Historia de una maestra
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Historia de una maestra es un relato en el que la protagonista rememora con serena lucidez la historia de su vida. Entregada a una profesi?n que la lleva de pueblo en pueblo, en condiciones casi siempre miserables, Gabriela vive su historia personal sobre el tel?n de fondo de un periodo decisivo en la historia de Espa?a: desde los a?os veinte hasta el comienzo de la guerra civil.
El advenimiento de la Rep?blica, con sus promesas de grandes cambios y su exaltaci?n del papel de los maestros en la transformaci?n de la sociedad espa?ola, la lucha contra la ignorancia y el caciquismo, la revoluci?n de Octubre vivida en un pueblo minero, la violencia y el brutal desgarramiento familiar, la nostalgia recurrente de la ?nica aventura de su vida, su primera escuela en Guinea… todo ello va conformando la vida de una mujer testigo y protagonista de unos hechos que explican en gran parte los sucesos que vinieron despu?s.
El sue?o individual y colectivo, la lucha y las renuncias de los que entregaron su vida para conseguir despertar a un pueblo adormecido transcurren por las p?ginas de esta excelente novela, que se convierte as? en un homenaje a unos personajes olvidadas y sin embargo clave en la historia de Espa?a: los maestros de la Rep?blica.
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Era la contraseña. Algunos cogían mantas y subían hacia la Plaza. Eran los que tenían un trabajo mixto como Joaquín, mina y campo, campo y mina. Subían para unirse a los demás, para escapar al monte o hacerse fuertes en la mina.
Una vez más cogí a mi hija, la apreté entre mis brazos, me pregunté qué hacer. ¿Subiría yo también? Ezequiel estaría entre los que, arriba, estudiarían la decisión a tomar: rendirse o resistir.
Ya era día bien claro cuando el motor de los camiones se dejó sentir carretera adelante. Las calles estaban vacías cuando alcanzaron el pueblo. Atemorizadas y expectantes las gentes se escondían tras las ventanas cerradas. Por un agujero abierto en la madera pude ver el paso del Ejército. Eran muchos, muchísimos. En los camiones descubiertos se apretaban los soldados. Dirigían hacia las casas las bocas de sus fusiles. Yo imaginaba que al menor movimiento sonaría la voz de fuego. Pero nadie se movió. Cuando todos hubieron pasado, allá en lo alto sonó un tiro aislado, luego otro, disparos como de cazadores en domingo. La respuesta fue una ráfaga de balas, un tableteo ininterrumpido y después, otra vez, el silencio.
– Una ametralladora, eso fue lo que dispararon -dijo Marcelina que había cruzado la calle rápida en cuanto desapareció el último camión.
Me miraba con expresión rara. Me contemplaba entre perpleja y conmiserativa. Piensa en Ezequiel y en lo que puede sucederle allí arriba, me dije. Mientras tanto yo sentía que todo estaba sucediendo lejos y fuera de mí. Lo inevitable había llegado. Me di cuenta de hasta qué punto estaba preparada para afrontar ese momento.
– Ya lo sabíamos -musité.
Marcelina me miraba y no encontró palabras para el consuelo o la esperanza.
– Voy a hacer café -dijo, echando mano de los gestos sencillos, único refugio para paliar la gravedad de los hechos extraordinarios.
Ezequiel llegó al anochecer. Entró por atrás. Debía de haber saltado por la paredilla del prado. Me dio un susto terrible.
Yo esperaba pegada al cristal del balcón. Bajará él o alguien me traerá un recado, pensaba. Apareció de pronto en la puerta sin llamar, sin avisar, como un fugitivo.
– Estábamos reunidos en el Ayuntamiento pero ellos fueron derechos a la mina. Hubo algunos disparos aunque se había decidido no ofrecer resistencia para evitar mayores desgracias. Después de las noticias que llegaron quedaba claro que estábamos perdidos.
Parecía infinitamente cansado pero no se sentó. Acarició a la niña dormida y me besó en la mejilla. Olía a sueño, a tabaco y a ropa sucia.
– No te muevas. Pase lo que pase, continúa aquí. Nadie se va a meter contigo porque tú no te has metido con nadie.
Bajó otra vez las escaleras, con el mismo sigilo con que las había subido. Y se esfumó en la noche, en la zozobra y el peligro.
– No llegará la sangre al río -me dijo Marcelina cuando crucé la carretera para informarle de la visita de Ezequiel.
Pero pronto supimos que había sangre y que ésta se había deslizado por las aguas del río. La noticia llegó al día siguiente. «Allí mismo, junto al puente volado, les hicieron cruzar a golpe de bayoneta, sí señor. ¿No habéis volado el puente?, les decían. Pues ahora a cruzar por la corriente…»
Ezequiel y Domingo iban con ellos. Mateo había oído el ruido de los camiones al amanecer; había saltado de la cama para correr detrás de ellos; había contemplado el espectáculo escondido entre los arbustos.
– Los llevaban atados de dos en dos. Se caían y les obligaban a seguir; allí no cubre mucho, en esa parte. Los soldados iban detrás y al que se desmandaba lo pinchaban…
«La sangre de los mineros se deslizará río abajo, hasta remansarse en los meandros de los cangrejos y los juncos del verano», pensaba yo pero me mantenía serena y lúcida. Siempre me ha sorprendido la dificultad que el ser humano tiene para soportar las molestias cotidianas y la valentía con que afronta las situaciones excepcionales.
La detención de Ezequiel, su desaparición y la sucesión de acontecimientos que me tocó vivir, despertaron en mí una fuerza insospechada.
A las veinticuatro horas de su ocupación por el Ejército, el pueblo parecía tranquilo. Los servicios fueron restablecidos lentamente. Se abrieron las escuelas. Un sustituto salido no se sabía de dónde ocupó el puesto de Ezequiel. Era un muchacho joven, vestido de negro, pelado al rape, con aire de seminarista. Pasó a saludarme a la hora del recreo y parecía cohibido. Le miré a los ojos que se esforzaba en mantener fijos en el suelo y le dije:
– Si necesita ayuda con los niños ya sabe dónde estoy.
Mis alumnas parecían asustadas. El primer día de reanudación de las clases, no hablaban y obedecían la menor indicación con presteza. Pronto recuperaron su manera natural de producirse. Fueron espontáneas y hasta hubo alguna que preguntó.
– ¿Vendrá pronto don Ezequiel?
Yo les pedí que hicieran una redacción contando cómo habían vivido los últimos sucesos. Casi todas hicieron hincapié en dos cosas: la explosión que había destruido el puente y la llegada de las tropas al pueblo.
A propósito de las tropas, a la semana de su llegada, se presentó un sargento en mi casa. Se dirigió a mí hosco y un poco incómodo para pedirme la llave de la vivienda del maestro.
– Me han asignado ese piso como vivienda para mi familia.
Busqué la llave en el gancho del portal. Estaba allí desde que llegamos ya que nadie la usaba. Se la entregué y él me enseñó un papel, una orden o un Oficio que yo rechacé.
– No me enseñe nada. La vivienda no es mía. Es del Estado -le dije.
Pero una pregunta me asaltó en el mismo instante en que nombró a su familia: ¿Hasta cuándo piensan, entonces, quedarse en el pueblo?
– Pues muchos días, ya ve usted -me informó Marcelina-. Muchos días porque los oficiales y los suboficiales andan así, buscando alojamiento por orden superior. El que va a vivir en la escuela es de Madrid. Casado y con una niña. Se conoce que piensan destacarlos aquí por tiempo largo, por lo menos a parte de ellos. Querrán tener vigilada la mina para que no se desmande nadie…
El domingo por la mañana llegaron la mujer y la niña. Se bajaron del taxi, llamaron a mi puerta y al decirles que no tenía la llave, el taxista se ofreció a buscar al sargento.
La mujer era pizpireta, bajita y gordezuela. Parecía muy joven, con su pelo corto rizado a grandes ondas. Llevaba un abrigo de paño azul con un cuello blanco de piel de cordero y zapatos de tacón. La niña era un poco mayor que Juana. Tenía el pelo rubio aclarado con camomila y un gran lazo tieso, posado en la cabeza como un pájaro. Lo miraba todo sorprendida.
– Usted es la maestra, ¿verdad? -preguntó la madre-. Decía yo que si podría tener a mi niña en la escuela el tiempo que estemos aquí… ¿Verdad que tú sí quieres, Dolorcitas? Ha cumplido los años hace poco, precisamente nació un cinco de octubre.
Aquel «precisamente» le salió con un matiz de disgusto en la voz.
Era el día del comienzo de la revolución, la huelga general, la insurrección o comoquiera que ella, en su fuero interno, la llamara.
Al poco tiempo llegó el sargento. Las besó a las dos.
– ¿Qué tal el viaje? Pasa y verás. Hemos hecho lo que hemos podido para arreglar este cuchitril, pero no ha dado tiempo a pintarlo. Los muebles nos los han prestado, voluntariamente, gente buena, de esa que le gusta ayudar. Y no te quejes que otros han tenido peor suerte con el alojamiento.
La mujer se despidió de mí. El emitió un gruñido que iba a ser su forma habitual de saludarme en adelante. Cuando los tres desaparecieron, yo salí al prado detrás de la casa donde Juana jugaba con Mila, que no me abandonaba ni los días festivos desde que se llevaron a Ezequiel.
– Mila, hija -le dije-. Nos meten en la casa del maestro a un sargento con su familia. No sólo detienen a mi marido sino que además me ponen a la puerta un carcelero…
Pero tampoco fue exactamente así. Lola, la mujer del sargento, resultó ser una mujer charlatana y alegre y nunca mostró la menor hostilidad hacia nosotras.
Con frecuencia llamaba a mi puerta, me pedía alguna cosa que necesitaba, me invitaba a tomar café por la tarde, a la salida de la escuela. Yo procuraba escabullirme pero no siempre podía.
– Además, mejor que no le haga usted frente -me había aconsejado don Germán-. No lo tome como algo personal. Olvide que está aquí a causa de una misión desagradable y ayúdela. No le conviene enemistarse con esta gente…
Así que yo traté de ser buena vecina, recibí a su hija en mi escuela, dejaba a Juana jugar con Dolorcitas.
Creo que ella comprendía y agradecía mi actitud.
– Le advierto -me dijo un día- que algunos oficiales han tenido mala suerte. Yo no sé qué casas les han buscado pero les hacen la vida imposible, a mi me parece que a propósito.
Se quedó reflexionando un momento y añadió con un acento que pareció espontáneo y sincero:
– Sé lo que le ha pasado a su marido. Lo siento mucho. Piense que al mío podían haberle dado un tiro el primer día, cuando entró al asalto de la mina. Nosotras las mujeres siempre pagando los platos rotos de todo…
Al principio me llegaron noticias de Ezequiel por medio de emisarios desconocidos. Don Germán era el centro de toda información; era mi brújula y el apoyo más firme. A él acudía y siempre lo encontraba con la misma serenidad, con idéntica paciencia y energía. Desde su sillón que pocas veces abandonaba dirigía los hilos que no habían sido totalmente destruidos.
La Guardia Civil respetó a don Germán y no se atrevió a interrogarle sin motivos concretos. Por otra parte era evidente que su enfermedad le mantenía al margen de los hechos recientes.
Ese mismo argumento esgrimían sus enemigos reservándose una parte de duda: «Estaba enfermo, si no ya hubiéramos visto.»
En su nuevo papel de intermediario clandestino se sentía rejuvenecer. «Es otro» me decía Eloísa, «se siente útil y ha olvidado la amenaza que pesa sobre su corazón.»
Las primeras cartas me llegaron también por conducto de don Germán. Pero yo no podía esperar más. Necesitaba ver a Ezequiel, comprobar por mi misma cómo estaba. Solicité permiso escrito para ausentarme unos días de la escuela. La respuesta no llegó y no esperé más. El sábado despedí a los niños más temprano y me fui a coger el coche de línea que pasaba al mediodía. Con Juana a mi lado bajé en taxi hasta el río donde el barquero montaba guardia permanente cerca del puente roto.