todas las caras, entre ellas la mía; creo que no me reconoció, aunque enseguida volvió a mirar a Pietka, como esperando una respuesta por su parte, delegándole la responsabilidad. No dije nada, aunque ya estaba preparándome para levantarme, vestirme e irme fuera, al caos; entonces observé, con gran sorpresa, que Pietka -al menos, por la expresión de su cara- parecía no tener la menor idea de quién era el individuo en cuestión. Después de unos momentos de inseguridad, se le iluminó el rostro, como si se hubiera dado cuenta de algo de repente, y dijo: «Ach… ja» [Ah… sí], señalando al muchacho de la herida de bala. El médico pareció quedarse tranquilo y haber resuelto su problema. «Der geht sofort nach Hause!» [Debe irse a casa inmediatamente], dijo. Entonces ocurrió algo muy extraño, casi indecente, algo que yo no había visto hasta entonces en nuestra habitación y que apenas podía contemplar sin sentirme molesto, casi avergonzado. El muchacho de la herida de bala primero se levantó de la cama y juntó sus dos manos delante del médico, como si fuera a rezar. Éste se echó hacia atrás, sorprendido, y, entonces, el chico se abalanzó sobre él, a sus pies, agarrándole las piernas con las dos manos. Luego sólo vi el movimiento relampagueante del médico y oí el sonido que siguió: la bofetada. Imaginé su indignación aunque no pudiera comprender las palabras que pronunció al apartar el obstáculo del camino. Luego salió deprisa, con la cara aún más roja y enojada que de costumbre. A la cama vacía llegó un enfermo nuevo, otro muchacho, con una venda que permitía apreciar claramente que no tenía ni un solo dedo en los pies. Cuando Pietka estuvo a mi lado, susurré: «Ginkule, Pietka» y él me preguntó: «Was?» [¿Qué?], a lo que yo respondí: «Aber früher, vorher…» [Pues hace un momento]. Por su expresión ingenua, ignorante y sorprendida advertí que debía de haber metido la pata, pues había cosas que uno tenía que asumir por sí mismo. Sin embargo, consideré que aquello había sido justo por varias razones: yo llevaba más tiempo en la habitación; él estaba en mejores condiciones que yo; él tendría, no cabía duda -por lo menos para mí-, más posibilidades que yo allí fuera y, por último, me resultaba más fácil aceptar que fuera él quien sufriera una situación desfavorable. Ésa fue mi conclusión. Analizara el tema como lo analizara, ésa era la conclusión.