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La caverna

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La caverna
Название: La caverna
Автор: Saramago Jose
Дата добавления: 16 январь 2020
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La caverna читать книгу онлайн

La caverna - читать бесплатно онлайн , автор Saramago Jose

"La Caverna" es la nueva novela del escritor portugu?s Jos? Saramago. En ella el escritor critica la sociedad consumista de nuestros tiempos. La novela cuenta la historia de una familia de artesanos que fabrica objetos de barro y se da cuenta de que su trabajo ha dejado de ser necesario para el mundo. El peque?o negocio de la familia corre peligro debido a la creaci?n de un gran centro. El protagonista, Cipriano Alvor de 64 a?os, no entiende como las industrias de cer?mica y sus robots pueden sustituir a los barros amasados, principal cr?tica del autor.El tema de la novela es el an?lisis que hace Saramago de la sociedad de hoy en d?a a la que considera "una realidad injusta y vergonzante". Saramago realiza una met?fora en la que el gran centro del que habla es el Occidente de hoy en d?a. Saramago afirma que "en los centros comerciales, los estadios y las discotecas es donde las personas aprenden las normas de vida y todos esos lugares son cavernas cerradas". Saramago intenta con su novela implicarnos en el mundo e informarnos de "la conciencia autista que crean los grandes centros comerciales"."La Caverna" est? basada en el mito que Plat?n mostraba en el libro VII de "La Rep?blica" y forma parte de una "trilog?a involuntaria" integrada por "Ensayo sobre la ceguera" y "Todos los nombres". En la primera se perd?a la vista, en la segunda el nombre y en esta ?ltima Saramago retrata la p?rdida del empleo, "una neurosis a la orden del d?a". Sin lugar a dudas Saramago conquistar? de nuevo a los lectores intent?ndoles demostrar que "vivimos observando sombras que se mueven y creemos que eso es la realidad, esa realidad que hoy llamamos virtual".

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Que muchos de los mitos antropogenéticos no prescindieron del barro en la creación material del hombre es un hecho ya mencionado aquí y al alcance de cualquier persona medianamente interesada en almanaques lo-sé-todo y enciclopedias ca-si-todo. No es éste, por regla general, el caso de los creyentes de las diferentes religiones, ya que se sirven de las vías orgánicas de la iglesia de la que forman parte para recibir e incorporar esa y otras muchas informaciones de igual o similar importancia. No obstante, hay un caso, un caso por lo menos, en que el barro necesitó ir al horno para que la obra fuese considerada acabada. Y eso después de varias tentativas. Este singular creador al que nos estamos refiriendo y cuyo nombre olvidamos ignoraría probablemente, o no tendría suficiente confianza en la eficacia taumatúrgica del soplo en la nariz al que otro creador recurrió antes o recurriría después, como en nuestros días hizo también Cipriano Algor, aunque sin más intención que la modestísima de limpiar de cenizas la cara de la enfermera. Volviendo, pues, al tal creador que necesitó llevar el hombre al horno, el episodio pasó de la manera que vamos a explicar, de donde se verá que las frustradas tentativas a que nos referimos resultaron del insuficiente conocimiento que el dicho creador tenía de las temperaturas de la cocción. Comenzó por hacer con barro una figura humana, de hombre o de mujer es pormenor sin importancia, la metió en el horno y atizó la lumbre suficiente. Pasado el tiempo que le pareció cierto, la sacó de allí, y, Dios mío, se le cayó el alma a los pies. La figura había salido negra retinta, nada parecida a la idea que tenía de lo que debería ser su hombre. Sin embargo, tal vez porque todavía estaba en comienzo de actividad, no tuvo valor para destruir el fallido producto de su inexperiencia. Le dio vida, se supone que con un coscorrón en la cabeza, y lo mandó por ahí. Volvió a moldear otra figura, la metió en el horno, pero esta vez tuvo la precaución de cautelarse