Confabulario
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Autodidacta de poderosa imaginaci?n. Juan Jos? Arreola ha ejercido los m?s dis?miles oficios: vendedor ambulante, periodista, maestro y sobre todo charlista de palabra deslumbrante y ademanes categ?ricos. Inquietador profesional de vidas y sensibilidades, buena parte de la |oven narrativa mexicana le debe ense?anzas definitivas. Su primer libro. Varia invenci?n, lo situ? como uno de los mejores cuentistas actuales. Confabularlo le da sitio aparte en nuestras letras. Su evoluci?n literaria podr?a resumirse as?: la ingenuidad que deviene sapiencia; la alusi?n que se convierte en elusi?n, el plano vertical que se trueca plano oblicuo. El tema del amor es capital en su obra: va del idealismo adolescente a una visi?n aterradora y caricaturesca de la mujer, cifra y s?mbolo de la enajenaci?n, del dolor y de la muerte. Autor de textos redondos por lo que toca a los personajes, la estructura y el estilo, me parece el m?s perfecto, porque los lastres que ven?a padeciendo la literatura mexicana desaparecen en ?l sin dejar huella,
Emanuel Carballo
Los cuentos que componen Confabularlo rebasan cualquier intento de descripci?n: f?bulas, poemas en prosa, cr?nicas, simples y llanas narraciones y divertimentos que trascienden, am?n de por su profundidad y poes?a, por su enorme maestr?a en el manejo del lenguaje. Cl?sico ya por la contundencia de su obra, Juan Jos? Arreola nos da en Confabularlo una peque?a muestra de su gran talento literario.
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CORRIDO
Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quien sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un testerazo, partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos de maíz.
Así es la Plazuela de Ameca, con su esquina ochavada y sus casas de grandes portones. Y en ella se encontraron una tarde, hace mucho, dos rivales de ocasión. Pero hubo una muchacha de por medio.
La Plazuela de Ameca es tránsito de carretas. Y las ruedas muelen la tierra de los baches, hasta hacerla finita, finita. Un polvo de tepetate que arde en los ojos, cuando el viento sopla. Y allí había, hasta hace poco, un hidrante. Un caño de agua de dos pajas, con su llave de bronce y su pileta de piedra.
La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo, por la ancha calle que se parte en dos. Los rivales caminaban frente a ella, por las calles de los lados, sin saber que se darían un tope en el testerazo. Ellos y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el destino, cada uno por su calle.
La muchacha iba por agua y abrió la llave. En ese momento los dos hombres quedaron al descubierto, sabiéndose interesados en lo mismo. Allí se acabó la calle de cada quien, y ninguno quiso dar paso adelante. La mirada que se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno bajaba la vista.
– Oiga amigo, qué me mira.
– La vista es muy natural.
Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada lo estaba diciendo todo. Y ni un ai te va, ni ai te viene. En la plaza que los vecinos dejaron desierta como adrede, la cosa iba a comenzar.
El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro, los estaba llenando de ganas de pelear. Era lo único que estorbaba aquel silencio tan entero. La muchacha cerró la llave dándose cuenta cuando ya el agua se derramaba. Se echó el cántaro al hombro, casi corriendo con susto.
Los que la quisieron estaban en el último suspenso, como los gallos todavía sin soltar, embebidos uno y otro en los puntos negros de sus ojos. Al subir la banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el cántaro y el agua se hicieron trizas en el suelo.
Ésa fue la merita señal. Uno con daga, pero así de grande, y otro con machete costeño. Y se dieron de cuchillazos, sacándose el golpe un poco con el sarape. De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los dos peleando por los destrozos del cántaro.
Los dos eran buenos, y los dos se dieron en la madre. En aquella tarde que se iba y se detuvo. Los dos se quedaron allí bocarriba, quién degollado y quién con la cabeza partida. Como los gallos buenos, que nomás a uno le queda tantito resuello.
Muchas gentes vinieron después, a la nochecita. Mujeres que se pusieron a rezar y hombres que dizque iban a dar parte. Uno de los muertos todavía alcanzó a decir algo: preguntó que si también al otro se lo había llevado la tiznada.
Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotlán de los Dolores, allá habría llegado con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora.