Siete Dias Para Una Eternidad
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Por primera vez, Dios y el diablo est?n de acuerdo. Cansados de sus eternas disputas y deseosos de determinar de una vez por todas qui?n de los dos debe reinar en el mundo, deciden entablar una ?ltima batalla. Las reglas son las siguientes: cada uno de ellos enviar? a la Tierra un emisario que contar? con siete d?as para decantar el destino de la humanidad hacia el Bien o el Mal. Dios y Lucifer establecen que el enfrentamiento se producir? en la ciudad de San Francisco y eligen a sus mediadores. Dios escoge a Zofia, una joven competente, con el encanto de un ?ngel. Lucifer se decide por Lucas, un hombre atractivo sin ning?n tipo de escr?pulos. La tarde de su primer d?a en la Tierra, los destinos de Zofia y Lucas se cruzan, pero para consternaci?n de Dios y el diablo, el encuentro, lejos de provocar un altercado, toma unos derroteros insospechados.
Marc Levy nos ofrece una irresistible comedia rom?ntica protagonizada por dos seres procedentes de mundos dispares que nunca deber?an haberse encontrado, pero irremediablemente predestinados a hacerlo.
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Zofia se volvió y sonrió a Jules.
– Yo no tengo nada contra él -dijo-, pero lo querría más si sus escalas estuvieran en mejor estado.
– El material no ha tenido nada que ver con este accidente.
– ¿Cómo lo sabe?
– Las paredes de los muelles tienen oídos, fragmentos de palabras por aquí forman fragmentos de frase por allá…
– ¿Sabe cómo se cayó Gómez?
– Ahí reside todo el misterio. Si hubiera sido un hombre joven, podría creerse que se había tratado de un descuido. Desde que oímos decir en la tele que los jóvenes están más chochos que los viejos… Pero yo no tengo tele y el cargador era un veterano. Nadie va a tragarse que resbaló solo al pisar un barrote.
– Quizá le dio un mareo.
– Es una posibilidad, pero falta saber qué le causó ese mareo.
– Usted tiene una teoría, ¿verdad?
– Yo tengo sobre todo un poco de frío; esta asquerosa humedad se me mete hasta en los huesos. Me gustaría proseguir la conversación, pero un poco más lejos, junto a la escalera que lleva a las oficinas, allí hay una especie de microclima. ¿Te molesta que andemos unos metros juntos?
Zofia le ofreció un brazo al anciano. Se refugiaron bajo la galería que recorría la fachada. Jules dio unos pasos para instalarse justo debajo de la única ventana todavía iluminada a aquella hora tardía. Zofia sabía que todas las personas mayores tienen sus manías y que para quererlas hay que saber no contravenir sus hábitos.
– ¿Ves? Aquí estamos bien -dijo Jules-. ¡Es donde mejor se está!
Se sentaron al pie del muro. Jules alisó las arrugas de su eterno pantalón príncipe de Gales.
– ¿Y respecto a Gómez? -dijo Zofia.
– ¡Ah, yo no sé nada! Pero si escuchas, es muy posible que esta ligera brisa nos cuente algo.
Zofia frunció el entrecejo, pero Jules le puso un dedo sobre los labios. En el silencio de la noche, Zofia oyó la voz grave de Lucas dentro del despacho, justo encima de su cabeza.
Heurt, sentado en una esquina de la mesa de fórmica, empujó un pequeño paquete envuelto en papel de embalar hacia el director de los servicios inmobiliarios del puerto. Terence Wallace estaba sentado frente a Lucas.
– Un tercio ahora, otro cuando el consejo de administración haya votado a favor de la expropiación de los muelles, y el último en cuanto firme el contrato exclusivo de comercialización de los terrenos -dijo el vicepresidente.
– Sus administradores tendrán que reunirse antes de que acabe la semana, ¿de acuerdo? -añadió Lucas.
– Es un plazo excesivamente corto -protestó el hombre, que aún no se había atrevido a recoger el paquete marrón.
– Las elecciones se acercan. El Ayuntamiento estará encantado de anunciar la transformación de una zona contaminante en bonitas y limpias residencias. Será como un regalo caído del cielo -insistió Lucas, empujando el paquete hacia las manos de Wallace-. ¡Su trabajo no es tan complicado! -Lucas se levantó para acercarse a la ventana y la entornó antes de añadir-: Y como muy pronto ya no tendrá necesidad de trabajar, incluso podrá rechazar el ascenso que le ofrezcan para darle las gracias por haberlos enriquecido…
– ¡Por haber encontrado una solución para una crisis anunciada! -dijo Wallace con afectación, tendiéndole un gran sobre blanco a Ed-. En este informe confidencial se indica el valor de cada parcela -prosiguió-. Suban los precios el diez por ciento y mis administradores no podrán rechazar su oferta. -Wallace tomó el paquete y lo sacudió alegremente-. Los habré reunido a todos el viernes como muy tarde -añadió.
