Del Amor Y Otros Demonios
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El 26 de octubre de 1949 el reportero Gabriel Garc?a M?rquez fue enviado al antiguo convento de Santa Clara, que iba a ser demolido para edificar sobre ?l un hotel de cinco estrellas, a presenciar el vaciado de las criptas funerarias y a cubrir la noticia.
Se exhumaron los restos de un virrey del Per? y su amante secreta, un obispo, varias abadesas, un bachiller de artes y una marquesa. Pero la sorpresa salt? al destapar la tercera hornacina del altar mayor: se desparram? una cabellera de color cobre, perteneciente a una ni?a. En la l?pida apenas se le?a el nombre: Sierva Mar?a de Todos los ?ngeles.
"Extendida en el suelo, la cabellera espl?ndida med?a veintid?s metros con once cent?metros.El maestro de obra me explic? sin asombro que el cabello humano crec?a un cent?metro por mes hasta despu?s de la muerte, y veintid?s metros le parecieron un buen promedio para doscientos a?os. A m?, en cambio, no me pareci? tan trivial, porque mi abuela me contaba de ni?o la leyenda de una marquesita de doce a?os cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que hab?a muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel d?a, y el origen de este libro." G. Garc?a M?rquez
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El acoso prosiguió por tres días más. Aunque llevaba una semana sin comer, Sierva María logró liberar una pierna y le dio al obispo un golpe de talón en el bajo vientre que lo derribó por los suelos. Sólo entonces se dieron cuenta de que había podido soltarse porque su cuerpo era tan escuálido que ya no lo sujetaban las correas. El escándalo aconsejaba interrumpir lo exorcismos, y así lo estimó el Cabildo Eclesiástico, pero el obispo se opuso.
Sierva María no entendió nunca qué fue de Cayetano Delaura, por qué no volvió con su cesta de primores de los portales y sus noches insaciables. El 29 de mayo, sin alientos para más, volvió a soñar con la ventana de un campo nevado, donde Cayetano Delaura no estaba ni volvería a estar nunca. Tenía en el regazo un racimo de uvas doradas que volvían a retoñar tan pronto como se las comía. Pero esta vez no las arrancaba una por una, sino de dos en dos, sin respirar apenas por las ansias de ganarle al racimo hasta la última uva. La guardiana que entró a prepararla para la sexta sesión de exorcismos la encontró muerta de amor en la cama con los ojos radiantes y la piel de recién nacida. Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas en el cráneo rapado, y se les veía crecer.
