El Pez En El Agua
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El pez en el agua contiene, en cap?tulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, ?poca de su infancia en que se le comunic? que su padre no hab?a muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, a?o en que el joven escritor abandon? el Per? para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campa?a presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como anta?o, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`.
La extrema convicci?n y generosidad del comportamiento personal aqu? descrito y su firme y vehemente convicci?n y energ?a expresiva convierte a El pez en el agua no s?lo en un testimonio apasionante e ineludible sino tambi?n en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.
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Yo estaba desde las siete de la noche, listo, en el automóvil, acompañado por el personal de seguridad, dando vueltas por los alrededores del Amauta. Pero, por la radio, los responsables del acto dentro del local -el Chino Urbina y Alberto Massa- me contenían, diciéndome que todavía entraba gente y que había que dar tiempo a los animadores -Pedro Cateriano, Enrique Ghersi y Felipe Leño- para que calentaran el ambiente. Así pasó media hora, una hora, una hora y media. Para aplacar la impaciencia, dábamos vueltas por Lima y, vez que hablábamos con el coliseo, la respuesta era la misma: «Un ratito más.»
Cuando, al fin, me dieron luz verde y entré al Amauta, había una contagiante atmósfera de fiesta y euforia, con las banderas y cartelones de los distintos comités flameando en las tribunas, y las barras de cada lugar compitiendo en cantos y estribillos. ¡Pero habían pasado cerca de dos horas de la hora fijada! Roxana Valdivieso cantaba, en la tribuna, el himno del Movimiento. Hacía poco, Juan Incháustegui y Lourdes Flores habían hecho una entrada triunfal que remataron bailando un huaynito. Y ya había terminado el espectáculo de Lucho Delgado Aparicio. Los diarios y canales hostiles hicieron luego un escándalo, porque, entre los números folklóricos, aparecieron de pronto unas rumberas en ropas ligeras bailando una furiosa salsa. Según la prensa, la visión de aquellas caderas, nalgas, senos y muslos disforzados había provocado sofocos y bochornos a muchos respetables parlamentarios del Partido Popular Cristiano, y alguno afirmó que don Ernesto Alayza Grundy, encarnación de la probidad, se había sentido agraviado por el espectáculo. Pero Eduardo Orrego me aseguró después que todo eso era falso y que, en verdad, don Ernesto había contemplado a las rumberas con perfecto estoicismo. Y me consta que Enrique Chirinos Soto bufaba de felicidad por lo que vio.
En todo caso, cuando yo comencé a hablar, después de una introducción proustiana de Miguel Cruchaga (porque, de acuerdo a su afición por las alegorías, Miguel se sirvió esta vez de Proust para estructurar una de ellas), eran cerca de las diez de la noche. No llevaba cinco minutos desarrollando el primer tema -cómo había cambiado el panorama político nacional, en el que, antes, imperaban las ideas estatistas, en tanto que ahora el debate público giraba sobre la economía de mercado, la privatización y el capitalismo popular- cuando comencé a notar movimientos en las tribunas. Las luces de los reflectores me cegaban y no podía ver lo que ocurría, pero me pareció que aquéllas se vaciaban. En efecto, la gente partía en estampida. Sólo el cuadrilátero que tenía delante, los doscientos o trescientos candidatos municipales y dirigentes del Frente permanecieron allí hasta el final del discurso, que terminé a saltos, preguntándome qué demonios sucedía.
Los ómnibus y camiones habían sido contratados hasta las diez de la noche y la gente, sobre todo la de apartados pueblos jóvenes, no quería regresar a su casa haciendo cinco, diez o veinte kilómetros andando.
Total, que nuestra inexperiencia y descoordinación hizo que los festejos del segundo aniversario del Movimiento fueran, en lo que a publicidad se refiere, un desastre. La República, La Crónica, El Nacional y demás publicaciones oficialistas destacaron las tribunas semivacías del Amauta mientras yo hablaba e ilustraron las informaciones con los traseros contoneantes de las rumberas de Delgado Aparicio. Para contrarrestar el mal efecto, Lucho Llosa produjo en esos días un spot mostrando otra cara de la celebración: tribunas pletóricas de gente y unas ñustas bailando un huaynito.