Sin destino
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Historia del a?o y medio de la vida de un adolescente en diversos campor de contraci?n nazis (experiencia que el autor vivi? en propia carne), Sin destino no es, sin mbargo, ning?n texto autobiogr?fico. Con la fr?a objetividad del entom?logo y desde una distancia ir?nica, Kert?sz nos muestra en su historia la hiriente realidad de los campos de exterminio en sus efectos m?s eficazmente perversos: aquellos que confunden justicia y humillaci?n arbitraria, y la cotidianidad m?s inhumana con una forma aberrante de felicidad. Testigo desapasionado, Sin destino es, por encima de todo, gran literatura, y una de las mejores novelas del siglo xx, capaz de dejar una huella profunda e imperecedera en el lector.
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Todos ellos se esforzaban por igual en una misma cosa: todos trataban de mostrarse buenos presos. Claro, ése era su interés, eso requerían las circunstancias; nuestra vida, en realidad, se limitaba a eso. Por ejemplo, si el orden de las filas era ejemplar y los números cuadraban perfectamente, el recuento vespertino duraba menos, por lo menos al principio. Si nos mostrábamos aplicados en el trabajo podíamos evitar las palizas, por lo menos al principio.
Sin embargo, por lo menos al principio, puedo afirmar que no sólo esa clase de beneficios guiaba nuestra manera de actuar. Por ejemplo, en el trabajo, la primera tarde para no ir más lejos, nuestra tarea era descargar un vagón entero de guijarros grises. Siguiendo el ejemplo de Bandi Citrom -después de que el guardia, esta vez mayor y más amable, nos diera su permiso- nos quitamos las camisas. Fue la primera vez que vi su piel amarillenta, los músculos bien desarrollados y el lunar debajo de su pecho izquierdo, Bandi dijo: «¡Vamos a enseñarles a éstos lo que sabemos hacer en Budapest!», con un tono realmente serio. Puedo afirmar que aunque era la primera vez en mi vida que yo tenía una pala en la mano, tanto nuestro guardia como aquel hombre de la fábrica -que iba y venía y tenía aspecto de capataz- parecían contentos, lo que, por otra parte, aumentaba nuestro entusiasmo, por supuesto. Por el contrario si las palmas de mis manos empezaban a arder o veía que mis dedos estaban rojos de sangre y el guardia me preguntaba: «Was ist denn los?» [¿Qué ocurre?], y yo sonreía y le mostraba mis manos, él se ponía muy serio, llegando incluso a dar un estirón del cinto del que colgaba su fusil, y me decía: «Arbeiten! Aber los!» [¡Vamos! ¡A trabajar!] Estaba claro que yo tenía que dejar de preocuparme por mis manos.
Desde el primer día, sólo me importaba saber una cosa: cuándo podía escabullirme del trabajo, cuándo podía robar unos minutos de descanso, cómo cargar menos la pala, la laya, la horca, y puedo afirmar que he aprendido todos los trucos, todas las mañas, las he asimilado y las he puesto en práctica en todos los trabajos que tuve que ejecutar. Al fin y al cabo ¿quién se beneficiaba?, como había preguntado en una ocasión el Experto. Estoy seguro de que allí había algún fallo, algún problema, algún obstáculo, algún fracaso. Cualquier palabra de reconocimiento, cualquier señal, por pequeña que fuera, nos hubiera sido más útil, por lo menos a mí. Porque, a fin de cuentas, personalmente, ¿qué teníamos los unos contra los otros? El sentimiento de vanidad permanece aun entre los presos, y ¿quién no anhela un poco de comprensión y de buena voluntad? ¿Acaso no se llega más lejos con eso? En el fondo, estas experiencias tampoco han cambiado mi opinión. El tren avanzaba y si miraba hacia delante, divisaba a lo lejos la meta; en los primeros tiempos -los tiempos dorados como los llamamos más tarde con Bandi Citrom- Zeitz parecía un lugar bastante tolerable (siempre que se tuviera un buen comportamiento y buena suerte), por lo menos en aquellos momentos transitorios, hasta que el futuro nos trajera otra cosa, claro. Dos veces a la semana tocaba medio pan, tres veces un tercio, y sólo dos veces un cuarto. Zulage también, muy a menudo. Una vez a la semana, patatas cocidas (seis patatas que te echaban en el gorro: claro, sin Zulage, puesto que eso hubiera sido ya una exageración), y una vez sopa de leche.
