Asuntos de un hidalgo disoluto
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?l es Gaspar Medina, un millonario colombiano (setent?n desenga?ado y c?nico), que al parecer ha alcanzado la divina indiferencia. Ella es su joven secretaria, Cunegunda Bonaventura, cuyas mayores virtudes son unos senos perfectos y un no menos perfecto mutismo.
El septuagenario, en tono hosco y sentencioso, con un humor entre grotesco y amargo, va haciendo un recuento en voz alta de curiosos episodios. Trata de desenmara?ar, ante la muda Cunegunda, el enredo de su larga vida.
Las memorias del viejo pretenden resolver, mediante un delirio l?cido de recuerdos desordenados, una ?ntima contradicci?n: el personaje es, a la vez, hidalgo y disoluto. Bien educado, bondadoso, asc?tico, pero tambi?n abyecto, promiscuo, insensible. Alguien que no siente apetito, ni deseo, ni odio, ni amor, y que sin embargo ha amado a ?ngela Pietragr?a hasta perder la cordura. Sus asuntos suceden en Italia y Colombia, e incluyen el adulterio, la seducci?n, la pol?tica, la religi?n y la familia.
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Veo, como un relámpago, un tren que viaja lleno de ruidos y gallinas hacia Puerto Berrío; hace un calor de fuelle del infierno y el adolescente que fui está sentado en el techo del tren al lado de Diego Velásquez. Un túnel oscurece la vista y enfría el sudor que se pega a la camisa; en ese paréntesis de penumbra la mano de Diego Velásquez aprieta la mía para anunciarme que esa noche, bajo el rítmico aletear de los ventiladores del Hotel Magdalena de Puerto Berrío, volveré a sentir la mano humedecida por la más oculta corriente de Velásquez, su mano humedecida por mi erupción simétrica y casi simultánea.
Y ahora todo esto convertido en una vieja película muda, en blanco y negro, prohibida para menores de veintiuno y jamás proyectada al público. Virtud privada de una aventura tan lejana que parece ajena. Lo poco que revivo ya no conmueve mis fi bras. Cuando intenté repetir el manoseo con otras manos y miembros, las ganas se me habían esfumado, el olor a macho cabrío de los machos humanos me ahuyentó de ese enredado comercio que jamás fue infame entre los sabios de la antigüedad. Pero ese a quien yo llamaba yo, después del toqueteo bajo los abanicos de Puerto Berrío, sufría de desesperado despecho cuando el tocayo del de las Meninas parecía no verme al mirarme, o prefería mirar para otra parte.
De esos mismos días es una discusión pública en el salón de clases. Como repetidas veces habían pillado a los internos haciéndose la paja unos a otros, el capellán creyó oportuno llamarnos al orden en público, recordándonos cómo los animales nunca hacían tales cosas. ¿Acaso alguna vez habíamos visto a un caballo encaramarse en otro? Me veo alzar la mano y luego ponerme de pie para responderle (veo al cura ponerse colorado de la ira) que los caballos tampoco hablan, pero no porque fueran más naturales, sino porque tenían menos fantasía. Muy pocas cosas les quedarían a los hombres para hacer si se limitaran a imitar a los caballos. Sin contar que, imitando sus hábitos sexuales, podríamos acabar montando a nuestras propias madres. Me veo de pie diciéndole esto y así lo apunto por corregir mi vida; lástima que el Gaspar Medina de esos días haya estado tan desnudo de argumentos, tan inocente del mundo y haya tenido que dejar sus labios juntos, apretados, aceptando esa torpe tergiversación zoológica. Pero a veces, por favorecer ese difícil cariño que uno siente por sí mismo, es mejor no recordarnos como fuimos, sino como hubiéramos querido ser.