con la lumbre. Lo consiguió, sí, pero demasiado, pues la figura apareció blanca como la más blanca de todas las cosas blancas. Aún no era lo que él quería. Con todo, pese al nuevo fallo, no perdió la paciencia, debe de haber pensado, indulgente, Pobrecillo, la culpa no es suya, en fin, dio también vida a éste y lo echó a andar. En el mundo había ya por tanto un negro y un blanco, pero el desgarbado creador todavía no había logrado la criatura que soñara. Se puso una vez más manos a la obra, otra figura humana ocupó lugar en el horno, el problema, incluso no existiendo todavía el pirómetro, debía ser fácil de solucionar a partir de aquí, es decir, el secreto era no calentar el horno ni de más ni de menos, ni tanto ni tan poco, y, por esta regla de tres, ahora será la buena. No lo fue. Es cierto que la nueva figura no salió negra, es cierto que no salió blanca, pero, oh cielos, salió amarilla. Otro cualquiera tal vez hubiese desistido, habría despachado aprisa un diluvio para acabar con el negro y el blanco, habría partido el cuello al amarillo, lo que se podría considerar como la conclusión lógica del pensamiento que le pasó por la mente en forma de pregunta, Si yo mismo no sé hacer un hombre capaz, cómo podré mañana pedirle cuentas de sus errores. Durante unos cuantos días nuestro improvisado alfarero no tuvo coraje para entrar en la alfarería, pero después, como se suele decir, le acometió de nuevo el bicho de la creación y al cabo de algunas horas la cuarta figura estaba modelada y pronta para ir al horno. En el supuesto de que entonces hubiese por encima de este creador otro creador, es muy probable que del menor al mayor se hubiese elevado algo así como un ruego, una oración, una súplica, cualquier cosa del género, No me dejes quedar mal. En fin, con las manos ansiosas introdujo la figura de barro en el horno, después escogió con meticulosidad y pesó la cantidad de leña que le parecía conveniente, eliminó la verde y la demasiado seca, retiró una que ardía mal y sin gracia, añadió otra que daba una llama alegre, calculó con la aproximación posible el tiempo y la intensidad del calor, y, repitiendo la imploración, No me dejes quedar mal, acercó un fósforo al combustible. Nosotros, humanos de ahora, que hemos pasado por tantas situaciones de ansiedad, un examen difícil, una novia que faltó al encuentro, un hijo que se hizo esperar, un empleo que nos fue negado, podemos imaginar lo que este creador habrá sufrido mientras aguardaba el resultado de su cuarta tentativa, los sudores que probablemente sólo la proximidad del horno impedían que fuesen helados, las uñas roídas hasta la raíz, cada minuto que iba pasando se llevaba consigo diez años de existencia, por primera vez en la historia de las diversas creaciones del universo mundo conoció el propio creador los tormentos que nos aguardan en la vida eterna, por ser eterna, no por ser vida. Pero valió la pena. Cuando nuestro creador abrió la puerta del horno y vio lo que se encontraba dentro, cayó de rodillas extasiado. Este hombre ya no era ni negro, ni blanco, ni amarillo, era, sí, rojo, rojo como son rojos la aurora y el poniente, rojo como la ígnea lava de los volcanes, rojo como el fuego que lo había hecho rojo, rojo como la misma sangre que ya le estaba corriendo por las venas, porque a esta humana figura, por ser la deseada, no fue necesario darle un coscorrón, bastó haberle dicho, Ven, y ella por su propio pie salió del horno. Quien desconozca lo que pasó en las posteriores edades dirá que, pese a tal acopio de yerros y ansiedades, o, por la virtud instructiva y educativa de la experimentación, gracias a ellos, la historia acabó teniendo un final feliz. Como en todas las cosas de este mundo, y seguramente de todos los otros, el juicio dependerá del punto de vista del observador. Aquellos a quienes el creador rechazó, aquellos a quienes, aunque con benevolencia de agradecer, apartó de sí, o sea, los de piel negra, blanca y amarilla, prosperaron en número, se multiplicaron, cubren, por decirlo así, todo el orbe terráqueo, mientras que los de piel roja, esos por quienes se había esforzado tanto y por quienes sufriera un mar de penas y angustias, son, en estos días de hoy, las evidencias impotentes de cómo un triunfo puede llegar a transformarse, pasado el tiempo, en el preludio engañador de una derrota. La cuarta y última tentativa del primer creador de hombres que introdujo sus criaturas en el horno, esa que aparentemente le trajo la victoria definitiva, llegó a ser, al final, la del definitivo descalabro. Cipriano Algor, también lector asiduo de almanaques y enciclopedias lo-sé-todo o casi-todo, había leído esta historia cuando todavía era muchacho y habiendo olvidado tantas cosas en la vida, de ésta no se olvidó, vaya usted a saber por qué. Era una leyenda india, de los llamados pieles rojas, para ser más exactos, con la cual los remotos creadores del mito pretenderían probar la superioridad de su raza sobre cualesquiera otras, incluyendo aquellas de cuya efectiva existencia no tenían entonces noticia. Sobre este último punto, anticípese la objeción, sería vano e inútil el argumento de que, puesto que no tenían conocimiento de otras razas tampoco las podrían imaginar blancas, o negras, o amarillas, o tornasoladas. Puro engaño. Quien así argumentase sólo demostraría ignorar que estamos lidiando aquí con un pueblo de alfareros, de cazadores también, para quienes el penoso trabajo de transformar el barro en una vasija o en un ídolo había enseñado que dentro de un horno todas las cosas pueden suceder, tanto el desastre como la gloria, tanto la perfección como la miseria, tanto lo sublime como lo grotesco. Cuántas y cuántas veces, durante cuántas generaciones habrían tenido que retirar del horno piezas torcidas, rajadas, convertidas en carbón, faltas o medio crudas, todas inservibles. En realidad no existe una gran diferencia entre lo que pasa en el interior de un horno de alfarería y un horno de panadería. La masa del pan no es más que un barro diferente, hecho de harina, levadura y agua, y, tal como el otro, va a salir cocido del horno, o crudo, o quemado. Dentro tal vez no haya diferencia, se desahoga Cipriano Algor, pero, aquí fuera, garantizo que daría todo en este momento por ser panadero. Los días y las noches se sucedían, y las tardes y las mañanas. Está en los libros y en la vida que los trabajos de los hombres siempre fueron más largos y pesados que los de los dioses, véase el caso ya mencionado del creador de los pieles rojas que, en definitiva, no hizo más que cuatro imágenes humanas, y por este poco, aunque con escaso éxito de público interesado, tuvo entrada en la historia de los almanaques, mientras que Cipriano Algor, a quien ciertamente no le espera la retribución de un registro biográfico y curricular en letra de molde, tendrá que desentrañar de las profundidades del barro, sólo en esta primera fase, ciento cincuenta veces más, es decir, seiscientos muñecos de orígenes, características y situaciones sociales diferentes, tres de ellos, el bufón, el payaso y la enfermera, más fácilmente definibles también por las actividades que ejercen, lo que no sucede con el mandarín y con el asirio de barbas, que, a pesar de la razonable información recopilada en la enciclopedia, no fue posible averiguar lo que hicieron en la vida. En cuanto al esquimal se supone que seguirá cazando y pescando. Es cierto que a Cipriano Algor le da lo mismo. Cuando las figurillas comiencen a salir de los moldes, iguales en tamaño, atenuadas por la uniformidad del color las diferencias indumentarias que los distinguen, necesitará hacer un esfuerzo de atención para no confundirlas y mezclarlas. De tan entregado al trabajo, algunas veces se olvidará de que los moldes de yeso tienen un límite de uso, algo así como unas cuarenta utilizaciones, a partir de las cuales los contornos comienzan a difuminarse, a perder vigor y nitidez como si la figura se fuese poco a poco cansando de ser, como si estuviese siendo atraída a un estado original de desnudez, no sólo la suya propia como representación humana, sino la desnudez absoluta del barro antes de que la primera forma expresada de una idea lo hubiese comenzado a vestir. Para no perder tiempo comenzó arrumbando las figuras inservibles en un rincón, pero después, movido por un extraño e inexplicable sentimiento de piedad y de culpa, fue a buscarlas, deformadas y confundidas por la caída y por el choque la mayor parte, y las colocó cuidadosamente en un estante de la alfarería. Podría haber vuelto a amasarlas para concederles una segunda posibilidad de vida, podría haberlas aplanado sin dolor como aquellas dos figuras de hombre y de mujer que modeló al principio, todavía está aquí su barro seco, agrietado, informe, y sin embargo levantó de la basura los mal formados engendros, los protegió, los abrigó, como si quisiese menos sus aciertos que los errores que no había sabido evitar. No llevará esos muñecos al horno, mal empleada sería la leña que para ellos ardiese, pero va a dejarlos aquí hasta que el barro se raje y disgregue, hasta que los fragmentos se desprendan y caigan, y, si el tiempo diera para tanto, hasta que el polvo que ellos serán se transforme de nuevo en arcilla resucitada. Marta ha de preguntarle, Qué hacen ahí esas piezas defectuosas, a lo que él responderá, Ellos me gustan, no dirá Ellas me gustan, si lo hubiera dicho los expulsaría definitivamente del mundo para el que habían nacido, dejaría de reconocerlos como obra suya para condenarlos a una última y definitiva orfandad. Obra suya, y fatigosa obra, también son las decenas de muñecos acabados que todos los días van siendo transferidos a las tablas de secado, ahí fuera, bajo la sombra del moral, pero ésos, por ser tantos y apenas distinguirse unos de los otros, no piden más cuidados y atenciones que los indispensables para que no se lisien a última hora. A Encontrado no hubo más remedio que atarlo para que no se subiese a las tablas, donde sin ninguna duda cometería el mayor estropicio jamás visto en la turbulenta historia de la alfarería, pródiga, como se sabe, en cascotes e indeseables amalgamaciones. Recordemos que cuando los primeros seis muñecos, los otros, los prototipos, fueron puestos a secar aquí, y Encontrado quiso averiguar, por contacto directo, lo que era aquello, el grito y la palmada instantánea de Cipriano Algor bastaron para que su instinto de cazador, aún más excitado por la insolente inmovilidad de los objetos, se retrajese sin llegar a causar daños, pero reconozcamos que sería irrazonable esperar ahora de un animal así que resistiese impávido a la provocación de una horda de payasos y mandarines, de bufones y enfermeras, de esquimales y asirios de barbas, todos malamente disfrazados de pieles rojas. Duró una hora la privación de libertad. Impresionada por la sentida expresión, incluso melindrosa, con que Encontrado se sometió al castigo, Marta le dijo al padre que la educación tendría que servir para algo, aunque se tratase de perros, La cuestión es adaptar los métodos, declaró, Y cómo vas a hacer eso, Lo primero que hay que hacer es soltarlo, Y después, Si intenta subir a las tablas, se ata otra vez, Y después, Se suelta y se ata tantas veces cuantas sean necesarias, hasta que aprenda, A primera vista, puede dar resultado, en todo caso no te dejes engañar si te parece que ya ha aprendido la lección, claro que no se atreverá a subir estando tú presente, pero, cuando se encuentre solo, sin nadie que lo vigile, temo que tus métodos educativos no tengan suficiente fuerza para disciplinar los instintos del abuelo chacal que está al acecho en la cabeza de Encontrado, El abuelito chacal de Encontrado ni siquiera se tomaría la molestia de oler los muñecos, pasaría de largo y seguiría su camino a la búsqueda de algo que realmente pudiera ser comido, Bueno, sólo te pido que pienses en lo que sucederá si el perro se sube a las tablas, la cantidad de trabajo que vamos a perder, Será mucho, será poco, ya veremos, pero, si eso ocurre, me comprometo a rehacer las figuras que se estraguen, tal vez sea ésa la manera de convencerlo para que me deje ayudarle, De eso no vamos a hablar ahora, vete ya a tu experiencia pedagógica. Marta salió de la