La aventura del tocador de se?oras
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Desternillante novela del genial Eduardo Mendoza en la que, una vez m?s, elegir? la comedia negra, g?nero en el que a mi parecer mejor se desenvuelve, para narrar las peripecias de su personaje?fetiche? protagonista de otras obras conocidas suyas, as?, como si de una?Se?orita Marple? para Agatha Christie, o de un?Sherlock Holmes? para Arthur Conan Doyle se tratara, nuestro desgraciado y estramb?tico protagonista se ver? involucrado, de manera casual como siempre, en un caso tan surrealista que el lector no podr? de dejar reprimir una sonrisa, e incluso, una carcajada desde el comienzo mismo de la trama.
Recuerda al argumento de una pel?cula de Almod?var o de Berlanga donde se van a suceder situaciones absurdas y personajes estrafalarios, salpicados por di?logos verdaderamente brillantes y llenos de sentido del humor, y que no va a dejar lugar a que se instale un tono m?s serio: las descripciones de ambientes, personajes y acciones est?n tan bien?hilados? que hace que la trama transcurra con fluidez y gran dinamismo:?engancha? de tal manera que uno no puede dejar de leer en ning?n momento.
Nuestro?antih?roe?, con una vida repleta de dificultades en todos los aspectos, e internado, por causas desconocidas -incluso para ?l- en un psiqui?trico, aprovechar? su inesperada puesta en libertad para intentar reintegrarse en la sociedad y convertirse en un hombre de provecho. Para ello, abrir? una peluquer?a,?El Tocador De Se?oras?, y llevar? una vida de lo m?s normal hasta que se vea involucrado, de la noche a la ma?ana, en un caso que, de ser un simple?trabajo? bien remunerado, de robo de documentos, se tornar? en un seria y complicada trama de fraudes, extorsiones, enredos amorosos, hijos ileg?timos, e incluso, asesinatos.
Es de destacar la resignaci?n con la que este hombre asume todos los reveses e impedimentos que se le ponen por delante y que hacen que cada vez se vea metido hasta el?cuello? en el caso, convirti?ndose en un?detective improvisado?, muy a su pesar. Desfilar?n por este esperpento personajes tan dispares como un misterioso ch?fer de color, dos se?oritas con un mismo nombre, un falso tullido, un alcalde atolondrado, una vecina prostituta… nadie es lo que parece y la verdad sale r?pidamente. Este juego de identidades le imprime a?n m?s el car?cter de irrealidad y de sorna que caracteriza a esta obra: humor negro, porque Mendoza se r?e de todo, de la gente y de la vida, ora con respeto, ora con algo de crueldad, pero en general, se lo va a tomar todo a guasa.
Lo que al principio pueda recordar m?s a una novela polic?aca o de intriga, se vuelve r?pidamente en una continua sucesi?n de equ?vocos y enredos que, aunque parezca mentira, acaba resolvi?ndose con coherencia y gran maestr?a. La resoluci?n del final podr? recordar tambi?n a los ya citados maestros del suspense en el que los sospechosos, reunidos en torno al?acusador?, aportar?n todos coartadas de peso, por lo que no quedar? claro hasta la ?ltima l?nea, qui?n es el culpable.
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– Ah -dije.
– Yo no sé -continuó- si verdaderamente mataste a mi padre o no. Hasta no disponer de pruebas irrefutables he decidido no hacer al respecto juicios precipitados que no conducirían a nada. De las correrías de tu cuñado deduzco que andas investigando y esto me hace suponer que no debes de ser tú el asesino, aunque tus actividades bien podrían responder a otro objetivo. A efectos prácticos y en forma provisional, consideraré, de todos modos, que no eres culpable y que tienes tanto interés como yo en descubrir al auténtico culpable. Por eso he venido.
– ¿A decirme esto?
– A proponerte un trato.
– Me imagino el trato -repliqué-. Yo le cuento lo que he averiguado y usted me cuenta lo que sabe y de este modo los dos avanzamos a pasos agigantados por el camino de la verdad. Pues no, señorita Pardalot, no hay trato. Y no lo hay porque si lo acepto yo le contaré lo que sé, pero usted no soltará prenda. Una vez me haya sonsacado, me soltará cuatro embustes en el mejor de los casos, y en el peor, enviará a Santi a que me elimine. O a otro Santi si el Santi original todavía sigue en la UVI.
– Me infravaloras -dijo ella-. Yo no venía a pactar contigo. Yo venía a ofrecerte dinero a cambio de información. Y no sé quién es Santi, ni qué está haciendo en la UVI, aunque me lo puedo imaginar.
Reflexioné unos instantes apoyado en el mango de la escoba. Luego dije:
– Guárdese su dinero. La información de que dispongo no lo vale.
– Eso lo decidiré yo -dijo ella-. Aún no te he dicho qué tipo de información busco.
– Ah, ¿no es sobre el asesinato de su padre?
– Eso también. Pero por ahora me interesa más lo que puedas contarme sobre Ivet. No sobre mí, sino sobre la otra Ivet.
– ¿De qué la conoce? -pregunté.
– Las preguntas las hago yo -respondió.
– Sólo si llegamos a una entente. ¿De qué conoce a Ivet?
– Estudiamos juntas de pequeñas. Éramos amigas. No teníamos secretos la una para la otra. Yo quería ser modelo y ella, teniente de la División Acorazada Brunete. Se pirraba por Tejero, hasta que descubrió que era calvo. Como ves, éramos dos criaturas. Yo soñaba con parecerme a una modelo llamada Lauren Hutton, ¿la recuerdas? Salía cada dos por tres en la portada de Vogue, Cosmopolitan y Vanity Fair.
– Adonde yo vivía en aquellos años felices sólo llegaban El Caso y Cadeneta, la revista del preso diligente. ¿Dónde estudiaron Ivet y usted?
– En un internado. De monjas. Esto aún te resultará más raro.
– Sí, pero menos de lo que usted se imagina. Siga hablándome de Ivet. ¿Cuál es su verdadero nombre?
– ¿El de Ivet?
– Sí.
– Ivet.
– Continúe e inclúyase en el relato.
– Ivet tenía un año más que yo. La admiraba mucho. En el fondo yo pensaba que ella acabaría siendo modelo y yo no. Algo así sucedió, pero a Ivet nunca le interesó la pasarela. Es raro, porque le sobraban cualidades y el dinero no le habría venido mal. Según decían y se echaba de ver, su familia era pobre, al menos para los estándares del internado. Un curso dejó de venir.
– Pero ustedes dos se siguieron viendo.
– Poco, y siempre por casualidad. Yo no sabía cómo localizarla y ella, que sí sabía, nunca lo intentó. Aun así, coincidíamos a veces en la calle, en las tiendas, en un cine o en actos sociales. En estas ocasiones ella se mostraba muy reservada respecto de su propia vida. Nunca me dijo lo que hacía, ni si tenía novio, ni ninguna de estas cosas. Finalmente yo me fui a estudiar al extranjero y dejamos de vernos.
– Hasta que…
Ivet Pardalot sonrió con amabilidad por primera vez y movió la cabeza.
– Ya he hablado bastante. Si te lo cuento todo, no habrá trato.
– No habrá trato en ningún caso. No se ofenda. Yo tampoco quiero hacer juicios precipitados. Todavía no sé si puedo fiarme o no de usted. El otro día me pusieron una bomba, cuyos efectos sobre el local aún se echan de ver, y esta misma mañana alguien me ha tirado un tiro en mi propia casa. Ya ve que no me sobran motivos para confiar en la primera persona que se me acerca con una proposición. Si desea mi colaboración, primero habrá de demostrar que está de mi parte.
Pensé que se enfadaría, pero no se enfadó.
– Entiendo tu postura -dijo-, pero cometes un error. Si cambias de opinión, házmelo saber. No te digo dónde ni cómo: no te faltan medios cuando te quieres comunicar con la gente. ¿Qué te debo?
– Nada. Ni siquiera le he tocado un pelo.
– Todos hacen lo mismo. Pero aun así, te he hecho perder un buen rato. A una clienta normal le cobrarías.
– Si quedara satisfecha, sí. Si no, no.
Se fue y al llegar a la puerta se dio media vuelta para mirarme a la cara y dijo:
– Los negocios de mi padre no eran del todo limpios, pero esto no explica por qué lo mataron. Si hubieran querido perjudicarle habrían cursado una denuncia o habrían filtrado información a los periódicos. Muchas personas se habrían visto implicadas en los trapicheos de la empresa, pero nada habría llamado tanto la atención como un asesinato. Si buscas un móvil, no lo busques en el Registro Mercantil. Considera este consejo como un pago en especie. Y una cosa más: todos necesitamos que nos quieran y nos cuiden.
– Esto último no sé a qué viene -dije yo.
– A nada -dijo ella-, es la propina.
Cuando salí el cielo estaba negro y por la parte de la derecha, conforme se mira al puerto, podían percibirse truenos y otros fenómenos. Hube de recorrer media docena de establecimientos comerciales (el videoclub del señor Boldo, el quiosco del señor Mariano, la mercería de la señora Eulalia, la agencia de viajes El Bisonte, la farmacia del licenciado Vermicheli) hasta encontrar quien me prestara un paraguas (todos aducían necesitar el suyo), provisto del cual cogí tres autobuses y fui adonde estaba Magnolio ejerciendo la vigilancia que yo le había encomendado. Un espectáculo de relámpagos acompañó nuestro encuentro.
– Mucho le agradezco que venga a relevarme -dijo Magnolio-, ya tenía el corazón en un puño.
– ¿Le asustan las tormentas y su aparato? -le pregunté.
– No, señor. Pero he aparcado el coche en la calle Bruc y una riada se lo podría llevar.
Le tranquilicé al respecto asegurándole que la calle Bruc disponía de un sistema de recolección de aguas pluviales a prueba de aguaceros y le rogué me hiciera un resumen de lo ocurrido en el decurso de la jornada.
De buena mañana, empezó diciendo, se había apostado tras el tronco añoso de un viejo plátano (que en su país llamaban por error banano) frente a la casa de la señorita Ivet y desde allí, protegido de la curiosidad de los viandantes por el tronco y de los rayos del sol por la frondosa copa (del árbol añoso) había estado observando el portal de la casa de la señorita Ivet hora tras hora. Durante las cuales, agregó, el misterioso, amenazador y seguramente ficticio personaje de la gabardina que había seguido a Ivet no había dado señales de vida ni, en términos generales, había ocurrido nada digno de mención. Sólo a las diecisiete horas y veintidós minutos, prosiguió Magnolio, Magnolio había visto salir de la casa a la propia señorita Ivet y caminar por la calle Mallorca hasta llegar al Paseo de Gracia y por el Paseo de Gracia abajo en dirección a la Plaza de Cataluña. Como no se podía poner en contacto conmigo para recabar instrucciones, continuó relatando Magnolio, Magnolio decidió tomar la iniciativa de seguirla, siempre guardando las debidas precauciones para no ser avistado por la señorita Ivet. El haber perdido Magnolio un tiempo precioso en estas reflexiones y el haber en aquella zona céntrica de nuestra ciudad transeúntes y árboles añosos que sortear casi le habían hecho perder el rastro de la señorita Ivet. Finalmente empero, dijo Magnolio, Magnolio la había vuelto a vislumbrar cuando la señorita Ivet en persona desaparecía por las escaleras que conducían a la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña», situada precisamente en el subsuelo de la Plaza de Cataluña, de la que tomaba su nombre. Allí (en la estación «Plaza de Cataluña» de la Plaza de Cataluña) la señorita Ivet se había dirigido a una ventanilla de información al usuario (del ferrocarril) y dialogado brevemente con el empleado de adentro. Luego había consultado un panel electrónico indicador de los horarios, destinos y otras características de los ferrocarriles. Por último la señorita Ivet se había dirigido a una máquina expendedora de billetes de ferrocarril (al usuario) y había examinado la lista de precios. Satisfecho su interés a este respecto, la señorita Ivet había emprendido el camino de regreso a su casa (o inverso), siempre seguida de Magnolio, adonde ella se había reintegrado a las diecisiete horas y cincuenta y seis minutos, aproximadamente, no sin antes haberse proveído de víveres en una charcutería. Después de esta excursión a la Plaza de Cataluña, no había pasado nada más, salvo que estaban cayendo goterones mientras él hablaba, concluyó Magnolio.
Abrí el paraguas y como bajo su escaso diámetro no teníamos cabida los dos sin incurrir en posturas licenciosas, le dije que se fuera, no sin antes felicitarle por lo acertado de su actuación y la claridad de su informe y encarecerle que a la mañana siguiente fuera a la peluquería a la hora de apertura por si había que hacer algo más. Prometió cumplir y se fue corriendo.
Los pocos peatones que aún deambulaban por allí le imitaron en lo de irse y pronto me quedé sin otra compañía que la circulación rodada. En previsión de una larga espera bajo la lluvia, recogí una bolsa del plástico del suelo (había muchas), la abrí por las costuras y la extendí sobre la acera a fin de proteger de la humedad el culo. Sobre esta elemental pero eficaz esterilla me senté, apoyé la espalda en el tronco del árbol añoso, encogí las piernas para quedar todo yo cubierto por el paraguas y fijé mi atención en la ventana de la vivienda de Ivet. Al cabo de un rato el progresivo oscurecimiento del cielo producido por la puesta del sol activó el alumbrado público y los escaparates y rótulos de las tiendas. En muchas ventanas y balcones se encendieron luces. Más tarde cerraron las tiendas las puertas. Disminuyó mucho la circulación rodada y amainó la lluvia. Pensé en la pizzería con añoranza y carpanta. De buena gana habría entrado en cualquiera de los bares que proliferaban en el sector terciario (propicio al ocio) de nuestra ciudad y adquirido un bocadillo de calamares encebollados u otra especialidad, pero no andaba sobrado de fondos y la investigación del caso podía prolongarse varios días, cuando no meses, con la consiguiente acumulación de gastos, siempre difíciles de afrontar y más cuando el capital inicial asciende a casi nada.