Abandonada
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La marshal Mackenzie Stewart estaba pasando un tranquilo fin de semana en New Hampshire, en la casa de su amiga la jueza federal Bernadette Peacham, cuando fue atacada. Ella pudo repeler el ataque, pero el agresor consigui? escapar. Todo suger?a que se trataba de un loco violento… hasta que lleg? el agente del FBI Andrew Rook.
Mackenzie hab?a roto con ?l su norma de no salir con agentes del orden, pero sab?a que ?l no se hab?a desplazado desde Washington para verla, sino porque trabajaba en su caso. A medida que continuaba la caza del misterioso atacante, el caso dio un giro inesperado cuando Mackenzie sigui? a Rook a Washington y descubri? que un antiguo juez amigo de Bernadette, ahora ca?do en desgracia y convertido en informador de Rook, hab?a desaparecido.
Mackenzie y Rook comprender?an entonces que hab?a m?s en juego de lo que pensaban y que se enfrentaban a una mente criminal que no ten?a nada que perder y estaba dispuesta a jug?rselo todo.
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Cuando llegaron a casa de Rook, Mackenzie tomó su mochila antes de que lo hiciera él, se la echó al hombro y lo siguió hasta la puerta. En el coche había hablado poco y él no sabía si estaba más preocupada por lo que había encontrado en la puerta de su casa o por la idea de pasar la noche en casa de él.
Brian abrió la puerta.
– Estáis aquí -se pasó una mano por el pelo-. Ahora te iba a llamar. Ha venido un hombre a buscarte.
Rook entró en la casa y miró a su sobrino con el ceño fruncido.
– ¿Un hombre? ¿Quién?
– No lo sé. Le he preguntado el nombre pero no me lo ha dicho. Ha dicho que te dijera que sentía no haberte visto.
Mackenzie entró en la casa y dejó la mochila en el suelo al pie de las escaleras.
– ¿Puedes describirlo? -preguntó Rook.
– Cincuenta y tantos años, pelo gris, bien vestido -Brian se encogió de hombros y miró a Mackenzie con una mezcla de indiferencia y curiosidad que sólo un chico de diecinueve años podría conseguir.
– ¿Qué más?
– Muy rubio.
– Cal Benton -dijo Mackenzie.
Brian no reconoció el nombre.
– ¿Qué pasa? ¿Es algo federal? ¿Ese hombre está buscado?
– Espera un segundo, Brian -intervino Rook-. Mac…
Pero ella estaba ya en la puerta y él la siguió, sorprendido de su rapidez. La joven se volvió hacia él.
– Puedo avanzar más sola. Yo no trabajo en un caso.
– T.J. llegará en un minuto. Él se quedará con Brian. Iremos juntos.
– Yo soy amiga de esas personas -ella subió a su coche.
– Eres amiga de la jueza Peacham. Cal Benton…
– No tardaré mucho -ella le sonrió-. Guárdame pizza.
Cuando retrocedía por el camino de entrada, Brian salió de la casa y se puso al lado de su tío.
– Puedes salir detrás de ella. Yo estaré bien aquí.
Rook negó con la cabeza.
– Esperaré a T.J.
– Podemos llamar a papá y hacer que la intercepte.
Rook sonrió.
– Mac sabe lo que hace.
– O eso esperas -repuso su sobrino.
– Sí, eso espero. Ven. Vamos a entrar y me cuentas todo lo que te ha dicho ese hombre.
– Lo he anotado.
– ¿En serio? -Rook le dio una palmada en el hombro-. Muy bien.
Veintidós
Mackenzie sintió el impulso de salir del camino de entrada de Bernadette dos segundos después de haber llegado. Pero había luz en la casa, lo que sugería que la persona que estuviera allí, Bernadette o Cal o los dos, no se había acostado aún.
Cuando subió los escalones de la puerta lateral, ésta se había abierto ya. Bernadette la esperaba descalza y ataviada con una túnica negra.
– Podemos hablar arriba. Estoy haciendo las maletas para New Hampshire, me voy por la mañana -se volvió bruscamente y miró a Mackenzie-. Puedes subir escaleras, ¿verdad?
– Sí. ¿Cal está aquí?
– No.
Bernadette se alejó por el pasillo y Mackenzie cerró la puerta tras de sí y la siguió. Subió hasta el segundo piso recordando cómo le gustaba antes visitar a Bernadette en Washington, sobre todo antes de su matrimonio con Cal. Ella había intentado mantenerse neutral con él, aunque ninguno de los demás amigos de Bernadette se había molestado en hacerlo. Y desde luego, nadie en Cold Ridge, donde no era apreciado. Pero todos querían que Bernadette fuera feliz y si Cal la hacía feliz, ¿quiénes eran ellos para criticarla?
Tenía una maleta abierta en el suelo a los pies de la cama de cuatro columnas con la colcha color champán retirada como si la jueza hubiera intentado dormir y decidido luego hacer las maletas.
