Las nubes
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Viaje ir?nico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los n?cleos b?sicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una cl?nica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con ?l van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obst?culos. All? se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el viol?n y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro pa?s- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revoluci?n de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del pa?s ni nada est? constituido.
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Era difícil calcular la anchura de ese muro de fuego; lo cierto es que el incendio costeó la laguna y siguió extendiéndose hacia el norte, así que en un determinado momento la superficie oval de la laguna, con nosotros adentro, los caballos que un grupo de soldados trataban a duras penas de retener, y que sólo lo lograron porque los habían maneado y atado entre varios, los perros que se hartaron de ladrar y los animales salvajes que por nada del mundo querían alejarse del agua, los pájaros que revoloteaban por el aire rojizo, ese espejo acuático que habíamos visto tan apacible y liso al atardecer, parecía una pesadilla oval pintada por un artista demente, y engarzada en un marco de llamas.
Al cabo de un rato nos dimos cuenta de que había amanecido, pero que el humo ocultaba la luz del sol. No únicamente el humo; puntual, como lo había anunciado Osuna, la tormenta de Santa Rosa estaba llegando desde el sudeste: era la mañana del treinta. El fuego pasó de largo, siguiendo hacia el norte, y cuando el humo empezó a disiparse, vimos que el cielo se cubría de unas nubes espesas, de un gris azulado. Todo a nuestro alrededor, el campo estaba negro, pero sembrado de pequeños rescoldos rojizos, igual que un cielo nocturno agujereado de estrellas. Del suelo negro como el carbón brotaban muchos hilitos de un humo claro y exhausto, que se volvían invisibles a un metro de altura. No habíamos perdido un solo hombre, un solo animal, un solo carro. Pero a pesar de que el fuego, en su estúpido viaje hacia el norte, por esa vez, nos había acordado un nuevo plazo, no podíamos salir del agua, porque la tierra debía estar ardiendo todavía, como el piso de un horno de barro. El vasco se encaramó a su carro, desapareció en cuatro patas en el interior, y volvió a salir con tres porrones de ginebra que arrojó al aire y que los soldados, diestros y vivaces a pesar de la fatiga y del calor abrasador, abarajaron. Los porrones empezaron a pasar de mano en mano y al poco rato los ánimos reverdecían. Salvados del fuego porque sí, ya no teníamos mucho que perder. Consumiéndonos, las llamas hubiesen consumido también nuestro delirio, que era lo único verdaderamente propio que nos distinguía de esa tierra chata y muda. Y puesto que, indiferentes, casi desdeñosas, habían pasado de largo sin siquiera detenerse para aniquilarnos, nuestro delirio, intacto, podía recomenzar a forjar el mundo a su imagen.
La lluvia densa que cayó un día entero, atravesada de relámpagos aterradores que fueron para nosotros un nuevo motivo de pavor, no únicamente apagó los rescoldos y enfrió la tierra, sino que incluso restauró el invierno que habíamos perdido al promediar nuestro viaje, topándonos con ese verano indebido que trastocó el orden natural de las estaciones. Ahora sí, con el invierno vuelto a su lugar, se podía esperar la primavera. Durante dos o tres días viajamos lentos por una tierra negra, muerta, cenicienta, que una llovizna helada penetraba y volvía chirle, en un amasijo de pasto carbonizado, barro y ceniza. El cielo era igual de negro que la tierra y el agua que caía sin descanso, gris y glacial. Galopábamos exhaustos, reconcentrados, ateridos y lerdos, un poco irreales, habiendo casi olvidado, después de tantas vicisitudes, la razón de nuestro viaje. Pero al cuarto día, los campos quemados quedaron atrás, y en los que atravesábamos, siempre en dirección del sudeste, unos atisbos de verde tierno empezaron a divisarse entre los pastos muertos del invierno que terminaba. Al quinto, el sol había vuelto a salir en un cielo azul en el que no se veía una sola nube, y a través de un aire limpio y clarísimo a causa de la lluvia, cruzamos unos reseros, y a la tarde nomás avistamos las primeras chacras. La gente nos saludaba al pasar, y se quedaba mirándonos a causa de nuestro aspecto poco común, ya que, sucios y ennegrecidos por el sol y también por el fuego, el humo y la ceniza, exhaustos y miserables, no parecíamos ni resignados ni amargos. En los patios, los durazneros, con su impaciencia habitual, se habían llenado de flores rosas. Yo me quería un poco más a mí mismo que al principio del viaje y el mundo, contra toda razón, me pareció benévolo ese día. A la mañana siguiente, a unos quinientos metros en dirección del río, sobre la barranca, avistamos un largo edificio blanco y, en los fondos, tres altas acacias. Como en la cuarta Bucólica, las Parcas, por esa vez, dijeron que sí.