La Mano Del Amo
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En un territorio dividido por una zanja construida un siglo antes?una muralla china hacia abajo?, el para?so no est? en el mismo sitio para todos. Unas monta?as amarillas esconden la felicidad, hay un r?o redondo de aguas p?rpuras, una luna con lunas, un pa?s sin mapas y un tiempo solitario y sin pasado, donde conviven vivos y muertos, recuerdos, sue?os y realidades.
En la familia de Carmona, Madre decide el destino de los dem?s. Ella es tambi?n quien no pierde su poder ni siquiera con la muerte. Carmona es un cantante de voz prodigiosa para quien la dicha del para?so consiste en ser hu?rfano. Ha heredado una casa y unos gatos que prolongan la voluntad de Madre, quien s?lo se quiere a s? misma.
El autor de El vuelo de la reina, Premio Alfaguara de novela 2002, crea aqu? un universo distinto que nos permite acercarnos al humor y al sexo y encontrarnos tambi?n con otros temas que nos preocupar?n siempre: los conflictos sociales y pol?ticos, el destino, la muerte, y la b?squeda de la felicidad en un mundo en continuo proceso de transformaci?n. Pero, sobre todo, esta novela puede ser le?da como una par?bola sobre la creaci?n art?stica doblegada por el poder.
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Dejaron atrás los islotes de aluvión y los remansos. El agua se les rizaba entre los brazos, se dilataba en un abanico de crestas fosforescentes y luego caía, convertida en una lluvia de oscuras chispas. El agua era igual al fuego: asumía sus mismas formas y tenía sus mismos caprichos, y acaso fuera también igual a la tierra y al aire, si uno supiera ver la tierra y el aire cuando están en movimiento. A su lado pasaron Altar y Belial, nadando con energía. Se adelantaron unos metros y al llegar a la mitad del río volvieron los hocicos hacia Carmona, orgullosos, como si esperasen de él alguna señal de reconocimiento.
Iban y venían por el agua contrariando las leyes de gravedad, sin sumergir casi el cuerpo. Usaban la cola como timón, agitándola o enroscándola. Era tan certero su instinto de las corrientes que cuando los troncos se les venían encima, en vez de esquivarlos saltaban sobre las olas.
De la mitad del río regresaron a la orilla, y se lanzaron a nadar de nuevo. Parecían tan invulnerables a los remolinos de abajo como a los matorrales de arriba. Parecían invulnerables al frío, a la traición, al miedo y a todo lo que hace débiles a los hombres. Carmona tiritaba. Los golpes de viento lo distraían y debía esforzarse mucho para sortear los camalotes y las raíces que le salían al encuentro. De tanto en tanto, cuando le faltaba el aire, trataba de flotar en un punto quieto del río y descansar, pero el río, que se mostraba tan benévolo cuando se lo miraba desde la ribera, tenía unas entrañas implacables. Si no hubiera sido por los maullidos de la Brepe tal vez Carmona se habría perdido, abandonándose a la voluntad de la corriente. Pero ella no se movía de su lado y lo guiaba por las napas mansas, en cuyo fondo había piedras redondas y retículas de ramas quebradizas a las que podría aferrarse si flaqueaba.
Se tendieron por fin en la playa de fango, sintiendo el peso de la oscuridad. Era un peso tibio, ligero, que ayudaba a vivir. Carmona deseaba acercarse a la Brepe y abrazarla, necesitaba poner en ella la ternura que nunca había podido dejar en ninguna parte. La atrajo hacia su pecho. La Brepe lo dejó hacer, pero su cuerpo seguía tan lejano, tan indiferente, que el abrazo del hombre pareció ridículo, fuera de lugar, como si se lo hubiera dado a una esposa que lo despreciaba.