El Cielo De Los Leones
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Hay en este libro el deseo repetido de contar el mundo para bendecirlo. Todo lo que sucede alrededor de quien lo escribe la sorprende y abisma en un canto que no transige con la desdicha como algo insondable. Andar en la vida es irse de parranda en busca de sus mejores instantes y de cada instante como el atisbo de un milagro. Extra?a correspondencia la que existe entre los deseos y la seducci?n, entre lo inveros?mil y catedral, entre la riqueza y la casualidad, ente el mar y los volcanes, entre la valent?a y el desafuero, entre las aventuras y la ventura. Cada uno de los textos que re?ne este libro acude en busca de semejante correspondencia, y la encuentra como parte de un ensalmo tenaz a cuyo encanto se rinde. La evocaci?n y los sue?os son del culto preciso y continuo que cruza estas p?ginas, cuyo empe?o es persuadirnos de cu?n prodigiosa y arrebatada es la vida, de cu?ntos motivos diarios tiene para hacer que la veneremos. La autora de este libro cree en el sensato h?bito de la locura, en el desaf?o diario que es mirar a otros vivir como quien delira: cielo hay para todos, dice, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducci?n. ?Qu? es la bendita seducci?n, sino el sue?o de que hay tal cosa como el cielo?
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– En los pingüinos, que son monógamos, las hembras ponen los huevos, pero los machos los empollan. Y cuando nacen sus crías se turnan para ir a buscar comida. Parece ser que eso no pasa en el común de los mamíferos, eso de que los hombres estén cerca de los hijos es una moda reciente -sentenció, sacudiendo su melena oscura y abriendo aún más la franqueza de sus ojos.
Pertenezco con meridiana claridad a la generación de quienes quedamos entre unos padres a los que se acataba porque estuvo dicho que todo lo sabían y unos hijos que todo lo saben gracias al canal de Discovery. Sin embargo, y a pesar de la contundencia de sus reiteraciones, nunca tuvieron mis padres tanta autoridad moral como la que tienen mis hijos. Yo les he concedido una devoción que hace años le niego a cualquier dios. "Pobres criaturas -me digo- haciéndose libres a pesar de tal culto."
De cualquier modo lo consiguen como si nada. Quizás si yo fuera ellos me odiaría, fortuna tengo de que sólo me aclaran que es verdad lo que temí. Con quien más tiene uno, tiene más de todo.
– Voy a cortarme el pelo -se me ocurrió decir dos días después.
– A mí me urge ir -dijo mi hija.
– Pues ven, y a ver si cabemos las dos en una cita -arriesgué.
Eran las seis de la tarde. No cupimos en una cita. La ballena que soy dijo: "que te lo corten a ti". Y la díscola pingüino que no supe ser, sintió: "la verdad es que deberían cortármelo a mí, a fin de cuentas acabará queriendo igual a su padre, que nunca la ha llevado al dentista, ni a ver diez veces la misma obra de teatro, ni muchísimo menos a la peluquería".
Sin embargo, como es lógico, pedí que se lo cortaran a mi hija, porque así hubiera hecho una digna ballena de Baja California si se hubiera tratado de cortarse las colas por el gusto. A fin de cuentas yo también soy mamífero, y si no he tenido que ser monógama, sí me encanta hacerme cargo de las crías. No me harán un altar, no importa, con que me hagan un sitio en el sillón donde conversan estaré a salvo.
– ¿Te cortaron el pelo? -pregunta mi hijo acomodándose entre su hermana y yo.
– Sí -dijo mi hija.
– No se te nota -contestó el hermano.
– Mi mamá lo notó.
– A ella tampoco se le nota y también fue. ¿Qué están viendo?
– Out of África
– ¿Otra vez? Cómo les gustan las películas tristes.
– Quédate un rato -le pido-. Verla es como mirar las fotos de familia.
– Un rato -dice-, total ya nos la sabemos, esta función se ha repetido tanto.
– Y las que faltan -dice mi hija.
– ¿Traes un secreto? -le pregunto a Mateo, haciéndole un lugar en el sillón.
– Ya sabes que es misterioso -dice Catalina, viéndolo de arriba a abajo y sabiendo que sí, que anda con un secreto.
– Adelántale hasta la parte en que vuelan sobre los flamencos -pido.
– No mamá, espérate a que llegue. Tú todo el tiempo quieres volar.
– Todo el tiempo -digo, y me acomodo junto a ellos como quien vuela.
CELESTES RESPLANDORES
Abrí los ojos a un día húmedo que puede sentirse aún dentro de las cuatro paredes de mi cuarto casi en penumbras. Afuera estará nublado, pienso. Afuera estarán los periódicos y el mundo como un reto infalible mezclado de inmisericordia. Afuera estará el dolor de tantos, la pena de tantos, la guerra de tantos, el miedo de tantos, la muerte.
Y estará la vida, conminándonos a mirarla como si fuéramos vivos eternos.
Subí al lago a las siete y media. Del agua salía un vapor frío y mágico. El chorro de la fuente bailaba sobre mi cabeza que iba tratando de no pensar. Me alegré de no ser talibán, de no ser suicida, de haber nacido aquí. Me alegré de no tener más religiosidad que la devoción por los seres humanos y la naturaleza que les da vida y el arte del que son capaces una y otros. Y cuando algo parecido a la tristeza quiso mezclarse en mis pasos, empecé a tararear una canción cualquiera.
