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La Colmena

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La Colmena
Название: La Colmena
Автор: Cela Camilo Jos?
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Colmena - читать бесплатно онлайн , автор Cela Camilo Jos?

La acci?n de La colmena tiene lugar en Madrid a lo largo de dos d?as del mes de diciembre de 1942, aunque su episodio final sucede unos d?as m?s tarde, cuando ya el aire `va tomando cierto olor de navidad`. En esa realidad precisa, convertida en espacio narrativo, en ficci?n, se fija la mirada penetrante de Camilo Jos? Cela para dejar apresadas en las p?ginas del relato la angustia, la mediocridad, la desesperanza de casi trescientos personajes que, cuidadosamente seleccionados por el autor, pretenden representar a todo un mundo ciudadano. La incertidumbre que viven desemboca en franca impotencia cuando constatan que la realidad es incomprensible y que en ella las cosas suceden inexorablemente, porque s?, sin que exista posibilidad alguna de intervenir para manipular el destino que les est? reservado. En esta obra cumbre de la novela el siglo XX se nos ofrece una cala, fugaz pero implacable, en el coraz?n atrofiado de la colectividad.

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– ¿Y para esto pedí yo permiso en la oficina?

Doña Matilde, de vuelta de la lechería de doña Ramona, habla con la criada.

– Mañana traiga usted hígado para el mediodía, Lola. Don Tesifonte dice que es muy saludable.

Don Tesifonte es el oráculo de doña Matilde. Es también su huésped.

– Un higado que esté tiernecito para poder hacerlo con el guiso de los ríñones, con un poco de vino y cebollita picada.

Lola dice a todo que sí; después, del mercado, trae lo primero que encuentra o lo que le da la gana.

Seoane sale de su casa. Todas las tardes, a las seis y media, empieza a tocar el violín en el Café de doña Rosa. Su mujer se queda zurciendo calcetines y camisetas en la cocina. El matrimonio vive en un sótano de la calle de Ruiz, húmedo y malsano, por el que pagan quince duros; menos mal que está a un paso del Café y Seoane no tiene que gastarse jamás ni un real en tranvías.

– Adiós, Sonsoles, hasta luego. La mujer ni levanta la vista de la costura.

– Adiós, Alfonso, dame un beso.

Sonsoles tiene debilidad en la vista, tiene los párpados rojos; parece siempre que acaba de estar llorando. A la pobre, Madrid no le prueba. De recién casada estaba hermosa, gorda, reluciente, daba gusto verla, pero ahora, a pesar de no ser vieja aún, está ya hecha una ruina. A la mujer le salieron mal sus cálculos, creyó que en Madrid se ataban los perros con longanizas, se casó con un madrileño y ahora que ya las cosas no tenían arreglo, se dio cuenta de que se había equivocado. En su pueblo, en Navarredondilla, provincia de Ávila, era una señorita y comia hasta hartarse; en Madrid era una desdichada que se iba a la cama sin cenar la mayor parte de los días.

Macario y su novia, muy cogiditos de la mano, están sentados en un banco, en el cuchitril de la señora Fructuosa, tía de Matildita y portera en la calle de Fernando VI.

– Hasta siempre…

Matildita y Macario hablan en un susurro.

– Adiós, pajarito mío, me voy a trabajar.

– Adiós, amor, hasta mañana. Yo estaré todo el tiempo pensando en ti.

Macario aprieta largamente la mano de la novia y se le vanta; por el espinazo le corre un temblor.

– Adiós, señora Fructuosa, muchas gracias.

– Adiós, hijo, de nada.

Macario es un chico muy fino que todos los días da las gracias a la señora Fructuosa. Matildita tiene el pelo como la panocha y es algo corta de vista. Es pequeñita y graciosa, aunque feuchina, y da, cuando puede, alguna clase de piano. A las niñas les enseña tangos de memoria, que es de mucho efecto.

En su casa siempre echa una manó a su madre y a su hermana Juanita, que bordan para fuera.

Matildita tiene treinta y nueve años.

Las hijas de doña Visi y de don Roque, como ya saben los lectores de "El querubín misionero", son tres: las tres jóvenes, las tres bien parecidas, las tres un poco frescas, un poco ligeras de cascos.

La mayor se llama Julita, tiene veintidós años y lleva el pelo pintado de rubio. Con la melena suelta y ondulada, parece Jean Harlow.

La del medio se llama Visitación, como la madre, tiene veinte años y es castaña, con los ojos profundos y soñadores.

La pequeña se llama Esperanza. Tiene novio formal, que entra en casa y habla de política con el padre. Esperanza está ya preparando su equipo y acaba de cumplir los diecinueve años.

Julita, la mayor, anda por aquellas fechas muy enamoriscada de un opositor a Notarías que le tiene sorbida la sesera. El novio se llama Ventura Aguado Sans, y lleva ya siete años, sin contar los de la guerra, presentándose a Notarías sin éxito alguno.

– Pero, hombre, preséntate de paso a Registros -le suele decir su padre, un cosechero de almendra de Riudecols, en el campo de Tarragona.

– No, papá, no hay color.

– Pero, hijo, en Notarías, ya lo ves, no sacas plaza ni de milagro.

– ¿Que no saco plaza? ¡El día que quiera! Lo que pasa es que para no sacar Madrid o Barcelona, no merece la pena. Prefiero retirarme, siempre se queda mejor. En Notarías, el prestigio es una cosa muy importante, papá.

– Sí, pero, vamos… ¿Y Valencia? ¿Y Sevilla? ¿Y Zaragoza? También deben estar bastante bien, creo yo.

– No, papá, sufres un error de enfoque. Yo tengo hecha mi composición de lugar. Si quieres, lo dejo…

– No, hombre, no, no saques las cosas de quicio. Sigue. En fin, ¡ya que has empezado! Tú de eso sabes más que yo.

– Gracias, papá, eres un hombre inteligente. Ha sido una gran suerte para mí ser hijo tuyo.

– Es posible. Otro padre cualquiera te hubiera mandado al cuerno hace ya una temporada. Pero bueno, lo que yo me digo, ¡si algún día llegas a notario!

– No se tomó Zamora en una hora, papá.

– No, hijo, pero mira, en siete años y pico ya hubo tiempo de levantar otra Zamora al lado, ¿eh? Ventura sonríe.

– Llegaré a notario de Madrid, papá, no lo dudes. ¿Un lucky?

– ¿Eh?

– ¿Un pitillo rubio?

– ¡Huy, huy! No, deja, prefiero del mío.

Don Ventura Aguado Despujols piensa que su hijo, fumando pitillos rubios como una señorita, no llegará nunca a notario. Todos los notarios que él conoce, gente seria, grave, circunspecta y de fundamento, fuman tabaco de cuarterón.

– ¿Te sabes ya el Castan de memoria?

– No, de memoria, no; es de mal efecto.

– ¿Y el código?

– Si, pregúntame lo que quieras y por donde quieras.

– No, era sólo por curiosidad.

Ventura Aguado Sans hace lo que quiere de su padre, lo abruma con eso de la composición de lugar y del error de enfoque.

La segunda de las hijas de doña Visi, Visitación, acaba de reñir con su novio, llevaban ya un año de relaciones. Su antiguo novio se llama Manuel Cordel Esteban y es estudiante de Medicina. Ahora, desde una semana, la chica sale con otro muchacho, también estudiante de Medicina. A rey muerto, rey puesto.

Visi tiene una intuición profunda para el amor. El primer día permitió que su nuevo acompañante le estrechase la mano, con cierta calma, ya durante la despedida, a la puerta de su casa; habían estado merendando té con pastas en Garibay. El segundo, se dejó coger del brazo para cruzar las calles; estuvieron bailando y tomándose una media combinación en Casablanca. El tercero, abandonó la mano, que él llevó cogida toda la tarde; fueron a oír música y a mirarse, silenciosos, al Café María Cristina.

– Lo clásico, cuando un hombre y una mujer empiezan a amarse -se atrevió a decir él, después de mucho pensarlo.

El cuarto, la chica no opuso resistencia a dejarse coger del brazo, hacia como que no se daba cuenta.

– No, al cine, no. Mañana.

El quinto, en el cine, él la besó furtivamente, en una mano. El sexto, en el Retiro, con un frío espantoso, ella dio la disculpa que no lo es, la disculpa de la mujer que tiende su puente levadizo.

– No, no, por favor, déjame, te lo suplico, no he traído la barra de los labios, nos pueden ver…

Estaba sofocada y las aletas de la nariz le temblaban al respirar. Le costó un trabajo inmenso negarse, pero pensó que la cosa quedaba mejor así, más elegante.

El séptimo, en un palco del Cine Bilbao, él, cogiéndola de la cintura, le suspiró al oido:

– Estamos solos, Visi…, querida Visi, vida mía.

Ella dejando caer la cabeza sobre su hombro, habló con un hilo de voz, con un hilito de voz delgada, quebrado, lleno de emoción.

– Sí, Alfredo, ¡qué feliz soy!

A Alfredo Ángulo Echevarría le temblaron las sienes vertiginosamente, como si tuviese calentura, y el corazón le empezó a latir a una velocidad desusada.

– Las suprarrenales. Ya están ahí las suprarrenales soltando su descarga de adrenalina.

La tercera de las niñas, Esperanza, es ligera como una golondrina, tímida como una paloma. Tiene sus conchas, como cada quisque, pero sabe que le va bien su papel de futura esposa, y habla poco y con voz suave y dice a todo el mundo:

– Lo que tú quieras, yo hago lo que tú quieras.

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