La mirada de Lucas, que escapaba por la ventana, fue atraída por la leve sombra que huía abajo. Cuando Zofia montó en su coche, le pareció que lo miraba directamente a los ojos. Las luces traseras del Ford desaparecieron a lo lejos. Lucas agachó la cabeza.
– ¿No tiene nunca arrebatos, Terence?
– ¡No soy yo quien va a provocar esa huelga! -repuso éste saliendo del despacho.
Lucas no quiso que Ed lo acompañara y se quedó solo.
Las campanas de Grace Cathedral dieron las doce. Lucas se puso la gabardina y metió las manos en los bolsillos. Al abrir la puerta, acarició con la yema de los dedos la tapa del librito del que no se separaba. Sonrió, contempló las estrellas y recitó:
– Haya en el firmamento de los cielos lumbreras para separar el día de la noche… y que sirvan de señales para separar la luz de las tinieblas.
»Y vio Dios que esto era bueno.
Y atardeció y amaneció…
Cuarto día
Mathilde no había parado de quejarse en toda la noche; el dolor no la había dejado descansar y no había conseguido conciliar el sueño hasta el amanecer. Zofia se había levantado sin hacer ruido, se había vestido y había salido de puntillas. Por la ventana del rellano entraba un sol espléndido. Al pie de la escalera se había encontrado con Reina, que empujaba con un pie la puerta de entrada porque llevaba en las manos un enorme ramo de flores.
– Buenos días, Reina.
Reina, que sujetaba una carta entre los labios, no pudo contestar. Zofia se acercó enseguida para ayudarla, se apoderó del inmenso ramo y lo dejó sobre la consola del recibidor.
– ¡Cómo la miman, Reina!
– A mí no, a ti. Toma, la carta también tiene aspecto de ser para ti -dijo, tendiéndole el sobre.
Zofia, intrigada, lo abrió: «Te debo una explicación. Llámame, por favor. Lucas».
Se guardó la nota en el bolsillo. Reina contemplaba las flores con una expresión entre admirativa y burlona.
– ¡Este chico sabe cómo quedar bien! ¡Hay más de trescientas flores, y todas distintas! ¡No tengo un jarrón tan grande!
La señora Sheridan empezó a dar vueltas por la casa. Zofia la siguió con el suntuoso ramo en las manos.
– Déjalo junto al fregadero. Haré ramos de tamaño normal y ya te los subirás cuando vuelvas. Vete, que ya veo que se te hace tarde.
– Gracias, Reina, vendré dentro de un rato.
– Sí, sí, claro… Venga, desaparece, odio verte a medias, y además, ya tienes la cabeza en otro sitio.
Zofia besó a su casera y salió de casa. Reina sacó cinco jarrones de un mueble y los alineó sobre la mesa, buscó las tijeras de podar en un cajón de la cocina y empezó a separar las flores. Se quedó mirando una larga rama de lilas y la dejó a un lado. Cuando oyó crujir el parqué sobre su cabeza, interrumpió su labor para prepararle el desayuno a Mathilde. Unos instantes después subía la escalera mascullando:
– Hostelera, florista… ¿y qué más? ¡Esto no puede ser!
Zofia aparcó delante del Fisher's Deli. Al entrar en el bar vio al inspector Pilguez, que la invitó a sentarse.
– ¿Cómo está nuestra protegida?
– Se recupera poco a poco. La pierna le duele más que el brazo.
– Normal -dijo él-. En los últimos tiempos ya no tenemos muchos motivos para andar con las manos.
– ¿Qué le trae por aquí, inspector?
– La caída del cargador.
– ¿Y qué es lo que le pone de tan mal humor?
– La investigación sobre la caída del cargador. ¿Quiere tomar algo? -dijo Pilguez, volviéndose hacia la barra.
Desde el accidente de Mathilde, el establecimiento ofrecía un servicio mínimo: fuera de las horas punta, había que armarse de paciencia para conseguir un café.
– ¿Se sabe por qué se cayó? -preguntó Zofia.
– La comisión de investigación cree que la causa fue un barrote de la escala.
– No es una noticia nada buena -murmuró Zofia.
– Sus métodos de investigación no me convencen. He tenido una agarrada con el responsable.
– ¿Sobre qué?
– Me daba la impresión de que repetía la palabra «carcomido» con muy poco convencimiento. El problema -continuó Pilguez, perdido en sus pensamientos- es que el tablero de fusibles parece no interesar a ninguno de los comisarios.