El perro iba junto a mí, con su desorden y su dicha.
Había en el aire un rumor tibio de hojas claras. Me cobijé en ese pedazo de ciudad que es bello todavía. Caminé rápido, casi corriendo un rato. Ir de prisa en torno a ese misterio que puede ser el bosque despertando, los pájaros quitándose el agua de las plumas, los árboles aún húmedos, me devolvió la terca paz de contar siempre con mis fantasías.
Al rato salió el sol de entre las nubes. Un sol tímido y tenue, que no quería atreverse a desbaratar el encanto iluminándolo. Con la luz y la tibieza que traje de allá arriba, me enfrenté a los periódicos y a la guerra. No tengo ningún argumento para enfrentar la guerra. Sólo me da tristeza y no quiero mirarla. Si tú fueras Bush, me preguntan, ¿qué harías? Y entonces me da gusto no ser Bush. Creo que si fuera él, renunciaría. Creo que no sería él. Creo también que siempre habría alguien para ser él. Por desgracia.
¿Qué pensar?
Me había preguntado tantas veces: ¿cómo vivía la gente en México mientras la guerra se comía Europa pocos años antes de que yo naciera? Ahora empiezo a sentir que lo sé. La gente vivía.
Se enamoraba, tenía pasiones equivocadas, iba al trabajo, se desenamoraba, hacía hijos, los veía crecer, recorría un lago en velero, se metía al mar, contemplaba las montañas, tenía misericordia de sí misma, y en un hueco de su existir sentía pena por los otros, mientras trataba de olvidarlos. Vivía sin más, como vivimos ahora nosotros: hablamos de la guerra, le tememos, nos espanta, nos enerva, nos entristece, la espantamos. Hacemos el día y a la mañana siguiente volvemos cada uno al ritual con que empieza su jornada, mientras pueda empezarla.
Yo vuelvo a caminar llevando al perro que aún rumia su amor del domingo. Tuvo un romance de gran cumplidor, y seguramente buen memorioso de poesías inolvidables, con una perrita de raza indefinida. Sus dueños tienen un puesto de dulces en Chapultepec y hace meses que nos llamamos consuegros y que me tenían prometida a su no muy limpia pero adorada perrita para el perro de Quevedo. Los tres últimos días hemos ido a buscarlos infructuosamente, como llueve no han ido, y mi perro va oliendo cada rincón por el que pasó con su amada móvil. Se queda clavado cerca de un árbol, busca la camioneta en la que lo encerraron para que su permisiva luna de miel no la interrumpieran otros perros, busca el puesto de dulces, el aire del domingo, y no lo encuentra. Luego me alcanza triste y sigue nuestro camino hasta que la vuelta nos conduce de nuevo al rincón de sus pesares y repite la ceremonia de la nostalgia. Tenía que ser este perro, mi perro.
Luego el día volvió a llenarse de guerra y paz. En la única guerra que pude acompañar, la extraordinaria Verónica Rascón venció a la quimioterapia y como si no llevara varios días de sufrir la barbarie con que debió buscarse la salud, abrió los ojos con una sonrisa y pidió un poco de música. Quienes la rodeamos nos hemos rendido a sus pies y a su valor. Luego que te vi te amé, le ha dicho a la vida, una vez más.
A la mañana siguiente amanecí tarde y por fin sin encontrar antes que al sol la sensación de una patada entre las costillas quitándome el aire y doliendo por largo rato.
Eran como las nueve y media cuando abrí los ojos en definitiva. Dormí tan bien que al final alcancé a soñar hasta con el arrecife frente a Cozumel. El cielo seguía nublado. Bebí un té negro y con él la certeza, no sé qué tan duradera, de que algunas cosas, o todas las cosas, hay que aceptarlas como las va dando la vida. No en el orden, ni con la frecuencia, ni con la largueza que uno quisiera, sino en el caos del indeciso y vacilante azar, con lo que sus leyes tienen de asombroso, de fugaz, de cometas y oscuridad.
Luego me fui a caminar como a las once, la hora de las abuelitas y los nietos, las carreolas, los adolescentes de pinta, el despliegue completo del puesto de refrescos aderezado con galletas, papas, cuanto pueda ocurrírsele al dueño, instalado en todo su largo y confuso esplendor. La hora del tránsito menos arduo, la locura de la ciudad ajustada, por fin, a la de quienes la habitamos. Todo tan distinto de las siete, de las nueve de la mañana, tan casi en paz la diaria pelea que llevan temprano los automovilistas rumbo al colegio de sus hijos que ya van tarde; la muchacha que se va pintando en el espejo retrovisor camino a la oficina donde un jefe le gusta o lo detesta, pero de cualquier modo jugará todo el día a ser su jefe; el vendedor de periódicos empeñado en que alguien lo atropelle; el semáforo haciéndose eterno; el restorán Meridien repleto de hombres que imaginan posible gobernar el país, su empresa, su familia, y que por lo mismo miran poco al lago despertando frente a sus ojos. La hora temprana de los corredores con reloj, de las señoras que luego de dar dos vueltas lentas pasarán la mañana desayunando y de las mujeres que caminan aprisa como si su ritmo cardiaco no fuera a acelerarse jamás de otra manera. La hora que yo frecuento más, y en la que menos vengo al caso, con la que no hago juego, en la que no siempre quiero jugar.
