La Hija Del Canibal

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La Hija Del Canibal
Название: La Hija Del Canibal
Автор: Montero Rosa
Дата добавления: 16 январь 2020
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Luc?a y Ram?n llevan juntos diez a?os, unidos m?s por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de A?o en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ram?n desaparece. Luc?a emprende la b?squeda por su cuenta.

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– Lucía…

– Sí.

– Esa torre, la torre de la nota, la torre del sello…

– ¿Sí?

– No, nada. Es una casualidad, hoy he soñado uno de mis sueños… De las adivinanzas. Y había una torre. Una torre de piedra con muchos, muchos pisos, muchísimas ventanas, una torre muy alta. Pero está toda rota, medio derruida. Un hombre. En lo alto de la torre hay un hombre triste. Se asoma al vacío; y entonces se tira. Pero mientras va cayendo por el aire, camino de la muerte, de repente oye un ruido. Entonces pone una expresión de extrema desesperación y grita: ¡Noooooooo!

– ¿No?

– ¡Noooooooo!

– ¿Y después?

– No hay más. Me desperté. Todavía no sé por qué grita, no sé la solución. Como estoy con fiebre…

Cerró Adrián los ojos, agotado por el esfuerzo de contarme la adivinanza. Pero una de sus manos trepó por el embozo como un cangrejo ciego y me buscó. Se metió el cangrejo, seco y ardiente, entre las palmas de mis manos, como buscando un refugio seguro. Para no caerse de la torre. Yo me quedé quieta, muy quieta. Tal vez así, pensé, Adrián no notará que estoy temblando.

Conocí a Van Hoog en mis andanzas finales como pistolero. Pero eso fue en la posguerra, y antes de llegar a la posguerra hay que hablar de la guerra, aunque resulte amargo -dijo Félix Roble-. Cuando empezó la guerra yo tenía veintidós años, y una novia formal, Dorita, Dorotea, y una responsabilidad que cumplir. Una responsabilidad política, social, libertaria. Como dijo Durruti, se lo debía a mi padre; pero sobre todo se lo debía a mi madre, muerta de miseria, y a mí mismo. A mi idea de lo justo. A los sueños y la rabia de mi niñez.

Aunque todo el país esperaba la guerra, yo había preferido ignorar los preparativos, los crecientes signos del combate. Por eso, cuando al fin estalló, me sentí culpable. Me abrumó entonces mi falta de compromiso con la causa; los escrúpulos anteriores, esa pequeña angustia que siempre me acompañó por la muerte de mi muerto, se me antojó de repente una excusa egoísta para librarme de la parte más dura de la militancia, para dedicarme a mi propio placer y a mis pasiones, a torear, a gustar a las mujeres, a vivir. Me había comportado como un desahogado, como un maldito parásito, casi peor que los burgueses a los que pretendía combatir (la burguesía expropiada y el Estado abolido: así se emanciparía la clase obrera), porque yo sabía. De modo que la asonada de Franco supuso para mí una profunda crisis de conciencia. Volví a sentirme ardiendo de furor anarquista, de solidaridad y de esperanza histórica. Había llegado el momento de la verdad. La Revolución o la muerte. Teníamos a nuestro alcance el Paraíso.

Aquel 18 de julio yo hubiera tenido que torear en Calatayud. Abandoné mi equipaje en la pensión, el traje de luces, el capote, todo, y me marché con unos compañeros de la FAI en un agitado viaje hacia Barcelona. Quería ponerme a las órdenes de Buenaventura: quería entregarle mi vida y que él hiciera con ella lo que quisiera. La Revolución y la guerra (porque los anarquistas hicimos las dos cosas) eran como el ojo de un huracán: lo chupaban todo, de manera que nada tenía importancia fuera de ellas. Nada de índole personal, quiero decir. Ni la emoción de los toros, por ejemplo; ni el amor de Dorita. A ella le pilló el alzamiento en Madrid. No volví a verla en muchos años. Era una buena chica: fue la primera mujer que me enterneció, la primera a la que quise arropar cuando dormía a mi lado. Pensé que eso era el amor; creí que ya lo había conseguido, que ya había llegado. Cuando se enamoran por primera vez, los jóvenes creen que ese amor es una meta, el lugar definitivo en el que instalarse; cuando en realidad es la línea de partida de la peripecia amorosa, que es como una larga carrera de obstáculos. Me encontré una vez con Dorita en una estación de metro en los años sesenta, cuando regresé a Madrid. La reconocí enseguida, aunque había engordado y tenía la cara marchita y como triste. «Estás igual», nos dijimos mutuamente. Mintiéndonos. Dorita iba con dos adolescentes granujientos y sucios. «Son mis dos pequeños», explicó. «¿Cuántos tienes?» «Cuatro», respondió Dorita con rubor, como disculpándose. Contemplé a los chicos: narigudos, feos. Si hubieran sido míos, pensé con orgullo idiota, habrían sido más guapos.

Pero estábamos hablando de la guerra. Llegué a Barcelona el 20 de julio, justo a tiempo de enterarme de la muerte de Ascaso. Le habían abatido unas horas antes en el asalto a Las Atarazanas. Había sido un héroe, había sido un loco, un valiente, un suicida, nos explicaron diferentes voces. Se había ido él solo, en descubierta, para intentar acallar una ametralladora. Armado con una pistola, nada más. Conociendo a Ascaso, yo pensé que había sido, sobre todo, orgulloso. Que debió de sentir miedo en el asalto al cuartel, tanto miedo que necesitó vencerse con un alarde de temeridad. Le mató su soberbia, la terrible altura del listón con que se medía a sí mismo. Los toreros sabemos bien lo que es convivir con el miedo. Cuanto más miedo tienes y más te sobrepones, más te arrimas. Pobre Ascaso. Vi su cadáver, tumbado sobre una mesa en el local de la FAI. Llevaba un traje ligero marrón, de señorito, elegante y a la moda, aunque ahora arrugado y empapado en su sangre. Y unas alpargatas de obrero. Murió con estilo y con un punto de locura. Tal y como él era.

Yo creía que iba a encontrarme con Durruti en el velatorio de Ascaso, pero no fue así. En aquellos primeros días Buenaventura era como Dios, enorme, ubicuo, omnipotente e inalcanzable, por lo menos para mí. Combatió sin dormir y sin pararse a llorar a su hermano Ascaso hasta acabar con la resistencia de los nacionales sublevados, negoció el poder militar y político con Companys, y organizó en un abrir y cerrar de ojos la columna Durruti, que salió cuatro días después hacia Zaragoza, en poder de los nacionales. En esos cuatro días, hasta que se fue, Buenaventura y yo anduvimos buscándonos el uno al otro cuando el tiempo de la guerra lo permitía, pero no conseguimos vernos. Al cabo, Durruti me mandó un mensaje por un cenetista: yo debía conseguir llevar a Bilbao, fuera como fuese, un camión con fusiles para los compañeros vascos. Las armas, ese fue el problema durante la guerra: nos escatimaban las armas a los anarquistas, no teníamos municiones, los oxidados naranjeros nos estallaban en la cara. Mientras me preparaban el envío, aún tuve tiempo de ver la partida de la columna Durruti. Era una preciosa tarde de verano y las calles de Barcelona estaban abarrotadas: todo el mundo quería despedir a los milicianos. No era un desfile militar, no había paso marcial, ni orden, ni filas que mantener. Era una marcha festiva, tres mil jóvenes vestidos con ropas multicolores, tres mil jóvenes cantando y besando a las muchachas y recibiendo ofrendas de claveles desde las ventanas.

Aunque llevaban granadas prendidas en los correajes, no parecía que aquellos chicos fueran camino de la guerra y de la muerte, y en realidad no lo iban: en aquella radiante tarde veraniega del 24 de julio, la columna Durruti marchaba hacia el futuro, hacia el triunfo de la Revolución y hacia la felicidad histórica.

La felicidad, sí. Me refiero al mito de la felicidad colectiva, que tan arraigado está en el ser humano; a la creencia de que en la tierra puede existir el Paraíso, es decir, una dicha horizontal, completa, en la que ningún niño se moriría de hambre. Hoy ya no creemos en la posibilidad de alcanzar una ventura semejante. Digo los occidentales. Los orgullosos ciudadanos del llamado Primer Mundo. No creemos en la felicidad porque ya no necesitamos esa fe. Sólo los pueblos miserables y paupérrimos necesitan creer en la posibilidad de alcanzar el Paraíso. De otro modo, ¿cómo podrían soportar tanto sufrimiento? Los milicianos de la columna Durruti salían a recoger esa felicidad, la dicha prometida y al fin llegada, la que se les debía a los pobres y a los desheredados desde hacía milenios, la que se habían ganado, día a día, con su dolor.