– Iré con el coche -dijo-. Había pensado ir en avión y Gus dijo que vendría a buscarme al aeropuerto, pero conducir me ayudará a despejar la mente.
– Beanie, no sé si es buena idea conducir en este momento.
– No te preocupes por mí. Por el amor de Dios, ya llevo tiempo en este trabajo y nunca pasó nada hasta… -movió una mano en el aire-. Olvídalo.
– Hasta que yo me hice agente federal.
– No importa. Mi seguridad personal no me preocupa lo más mínimo -se volvió hacia la cómoda y abrió un cajón-. Pero tú no has venido a hablar de mi viaje, ¿verdad?
Mackenzie ya no estaba segura de que hubiera sido buena idea ir allí, pero no podía retroceder. Bernadette no se lo permitiría, insistiría en una explicación.
Ni siquiera intentó mostrarse sutil.
– ¿Por qué ha ido Cal a la casa de un agente del FBI?
– ¿Qué? -Bernadette se volvió con dos pares de calcetines en la mano-. Te refieres a Andrew Rook, ¿verdad? ¿Cal ha ido a verlo?
– Así es. Hace un rato.
La jueza entrecerró los ojos.
– ¿Y puedo preguntar por qué te importa eso a ti?
– Beanie… -Mackenzie se esforzó por encontrar las palabras apropiadas-. Habla con Cal.
– He hablado con Cal desde el día en que nos conocimos hace tres años hasta el día en que nos divorciamos hace ocho semanas. Ahora sólo hablo con él cuando no tengo más remedio. Estoy harta, Mackenzie; ya no puedo más. Me casé con el hombre que creía que era, o quizá el hombre que yo quería que fuera. Eso ya se ha acabado. Ahora seguimos caminos separados. Cuando vuelva aquí en septiembre, sólo lo veré si coincidimos en algún cóctel.
– Habla con él de todos modos.
– Cambiaré las cerraduras de la casa si eso hace que te sientas mejor.
– No es eso.
La mujer dejó los calcetines en la maleta.
– ¿Y qué es, Mackenzie? ¿Por qué vienes a mi casa a estas horas?
– Harris Mayer y Cal se conocen. Harris ha desaparecido…
Bernadette se enderezó, adoptó sus modales de jueza.
– Elige bien tus palabras, Mackenzie. «Desaparecido» es una palabra muy fuerte.
– Pues entonces la retiro. Oye, yo no quiero que te pase nada. Eres una de las personas más buenas y generosas que conozco.
– ¿Y eso me vuelve débil y estúpida?
Mackenzie no vaciló.
– No, eso hace que la gente como yo te queramos.
Bernadette se sentó en el borde de la cama con los ojos llenos de lágrimas.
– Lo siento -su voz era poco más que un susurro-. Lo siento mucho.
– ¿Qué sientes? Tú no has hecho nada malo.
– Sé que… ¡Oh, Mackenzie!, sé que es mi culpa que te pase todo esto. Ese hombre… el hombre que te atacó… -movió la cabeza y se secó las lágrimas con el dorso de la mano-. Sé que es culpa mía que estuviera en mi propiedad.
– Si sabes algo concreto…
– ¡Maldita sea, Mackenzie! Sé lo que tengo que hacer. Yo no sé nada.
Mackenzie casi sonrió.
– Vale.
Bernadette suspiró entre lágrimas.
– No pretendía gritarte -se incorporó y señaló la maleta-. Ni siquiera sé lo que he metido.
– Debo irme -dijo la joven.
– Veré a Cal antes de marcharme. Hablaré con él. Lo prometo. Pero en este momento no tengo ni idea de por qué ha ido a casa de Andrew Rook.
Cuando volvió a su coche, Mackenzie reprimió el impulso de dirigirse al norte, hacia New Hampshire. Podía cumplir las expectativas de todos y dejar el trabajo de marshal. Dedicarse a escribir su tesis y olvidarse de todo aquello.
Pero volver a New Hampshire no resolvería nada. Aquel hombre seguiría suelto y ella se preguntaría cuándo volvería a atacarla o a dejarle un regalo macabro.
Lo que tenía que hacer era encontrarlo.
De camino a casa de Rook, se equivocó dos veces de giro. Cuando llegó, se disponía a llamar, pero antes de que lo hiciera se abrió la puerta y apareció Rook con vaqueros y camiseta y tan atractivo que ella tuvo que abofetearse mentalmente. Enamorarse de él no la iba a ayudar a encontrar a su atacante.
– ¿Me habéis guardado pizza? -preguntó.
T.J. estaba en la mesa de la cocina con Brian Rook, que se excusó al instante y subió las escaleras.
Rook le puso un trozo de pizza en el plato y se lo dejó en la mesa.
– Está templada, no caliente.
– Está bien así. Gracias.
T.J. echó atrás su silla pero no se levantó.