Diablo Guardian
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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde ni?a, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocaci?n de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la pr?ctica). La ni?a vive en un ambiente de mentira (su padre ti?e de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros a?os de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El pap? planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el cl?set. La jovencita-ni?a empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil d?lares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avi?n y a partir de ese momento, manipular? a los dem?s. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig tambi?n es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observaci?n de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto art?stico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalizaci?n.
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Pero me estoy perdiendo, andábamos en Houston. Sólo que de eso ya te conté todo. Lo que pueda faltarme tú puedes completarlo. Cuenta que entre las tiendas de la Gallería viví los primeros días felices de mi vida. Y explica por favor lo que yo considero un día feliz: veinticuatro horas inesperadas. O no sé, peligrosas, divertidas, indecentes, y de pronto imposibles. Que el día que te pongas a contarlas te pase lo que a mí. O sea que te trabes, y sonrías, y pongas todo el tiempo cara de imbécil. Sólo que no la imbécil que era feliz en Houston, sino la que seguramente fue tan insoportablemente afortunada que aquí está, de rodillas buscando las moronas del pan de hace mil años.
Así decían mis compañeras de la Secundaria Ejecutiva: moronas. Bola de pueblerinas bajadas de su kiosco a claxonazos de pick-up. No sabes los insultos tan buenos que les escribía. Mi papá tenía un estuche lleno de sellos con las letras del alfabeto. Yo usaba esos sellitos para hacer los mensajes que luego les dejaba en las mochilas. Les ponía las cosas más hirientes que se me ocurrían, y ya ves que la cosas como yo luego me pinto para eso. Les escribí: Dice Fulana que Mengana vive de las limosnas que dan a su hermanito. Y la onda era que el hermanito de Mengana tenía polio. Al final sospechaban de mí más que de nadie, pero no se les hizo agarrarme en la maroma. Además no tenía que ver directamente con la escuela, porque ya luego les mandaba los sobres a sus casas, por correo. Cuando no había nadie me escapaba de la casa y me iba lejos, lejísimos, a veces hasta Reforma, sólo para que el sobre viniera desde allá. Era muy cuidadosa, ¿ajá? Una cosa muy buena de no tener amigas es que no hay forma de caer en trampas. Lo observas todo siempre desde lejos, nadie sabe dónde andas, ni quién se huela lo que estás haciendo. Igual que tú en la agencia: un bicho raro con quien nadie se lleva. Un día se enteró la directora y hasta exigió que se entregara la culpable. Sí, cómo no, ahí te voy, vieja fofa malcogida. Luego dijo que ya la policía estaba examinando cada sobre. Lo único que logró fue que le mandara uno también a ella, pero con cada uno de sus apodos y los nombres de las que se los habían puesto. Unos los inventé en ese momento. ¿Sabes qué hizo, la muy hija de puta? Le echó la culpa a la que según yo le había puesto un apodo que ya no me acuerdo cómo iba pero trataba de que estaba gorda y vieja. Una chuza de apodo, no sé cómo se me olvidó. Un día aparecieron dos anónimos, a máquina, en la mochila de la niña. Los únicos que yo no había hecho. Y qué casualidad que fue la directora y se los encontró. Total que así logró expulsar a la primera. La segunda seguro iba a ser yo, pero ya no hubo tiempo porque me expulsé sola. De la escuela, de mi casa y del país. Bueno, del manicomio más que de mi casa. No quiero ni pensar lo que me habrían hecho si me agarran en lo de los anónimos. Aunque igual se enteraron de los dólares y no se cayó el mundo. Lo que nunca entendieron fue por qué les quitaron lo de la Cruz Roja.
¿Tú crees que el sacerdote se iba a quedar tan cool después que yo le dije lo que estaban armando mis papás? En esos casos el secreto de confesión se va directo al diablo, ¿ajá? ¿Y sabes al final quién se encargó del patronato y las comidas y toda esa función? Adivina. Pues si, el sacerdote. Pero de qué me quejo, si ya me tocó el turno. Y ni siquiera tuve que juntar el dinero poco a poco. No sé si mis papás, el cura o yo, pero de menos uno de los cuatro se va a morir en la Cruz Roja. ¿Tú qué crees? ¿Me merezco que me opere un camillero? ¿Cuántas camillas compras con ciento catorce mil seiscientos noventa dólares? ¿Cuántas jeringas, gasas, vendas, algodones, no sé, litros de merthiolate? Y es más, ya que hay dinero, ¿cuántas ambulancias? Todo eso se me ocurre cuando me entra el remor y digo: Ok, desfalqué a mis papás, pero ellos desfalcaron a la Cruz Roja y eso es peor. Mucho peor. Ladrón que roba a ladrón, deshonrará a su padre y a su madre. El día que me escapé, me acuerdo que mientras hacía cola para confesarme, el otro cura dijo desde el púlpito que en realidad había sólo dos mandamientos importantes: el primero y el segundo.
O sea que igual podías librar el Infierno con amar a Dios más que a todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. Y no lo dije yo, lo dijo el cura. Entonces de acuerdo a eso el sacerdote y mis papás son más culpables o no sé, más pecadores que yo. Una cosa es robar y faltarle a tus padres y otra muy diferente ensartarte a la Cruz Roja en el nombre de Dios. 0 sea a tu prójimo, ¿ajá? Aunque sin mi oportuna intervención el sacerdote nunca habría tenido la no sé, devotísima ocurrencia de apañarse el changarro de mis papás. Lo que yo llamarla sacarle jugo al secreto de confesión. Y en vista de que nadie podía reclamarle a nadie, mis papás se tuvieron que tragar el berrinche de ver que el cura estrenó coche al año siguiente. Y luego hasta enterarse de que su propia hija los había robado. Peor todavía, que para entonces ya no me quedaba ni un centavo.
Hasta ahora solamente cuatro personas sabíamos del robo. De los tres robos, pues. El mío, el de mis padres y el del cura: qué bonito rebaño, carajo. Te aseguro que de los cuatro no salió. El día que mi mamá se acercó a preguntarle al sacristán por el coche tan bonito del padre, lo único que logró sacarle fue un cuento de una dizque herencia familiar. No sé bien cuánto tiempo le duró el sueldito en la Cruz Roja, creo que en un par de años llegó una junta de vecinos, algo así, pero ya con boletos foliados y no sé cuántos controles. Lo cual, querido, nos dice que eres el número cinco. El que se va a encargar de hacer pedazos el secreto, ¿ajá? o el que lo va a enterrar, porque igual se te ocurre hacer justicia y te pones del lado de mis papás y te saltas entero el detalle de la Cruz Roja. ¿Te das cuenta del papel de acusada que hago aquí? Te estoy contando los pedazos de mi vida que según yo te sirven para escribirla toda. O sea que por más que me pregunte si voy a irme al Infierno por hacer lo que hice, de cualquier modo tú me vas a condenar, y antes que el Diablo. O después, yo qué sé. No estoy nada segura de que sea buen negocio agarrarte de biógrafo al Diablo Guardián. Porque una cosa es que te mueras y te vayas al Infierno, y otra que aquí en la Tierra se entere todo el mundo.