alfarería y, sin decir una palabra, soltó la correa del collar. Luego, tras dar unos pasos hacia la casa, se paró como distraída. El perro la miró y se tumbó. Marta avanzó algunos pasos más, se detuvo otra vez, y a continuación, decidida, entró en la cocina, dejando la puerta abierta. El perro no se movió. Marta cerró la puerta. El perro esperó un poco, después se levantó y, despacio, se fue aproximando a las tablas. Marta no abrió la puerta. El perro miró hacia la casa, dudó, volvió a mirar, después asentó las patas en el borde de la tabla donde estaban secándose los asirios de barbas. Marta abrió la puerta y salió. El perro bajó rápidamente las patas y se quedó parado en el mismo sitio, a la espera. No había motivos para huir, no le acusaba la conciencia de haber hecho mal alguno. Marta lo agarró por el collar y, nuevamente sin pronunciar palabra, lo prendió a la correa. Después volvió a entrar en la cocina y cerró la puerta. Su apuesta era que el can se hubiese quedado pensando en lo sucedido, pensando, o lo que él suela hacer en una situación como ésta. Pasados dos minutos lo liberó otra vez de la correa, convenía no darle tiempo al animal de olvidar, la relación entre la causa y el efecto tenía que instalarse en su memoria. El perro empleó más tiempo en poner las patas sobre la tabla, pero por fin se decidió, se diría que con menos convicción que la de antes. En seguida estaba nuevamente atado. A partir de la cuarta vez comenzó a dar señales de comprender lo que se pretendía de él, pero continuaba subiendo las patas a la tabla, como para acabar de tener la certeza de que no las debería poner allí. Durante todo este atar y desatar, Marta no había proferido una sola palabra, entraba y salía de la cocina, cerraba y abría la puerta, a cada movimiento del perro, el mismo siempre, respondía con su propio movimiento, siempre el mismo, en una cadena de acciones sucesivas y recíprocas que sólo acabaría cuando uno de ellos, merced a un movimiento distinto, rompiese la secuencia. A la octava vez que Marta cerró tras de sí la puerta de la cocina, Encontrado avanzó de nuevo hacia las tablas, pero, llegado allí, no levantó las patas simulando que quería alcanzar los asirios de barbas, se puso a mirar hacia la casa, inmóvil, a la espera, como si estuviese desafiando a la dueña a ser más osada que él, como si le preguntase Qué respuesta tienes tú ahora para contraponer a esta genial jugada mía, que me va a dar la victoria, y a ti te derrotará. Marta murmuraba satisfecha consigo misma, He ganado, estaba segura de que ganaría. Fue hacia el perro, le hizo unas caricias en la cabeza, dijo gentil, Encontrado bonito, Encontrado simpático, el padre se asomó a la puerta de la alfarería para presenciar el feliz desenlace, Muy bien, sólo falta saber si será definitivo, Pongo las manos en el fuego por que nunca más subirá a las tablas, dijo Marta. Son poquísimas las palabras humanas que los perros consiguen incorporar a su vocabulario propio de roznidos y ladridos, sólo por eso, por no entenderlas, Encontrado no protestó contra la irresponsable satisfacción de que sus dueños estaban dando muestras, pues cualquier persona competente en estas materias y capaz de apreciar de manera objetiva lo sucedido diría que el vencedor de la contienda no es Marta, la dueña, por muy convencida que de eso esté, mas sí el perro, aunque también debamos reconocer que dirían precisamente lo contrario aquellas personas que sólo por las apariencias saben juzgar. Presuma cada uno de la victoria que supone haber alcanzado, incluso los asirios de barbas y sus colegas, ahora felizmente a salvo de agresiones. En cuanto a Encontrado, no nos resignaremos a dejarlo por ahí con una injusta reputación de perdedor. La prueba probada de que la victoria fue suya es que se convirtió, a partir de aquel día, en el más cuidadoso de los guardianes que alguna vez protegieron monigotes de barro. Había que oírlo ladrar llamando a los dueños cuando un inesperado golpe de viento tumbó media docena de enfermeras.

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