Urbana
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Fogwill se pregunta en todas sus novelas sobre el amor. `Urbana` no es una excepci?n. La historia se desarrolla en la soledad de una ciudad. El amor produce, seg?n Fogwill, un bienestar estomacal y neurol?gico que se traduce en una armon?a del hombre con el todo. Como bien indica el t?tulo, se habla de la vida en la ciudad, del que llega a un lugar ignorando el nombre de sus calles y la ubicaci?n de los sitios donde suceden los principales acontecimientos. Rodolfo Enrique Fogwill, m?s conocido como Fogwill, naci? en Buenos Aires en 1941. Ha publicado poemarios, libros de relatos y novelas, entre las que destacan `En otro orden de cosas`, `La experiencia sensible` y `Los pichiciegos`.
Claro que es redundante llamar urbana a una novela. Hoy toda novela es urbana: la ciudad, que es su agente, compone a la vez el fondo de todo lo que sucede. M?s cuando ni se nombra y m?s a?n cuando el relato figura una escenograf?a sin ciudades ni casas ni m?s vida colectiva que la que pueda hallarse en los recuerdos y en los di?logos interiores del presunto personaje: al parecer, s?lo puede escribirse con las palabras de la ciudad. ?Cu?les ser?n…? No est? al alcance de una novela determinarlo. Esta era una historia de personajes sin cara y termin? como un relato de personajes sin caras ni nombres. Idealmente deb?a eludir cualquier acontecimiento, pero en tal caso nadie la habr?a editado y no habr?a encontrado un lector. Rimando, puede afirmarse que los lectores acuden a la novela sedientos de acontecimientos. Algo ha de estar indicando esto: quiz?s haya tanta demanda de que en un texto sucedan cosas porque se descuenta que nada suceder? entre el texto y su lector. Pero los editores dominan el arte de administrar la medida justa que puede definirse como la presencia de un m?ximo de acontecimientos en el texto y ninguno por efectos de la lectura. Con ello consiguen que el lector termine de consumir manteniendo intactas sus cualidades m?s preciadas: su poder de compra y el h?bito que lo llevar? a pagar por alg?n nuevo t?tulo de esa colecci?n. Idealmente, un d?a la industria terminar? por librarse de los autores. Mientras tanto, se insiste en narrar como si nada estuviese ocurriendo.
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Pasó el momento de elegir. Había que optar entre detenerse en el estado de una remera, de un mechón de pelo, de la pierna izquierda o derecha de un pantalón o dar paso a la voz del chofer de un taxímetro, y traer con ella una referencia a las noticias de la tarde que probablemente estar sintonizando.
O poner en su voz un comentario sobre el mercado de viajes: en esos tiempos los choferes solían iniciar el di logo con los pasajeros comentando la baja demanda de sus servicios. Era algo lógico para los primeros fines de semana del año porque el público que compone la clientela de los taxis sale de vacaciones durante los meses de verano. Con una referencia obvia al mercado, resulta fácil -como se dice- "romper el hielo", ese blindaje de incomunicación que distancia a clientes y choferes. A lo largo de días y semanas, o a través de una vida, cada chofer perfecciona su estrategia para dialogar con los pasajeros. Es frecuente que un varón interpele a su pasajera sin más finalidad que explorar si vale la pena cifrarse alguna expectativa sexual, pero, en tiempos de escasa demanda de taxis, es más probable que la necesidad de "romper el hielo" con pasajeros y hasta con pasajeras, obedezca a un mero deseo de hablar. Los choferes pasan horas a la espera de un viaje, y nadie en su sano juicio tolera semejantes intervalos de tiempo sin hablar. Independientemente de tanto que se atribuye a la necesidad humana de comunicación hay casi un requerimiento orgánico de hablar. En estos animales superiores, hablar, silbar, zumbar y canturrear han terminado integrándose a la función respiratoria. Los entrenadores deportivos lo saben: si bien hablar es un gasto de energía que distrae a sus pupilos, en los comienzos de la preparación física y hasta que los iniciados dominan lo que llaman el "manejo del ciclo aeróbico", quienes hablan en el curso de las marchas o del trote toleran mejor los síntomas de fatiga, que, a la vez, mientras se habla, demoran más en manifestarse. Es natural: hablar exige una administración ordenada del flujo respiratorio y ese aliento contenido para el diálogo actúa como una verdadera reserva de aire y queda disponible para el aficionado que aún no ha adquirido las tácticas de alto rendimiento.
Algo semejante ocurre con el hábito de escribir, aunque en muchos aspectos se lo pueda interpretar como todo lo contrario del diálogo. Escribir también demanda una reserva de algo que, si bien no es aire, también puede ser indispensable para alguna de las funciones de los humanos.
– ¿Qué ser…?
No se puede saber, pero, como siempre, estas cosas que no se pueden saber son las únicas que vale la pena saber.
Claro que la curiosidad del pasajero se activa cuando oye:
– ¡Estoy arriba del auto desde las seis de la mañana…! ¿Sabe cuántos viajes hice hasta ahora…?
Dos, tres, siete, veintiuno: la gente apuesta a cualquier número, así en un taxi como en cualquier juego de azar. Pero en este caso, el pasajero que acepta la invitación al diálogo suele responder con la fórmula "No: ¿Cuántos…?" o con alguna otra que confirme al chofer que logró su meta, que no era despertar curiosidad, ni manifestar su curiosidad por saber cuánto sabe su pasajero sobre el mercado de viajes, sino entablar un diálogo. ¿Para qué? No hay chofer ni pasajero de taxi alguno del universo interesado por saberlo. Tampoco vale la pena preguntar: cualquiera puede responder cualquier cosa. Uno puede abordar un taxi y preguntar directamente al del volante:
– Tengo una curiosidad: seguro que usted sabe… ¿Por qué ser que, últimamente, cada vez que tomo un taxi la mayoría de los choferes dice algo o pregunta algo nada más que para sacar un tema de conversación…?
Alguno se pondrá a explicar que no es un hábito que haya comenzado últimamente porque siempre sucedió igual. Otros responderán que lo hacen para conversar, dato que ya venía anunciado en la misma pregunta. También se escucharán alusiones al temor a robos y actos vandálicos: al parecer, hay choferes convencidos de que, conversando, podrán anticipar cuál ser el pasajero que hacia el final del viaje lo amenazará con un puñal, una granada o un revólver para robarle. En tal caso, el ladrón podrá quitarles algo, pero les dejará el recuerdo de su voz. En general, parece que hasta último momento los asaltantes de taxímetros se comportan como pasajeros normales, cordiales. Y no sería improbable que quien aborda un taxi en plan de robar, exagere normalidad y cordialidad hasta mimetizarse con la imagen de un pasajero ideal, cordial, normal, propenso a dejar una propina. Pero nada se puede saber sobre los planes de un desconocido, o, según se dice, sobre lo que cada anónimo viajero "tiene en mente".
Sin duda, todo el que aborda un taxi tendrá algo en la mente y también puede darse por descontado, que, aunque haya subido sólo para apropiarse de la magra recaudación del turno, cada cliente tiene una reserva de dinero para afrontar el pago de su viaje, que tiene una reserva de aire para mantener un di logo normal, y que también tiene lo que suele llamarse "sus reservas": cosas, datos, sentimientos y opiniones que solo manifestaría en casos muy especiales o en situaciones que pocas veces se producirán en el curso de un viaje por la ciudad.
Es lo contrario de narrar. Bajo la apariencia de tender a un destino, el relato pretende -o requiere- dar con esas situaciones donde lo que normalmente habría que mantener en reserva se manifieste.
Y no para darlo a conocer sino para darse una oportunidad de conocerlo.
Se oyen a menudo las frases "no era eso lo que quise decir" y "no sé bien lo que quiero decir" y escuchando a la gente y hurgando entre sus diálogos queda la sensación de que sería imposible determinar si el que habló dijo lo que quería decir, si dijo más o menos de lo que intentaba decir, y si, en cualquier caso, supo alguna vez lo que querría haber dicho y lo que estuvo diciendo durante toda su vida.
Hay momentos en los que toda una biografía puede resumirse en una escena. Entra un actor secundario, dice su frase, alguien lo oye, y por un efecto de iluminación la escena desaparece y en continuidad con ella la obra da lugar a otro acontecimiento, igualmente caprichoso, pero que distrae al público con la ilusión de que es, también, algo definitivo. Habría momentos en los que toda la trama de biografías que puedan imaginarse en el mundo parecer reducirse a un vago tul, una red en la que cada ángulo anudado a otro sería el instante en que cada uno formuló la frase única que representa todo lo que no llegó a decir y que era todo lo que estuvo tratando de decir en su vida. Si hubiese tal momento, se escucharía un unísono coral vociferando la misma frase: "soy yo". Todo lo que todos pudieron decir estaría contenido en ella y en su apariencia de ser tan verdadera como si hubiesen cantado la frase "yo quiero".
Pero no hay coro. Desde el coro escolar y barrial de aficionados hasta los elencos estables de las grandes salas de ópera y conciertos, los coros son construcciones arbitrarias, circunscriptas a un lugar y a un período estipulado en los contratos. El coro de todos los humanos aún no se ha concertado, aunque algunos lo hayan imaginado a semejanza del infierno o del fin del mundo. De eso hablaban. Que con una lluvia así la ciudad se convertía en un infierno, había dicho el chofer, y que esa tormenta parecía el fin del mundo. Él había tenido la suerte de refugiarse en una estación de servicio techada. Justo tenía que cargar gas cuando empezó la tormenta y en la larga cola, los que terminaban de cargar combustible se resistían a dar paso al siguiente auto para que el granizo no arruinase la pintura del suyo. Por eso el lugar techado también se convirtió en un infierno de bocinas y protestas. Después hubo un rato sin radio: todas las emisoras se habían silenciado justo cuando los taxistas querían escuchar informes sobre las zonas inundadas. Estaba seguro que Barracas, Belgrano y Paternal estaban inundadas. Antes, decía, los choferes esperaban la lluvia porque con mal tiempo siempre se encuentra más gente dispuesta a viajar. Pero ahora nadie quiere lluvia porque la ciudad se inunda cada vez más y no hay manera de llegar al lugar que reclama el pasajero. Por la tormenta habían suspendido los partidos de fútbol. En los espacios reservados para transmitirlos hablaban periodistas, directivos y jugadores de fútbol. Son cosas, decía, que tiene que escuchar la gente que no le interesa el fútbol, para que vea lo que es el fútbol. Si uno lo cuenta, nadie le cree. Pero usted -decía- puede oír lo que hablan: hace media hora que están hablando de compras y ventas de jugadores, de contratos, partidos suspendidos, estadios clausurados, de futbolistas expulsados por andar en las drogas, del gobierno, las elecciones en los clubes, la plata y los préstamos y los negociados… ¿Usted cree que alguien dijo patear, pelota, arco o gol?, preguntaba. Las cosas más importantes del fútbol son patear -repitió la palabra "patear" y levantó la mano derecha hasta el espejo retrovisor cerrando el puño y alzando el pulgar-… patear… la pelota -allí flexionó el pulgar y mostró extendido el índice- hacia el arco -ahora mostraba extendidos, juntos, tres dedos de su mano- para producir gol, pero nadie dijo una sola de ésas palabras en más de media hora. Al pronunciar gol había agregado el anular y hacía bailar los cuatro dedos en el aire y parecía a punto de volverse hacia ella para mirarla directamente. Esto se lo puedo decir a usted porque es mujer, decía, porque los hombres tienen tan metido el fútbol en la cabeza, que si les hablo así me toman por un loco. Pero usted escucha: ¿ve que hablan todo el tiempo de política?, buscaba confirmar. ¿Usted es casada? ¿A su marido le interesa el fútbol? ¿Usted es del interior? ¿Usted vive en ese hotel nuevo que recién inauguraron…?, seguía preguntando y contaba que él tenía un recorrido para conseguir pasajeros en los hoteles nuevos, que se ponen de moda por un tiempo. Atraen gente extranjera, alojada ahí por las agencias de viajes o de turismo con la promesa de servicios de cinco estrellas, y siempre hay políticos de las provincias, turistas y jugadores de fútbol. Son viajes típicos los de los hoteles nuevos. Casi todos los pasajeros que se consiguen en los hoteles nuevos van a lugares turísticos, al Congreso, a los comités, los ministerios y a los clubes. Son viajes siempre iguales, o parecidos. Rarísimo encontrar un viaje a Belgrano. Usted debe ser la primera persona -decía- que sube en uno de los hoteles nuevos y pide que la lleven a Belgrano. ¿Usted es uruguaya? -preguntó- y se disculpó diciendo que él tenía muchos amigos y compañeros uruguayos y que por la manera de hablar, por la tonada, le había quedado la impresión de que podía ser uruguaya.