El primer disgusto del temprano despertar se olvidaba pronto con el rocío del alba, el cielo limpio y el café caliente, aunque convenía darse prisa en la letrina puesto que pronto se oían las llamadas para pasarnos revista. Los recuentos por la mañana eran más cortos y enseguida empezaba el trabajo. Una de las puertas laterales de la fábrica que utilizábamos nosotros, los presos, se encontraba a la izquierda de la carretera, en medio de una franja de tierra, a unos diez o quince minutos de camino desde el campo. El ruido se oía desde lejos: murmullos, chasquidos, zumbidos y resoplidos; los ruidos secos y cortos de las tuberías de hierro. Así nos saludaba la fábrica, con sus caminos principales y laterales, sus grúas y excavadoras, sus vías y un laberinto de chimeneas, cámaras frigoríficas, sistemas de tuberías y talleres: parecía más bien una ciudad llena de laberintos. Los grandes boquetes, cunetas, ruinas y partes derrumbadas, las tuberías rotas y los cables destrozados daban fe de la llegada de los aviones. La fábrica se llamaba Brabag -según me enteré el primer día, a la hora de la comida-, forma abreviada de Braun-Kohl-Benzin Aktiengesellschaft, «empresa que cotizaba en Bolsa», según me informó un compañero corpulento, que resollaba apoyado sobre el codo, mientras sacaba un pedazo de pan ya masticado del bolsillo. En el campo se decía de él, siempre entre risas y aunque a él no pareciera importarle, que poseía un porcentaje de las acciones. Según me dijeron -y también adiviné por el olor que me recordaba al de la refinería de Csepel-, estaban intentando obtener petróleo, pero utilizaban algún truco para no sacarlo del aceite mineral sino del carbón. La idea me pareció interesante, pero comprendí que mi opinión importaba poco. Las posibilidades laborales eran un tema interesantísimo. Unos preferían la pala, otros el pico; para unos lo mejor era tender cables, para otros, la mezcla de argamasa, y -quién sabe cómo- también había gente que escogía los trabajos de reparación de tuberías, en los que el barro amarillo y el aceite negro te llegaban hasta la cintura; aunque nadie negaba la existencia de esas razones, los trabajos de reparación de tuberías solían escogerlos los letones y sus amigos los fineses.
Una vez al día, la palabra antreten [retirada] sonaba dulce, lenta y entrañable: por la noche, designaba el momento de regresar a casa. Bandi Citrom se abría paso entre la multitud que rodeaba los aseos, gritando: «¡Fuera musulmanes!», y luego vigilaba atentamente la forma en que yo procedía a mi limpieza. «Lávate también el pito, ahí viven los piojos», me decía y yo reía pero siempre le hacía caso.
Nos gustaba aquella hora especial, la hora de los recados, chistes y quejas, la hora de las visitas, de las conversaciones, de los tratos y negocios, la hora de intercambiar información, que sólo quedaba interrumpida por el tintineo de las cazuelas, esa señal que nos hacía movernos a todos, que nos hacía espabilar a todos: la hora de la cena, cuya duración dependía de la suerte. Al cabo de una, dos o como máximo tres horas (ya estaban encendidos los focos) empezaban las carreras dentro de las tiendas, por la estrecha franja del medio, entre las triples filas de cabinas que llamaban «compartimientos» para dormir. Durante un largo rato, las tiendas se llenaban de voces que susurraban en la oscuridad: era la hora de conversar sobre el pasado, el futuro, la libertad. Así me enteré de que antes de ser privados de libertad todos habían sido felices y ricos. Había quienes contaban lo que acostumbraban cenar, y a veces también hablaban de temas íntimos, usuales entre los hombres. En una ocasión, mencionaron -algo que nunca volví a oír- que en la sopa se ponía un tranquilizante llamado «bromuro», por lo menos eso decían, con una expresión cómplice y misteriosa.
Bandi Citrom también solía mencionar la calle Nefelejcs, las luces y «las mujeres de Budapest», tema que yo desconocía por completo.
En otra ocasión, un viernes por la noche, me llamó la atención la voz suave y melodiosa de alguien que se encontraba en un rincón de la tienda: era un sacerdote, un rabino. Me acerqué, trepando por encima de las literas, y en medio de un grupo de gente hallé al rabino que ya conocía. En aquel grupo se practicaban los rezos tal como estaban, con su uniforme de preso y su gorro; no me quedé mucho rato con ellos puesto que tenía más ganas de dormir que de rezar.
Bandi Citrom y yo dormíamos arriba del todo. En nuestro compartimiento había además otros dos jóvenes que también eran de Budapest. Los compartimientos eran de madera, con un montón de paja y un saco encima. Teníamos una manta para dos pero en verano no la utilizábamos. Desde luego, el sitio no sobraba: si yo me daba la vuelta, también el vecino debía dársela; si éste cambiaba de postura, yo me veía obligado a hacer lo mismo. Pero, como siempre, el sueño profundo y reparador lo hacía olvidar todo: la verdad es que aquéllos fueron días dorados.
Los cambios empezaron más tarde: primero fueron las raciones. Desaparecieron las de medio pan, como si nunca hubiesen existido, y llegaron las de un tercio o un cuarto, muchas veces sin Zulage. El tren también empezó a avanzar más lentamente y, al final, se paró. Yo trataba de mirar hacia delante pero sólo veía el día siguiente, y éste era como el anterior, exactamente igual, en caso -por supuesto- de que siguiera acompañándonos la suerte. Ya no tenía ganas ni fuerzas para nada; todos los días me levantaba más cansado; cada día que pasaba soportaba peor el hambre; me movía con más y más dificultad; todo se me volvía una carga, incluso yo mismo. Ya no siempre éramos buenos presos y sentíamos las consecuencias por parte de los soldados y de los que ostentaban algún cargo entre nosotros, sobre todo el Lagerältester [comandante de campo].
Éste, fuera donde fuera, siempre iba vestido de negro. Daba la señal de silbato para despertarnos y efectuaba el último examen por la noche. La gente no dejaba de hablar de las excelentes condiciones en que vivía. Su idioma era el alemán, su sangre, gitana -así lo llamábamos nosotros, los húngaros, «el gitano»-; ésta era la primera razón por la que se encontraba en un campo de concentración, y la segunda, algo que Bandi Citrom había descubierto a primera vista: el color verde de su triángulo advertía que había robado y matado a una señora mayor, según decían, muy rica, que le había dado trabajo. Así, por primera vez en mi vida pude ver a un asesino con mis propios ojos. Él era el encargado del orden y de la justicia, su trabajo consistía en asegurar el cumplimiento de las leyes; en principio, no parecía ningún pensamiento alentador: eso opinábamos todos, incluido yo. Por otra parte, tuve que reconocerlo: llegado un punto determinado, los matices se confunden. Yo, por ejemplo, tuve más problemas con un Stubendienst, aunque era un hombre muy honrado. Por eso había sido elegido por votación, al igual que el doctor Kovács, el cual no era doctor en medicina sino en derecho, para Blockältester. Los dos eran de la ciudad de Siófok, a orillas del precioso lago Balaton. Su nombre era Fodor, y era un hombre pelirrojo al que todo el mundo conocía.
Decían -¡ignoro si era verdad o no!-, que el Lagerältester utilizaba su bastón y su puño por puro placer, porque eso le producía una cierta satisfacción similar a lo que buscaba con los hombres, los chicos o las mujeres: eso decían los más informados. Sin embargo, en estos casos el orden no era un pretexto sino una auténtica necesidad, un interés común; nunca se le olvidaba insistir en ese punto cuando -viéndose en la necesidad- tenía que hacerlo. Por otra parte, el orden nunca era perfecto; en realidad, lo era cada vez menos. Por eso él se veía obligado a pegar con su cucharón de hierro a los que se movían demasiado en la fila, a los que no sabían cómo había que formar delante de él o cómo había que colocar el plato, al lado de la cazuela; éstos dejaban caer entonces el plato, la sopa, todo; de forma que imposibilitaban su trabajo y nos causaban problemas a todos. Por eso tiraba de los pies de los que se quedaban durmiendo por la mañana, puesto que las irregularidades las cometía una sola persona, pero todos, incluso los inocentes, teníamos que cargar con las consecuencias. Las intenciones de las personas no eran siempre las mismas, por supuesto, pero a partir de cierto punto las diferencias eran sólo cuestión de matices y los resultados eran idénticos.