Soy un viejo idiota. Por eso se me humedecen los ojos ahora. Nos sucede mucho a los octogenarios: lloriqueamos por cualquier nimiedad como perros falderos con moquillo. Bien, lo admito, me ha emocionado. Creía que ya no dolía, pero aún duele. Recordar aquella entrega, todo aquel entusiasmo. La entereza anónima de tantas y de tantos. Y la justicia histórica: porque era cierto que se nos debía la felicidad. Pero enseguida comenzó el horror y nos ahogó la sangre; y ese horror se prolongaría durante varias décadas. Toda guerra es abominable; las guerras civiles son, además, perversas. Ya lo habéis visto ahora en Yugoslavia. En España fue también así. Violencia y crueldad hasta la náusea. En la zona republicana, la fragmentación del poder y el caos de las luchas intestinas dificultaron el control de los excesos. En la zona nacional, las atrocidades las cometía un ejército regular y disciplinado con el beneplácito de las autoridades. Para mí esto implica un grado y una diferencia, pero no creo que estas sutilezas morales le importen mucho al hombre al que le cortan lentamente las orejas antes de darle un tiro en la cabeza. Con el tiempo he aprendido que un muerto es un muerto en todas partes.

El sueño se acabó muy pronto para mí. Yo estaba en Bilbao, adonde había conseguido llegar con mis fusiles, cuando en enero de 1937 los bombarderos alemanes arrasaron la ciudad. La gente, que ya estaba muerta de hambre por el asedio, enloqueció de rabia y de miedo. Turbas desaforadas se echaron a la calle, dispuestas a asaltar las prisiones de los presos políticos. El Gobierno mandó entonces un batallón de la UGT para defender las cárceles, pero los soldados se contagiaron de la locura de la sangre y se unieron a la chusma. En la prisión de Laronga, el batallón de la UGT asesinó a 94 presos; en el convento del Ángel Custodio, a 96. Rematados a golpes, como alimañas. Yo asistí a la fase final del asalto al convento, horrorizado, e intenté detener, inútilmente, a un par de cenetistas a los que reconocí entre el populacho. Oí decir que iban a dirigirse después al convento de las Carmelitas, también convertido en cárcel provisional para presos políticos, y corrí hacia allí para avisarles. Dentro del edificio, ya muy asustados por los rumores de la carnicería, había seis guardias vascos dispuestos a resistir. Decidimos sacar a los presos de sus celdas, y entre todos construimos una gran barricada en la escalera con los muebles. Lo hicimos justo a tiempo, porque ya empezaban a llegar los linchadores. Sólo disponíamos de siete armas de fuego, las de los seis guardias y la mía, y enfrente teníamos un batallón perfectamente equipado y una horda de salvajes provista de los artefactos de matar más variopintos. Pensé que había llegado mi hora y me maldije: ¿cómo se me había ocurrido meterme en ese lío? Los guardias vascos, a fin de cuentas, no tenían más remedio que actuar así, había sido cosa de su destino, estaban moralmente obligados a defender a los presos. Pero yo, ¿qué pintaba yo en esa masacre? ¿Quién me mandaba a mí ponerme quijotesco y dejarme el pellejo por un puñado de fascistas? Aunque en realidad yo no lo hacía por ellos. Lo hacía por nosotros. Entonces sucedió algo increíble. Uno de los presos, un tipo con buena cabeza y con conocimientos técnicos, tuvo el ingenio de manipular el anticuado y precario tendido eléctrico del convento, de manera que, en un momento dado, consiguió hacer estallar al unísono todas las bombillas del edificio. La muchedumbre, histérica como estaba, creyó que volvían a bombardear los alemanes, y salió corriendo; y de esa manera tan chusca salvamos la vida. He de decir que el Gobierno republicano quedó consternado ante la atrocidad de los hechos; arrestaron a numerosos milicianos, y seis integrantes del batallón de la UGT fueron condenados a muerte y ejecutados. Además, se levantó la censura de guerra de los periódicos, para que pudiesen sacar la noticia de la masacre y la vergüenza pública sirviera de escarmiento. Pero a mí el horrible espectáculo me había dejado sobrecogido, desfondado. Creo que fue entonces cuando empezó a flaquear mi fe en la felicidad histórica. Recuerdo que pensé: hemos perdido la revolución, vamos a perder la guerra. Y si ganamos, será como si la hubiéramos perdido.

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