Historias Conversadas
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No es f?cil pasar impunemente de la novela al cuento. Se trata de un g?nero abierto a todos los g?neros, versus una c?psula verbal que debe concentrarse en un s?lo objetivo de inter?s. En estos cuentos, Aguilar Cam?n ha sido fiel a su mundo imaginario: trasponer la realidad real, testimonial, a un plano de ficci?n, pero sin dejar de ser o apuntar permanentemente hacia el testimonio, hacia la realidad de cada d?a. De manera que, en estas Historias conversadas, sin pretender crear un mundo de pura ficci?n por el costante gui?o que le hace a la realidad, nos atrapa igualmente en su madeja anecd?tica como si fuera un mundo de pura ficci?n, sin relaci?n inmediata o reconocible
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– Ellos cobran, pero tú les pagas -le reproché el reproche de siempre. – ¿De qué te quejas?
– De ninguna manera les pago -dijo Linares. -Los estoy borrando a todos de mi lista.
– Te van a apuntar en la suya entonces -le dije. -Y van a tirarte a matar, hasta que te aniquilen.
– Que me aniquilen. No les doy un centavo. Ni un centavo.
– Haces bien, porque no quieren centavos. Quieren pesos. Miles de pesos.
– Ni un peso -dijo Linares.
– Dólares entonces.
– Ni un puto peso, ni un puto dólar, ni un puto viaje. Una fumigación general es la que necesitan, incluyendo tu periodicucho, que le juega al puro.
– ¿Quién de mi periódico, Linares? Nada más no incluyas al director en tu denuncia, y de ahí para abajo, fumigamos al que quieras.
– ¿Los corres?
– Los quito de mi lista, como tú.
– No le saques. ¿Los corres?
– Depende cuántos sean. ¿Ya te sabes el verso aquel sobre la bondad y la cantidad?
– No, ¿cuál es?
Le dije:
– Es una vergüenza nacional -dijo Linares.
– Los sarracenos terminaron siendo españoles, Linares.
– Son una vergüenza nacional tus colegas. Y además son muchísimos. Cómo hay periodistas en esta ciudad.
Pidió de últimas una tonada que echó sobre mí, como siempre que la escuchaba, una ráfaga voluptuosa del pasado. Cantó el trío Niebla del riachuelo, una favorita de Lobo y Melón:
– Hace años que no oía esa -le dije a Linares, mientras el trío de su compadre Juan perdía la letra.
– Años -aceptó Linares, precipitándose sobre su brandy para contener el torrente de sus emociones.
Siguió el trío:
– Así no es, don Juan -le reclamó Linares.
– No no no, así no es don Juan -dijo Linares. -La está usted inventando.
– A la canción que no sabemos, le ponemos imaginación, don Luis -explicó don Juan.
– Si por eso es mi escudero este cabrón -dijo Linares, encantado con la respuesta de don Juan. -Pero a ver, empiécela de nuevo que aquí este muchacho y yo se la vamos a cantar para que se la aprenda.
De no sé dónde, del arcón de la verdadera memoria, que es, desde luego, involuntaria, Linares y yo desempolvamos intactas las estrofas del principio de la canción que habíamos tarareado miles de veces, años atrás, sin pretender aprenderla nunca. Mal cantamos:
Y más adelante, corrigiendo a don Juan pero no a nuestras voces:
– Puta, cabrón -dijo Linares, cuando terminamos de desentonar, acudiendo de nuevo a su brandy. -¿Te acuerdas de El Limonal?
– Me acuerdo -dije yo, acudiendo también a mi brandy.
– Pues salud, cabrón.
– Salud -le dije.
Acudimos entonces los dos a nuestro brandy con la justificación del brindis y luego, sin darnos tiempo a que ese breve encuentro buscado nos obligara a encontrarnos de veras, Linares dijo y yo lo agradecí:
– Son las doce y media. Ya es hora del antro.
Pidió la cuenta, la pagó en efectivo y compartió después unos generosos billetes con su compadre Juan y los miembros del trío. Lo siguiente que recuerdo es que estábamos en una pequeña mesa cercana a la pista de, efectivamente, un antro del centro histórico de la ciudad. No conocía ese antro y no volví a él sino ahora que lo evoco, porque tuvo una vida efímera, como la vida misma de lo que quería conservar, quiero decir: la rumba de aquel tiempo, el enorme decorado de palmeras de satén y playas de lentejuelas, el mesero vestido de gala que ofrecía bebidas baratas y la fauna de mujeres jóvenes, viejas como su oficio, que se ofrecían desde la barra, ya un poco ebrias, adelantando su producto.
– Vas a ver -dijo Linares. -No das crédito lo que vas a ver. Y cuando te pregunten quién te trajo, vas a decir: "Mi amigo Linares". Porque no se te va a olvidar y si se te olvida, que se muera la mujer del puerto.
Era otro resabio de nuestro código adolescente. Durante mucho tiempo, Linares había vivido precariamente en la ciudad de México, con lo que le enviaban desde el puerto de Acapulco sus hermanas y su madre. En realidad, se lo mandaban sus hermanas, Chelo y Diana, que trabajaban, pero acuciadas laboriosamente por su madre. Con el candor característico de las madres de entonces, doña Consuelo Zapata esperaba volver a Linares un hombre de bien, un profesionista próspero, capaz de rescatarla a ella de la viudez, a sus hermanas de la orfandad -el padre de Linares había muerto siendo ellos pequeños- y a las tres de la estrechez económica en que vivían. Todo eso sucedió con el tiempo -"más o menos aproximadamente", como gustaba de decir en forma pleonástica Linares- pero hasta entonces, como todo varón que se respete, Linares había vivido su vida sin voltear a los lados, y mucho menos hacia las mujeres que apostaban cada mes por él y su futuro, remitiendo el poco dinero excedente que ganaban.
Las hermanas y la madre de Linares vivían en Acapulco y eran, al empezar los años sesenta, un trío extravagante de mujeres blancas y finas, tal como las soñaba y las inventaba Linares, y tal como las alucinaba y las miraba yo, elegantes y secretas en el aluvión retraído de sus tesoros femeninos: altas, lánguidas, contenidas, como dispuestas a entregarse una sola vez.
Linares era uno de los pocos en la casa de huéspedes de mi madre que recibía su pensión con puntualidad prusiana, pero no la recibía solo: toda la población hambrienta y mal proveída de la casa, acudía a la recepción de su giro para comprobar, una vez más, que había llegado el envío de La mujer del puerto, mote cariñoso y jodedor que la crápula amistosa había impuesto a doña Consuelo, aludiendo con ello al papel más bien antimaterno de una prostituta que Andrea Palma inmortalizó en la película mexicana del mismo nombre. Con el tiempo, Linares y nosotros todos acabamos refiriéndonos cariñosamente a doña Consuelo Zapata, como La mujer del puerto, expresión que Linares seguía usando veinte años después, dondequiera que doña Consuelo cruzaba por su memoria haciéndose recordar, lo cual sucedía -lo sé yo, porque a mí me pasaba lo mismo con mi madre y tampoco sabía confesarlo- todo el tiempo.
Explicado esto, puedo decir que llegaron los músicos y, con los músicos, un presentador viejo y relamido, como sólo pueden serlo los presentadores en los antros de cuarta, de modo que aproveché para ir al baño, ante las protestas de Linares: