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Abandonada

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Abandonada
Название: Abandonada
Автор: Neggers Carla
Дата добавления: 16 январь 2020
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Abandonada - читать бесплатно онлайн , автор Neggers Carla

La marshal Mackenzie Stewart estaba pasando un tranquilo fin de semana en New Hampshire, en la casa de su amiga la jueza federal Bernadette Peacham, cuando fue atacada. Ella pudo repeler el ataque, pero el agresor consigui? escapar. Todo suger?a que se trataba de un loco violento… hasta que lleg? el agente del FBI Andrew Rook.

Mackenzie hab?a roto con ?l su norma de no salir con agentes del orden, pero sab?a que ?l no se hab?a desplazado desde Washington para verla, sino porque trabajaba en su caso. A medida que continuaba la caza del misterioso atacante, el caso dio un giro inesperado cuando Mackenzie sigui? a Rook a Washington y descubri? que un antiguo juez amigo de Bernadette, ahora ca?do en desgracia y convertido en informador de Rook, hab?a desaparecido.

Mackenzie y Rook comprender?an entonces que hab?a m?s en juego de lo que pensaban y que se enfrentaban a una mente criminal que no ten?a nada que perder y estaba dispuesta a jug?rselo todo.

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– Gus es Gus -contestó-. Ha probado una receta nueva conmigo. Una especie de fruta marinada al gril encima de cuscús. Dice que es influencia de Beanie. Ella estuvo en el lago a principios del verano y los invitó a cenar a Carine, al pequeño Harry y a él. Les dijo que había ido a clases de cocina en Washington.

– ¿Beanie Peacham en clases de cocina?

– Lo sé. Preocupante -pero Mackenzie no podía reír y ver a Nate hacía que saliera a la superficie la realidad de lo que podía haber ocurrido el viernes-. Si les hubiera pasado algo a Carine o a Harry por mi causa…

– No habría sido por tu causa. Lo peor que puedes hacer ahora es darle vueltas a lo que podría haber pasado. Ya es bastante malo lo que pasó -la miró con atención-. ¿Seguro que deberías estar ya de vuelta?

– El doctor dijo que podía venir. Sólo tengo que evitar levantar mucho peso una temporada -se levantó-. ¿Café?

– No, gracias.

Ella frunció el ceño.

– Nate, ¿qué pasa? No has venido aquí por mis puntos y no eres tú el que ha traído el bikini rosa.

Él parecía incómodo, algo raro en él, y al fin suspiró.

– ¿Sigues pensando que el hombre que te atacó te resulta familiar?

– Sí -no le sorprendió que él supiera eso. Podía haberse enterado por Gus o Carine; o por muchos policías distintos-. Sigo intentando recordar dónde lo he visto antes. He revisado mis conocidos de la universidad, los casos de fugitivos en los que he trabajado… todo lo que se me ocurre. Hasta el momento, sin éxito.

– No es tu trabajo encontrar a ese hombre. Si los investigadores de New Hampshire quieren tu ayuda, te la pedirán -Nate la miró más con la autoridad que le confería su trabajo que con afecto fraternal-. Eso lo entiendes, ¿verdad?

– ¿Se ha quejado alguien de mí?

– No se ha quejado nadie. Pero te conozco y tienes que ser lista. Ser paciente.

Mackenzie tomó su café, y lo miró con frialdad.

– ¿Tú fuiste muy listo y paciente cuando te dispararon?

Casi un año y medio antes, un francotirador les había disparado a su compañero, hermano mellizo de su mujer, y a él en el Central Park de Nueva York. La herida de bala de Nate, un rasguño en el hombro, tenía poca importancia, pero él no había dejado la investigación al FBI ni a sus colegas del Servicio de Marshals, sino que se había empleado a fondo en ella. Como resultado, había conocido a Sarah Dunnemore y renunciado a su vida solitaria para abrirse a la idea de formar una familia y a todos los riesgos que ello conllevaba y que él, huérfano a los siete años, conocía mejor que nadie. Pero, por lo que Mackenzie podía ver, no se arrepentía.

– No estamos hablando de mí -repuso con frialdad.

– Claro que no -sonrió Mackenzie, que había perdido el impulso de enfrentarse a él-. Tú no llevabas un bikini rosa cuando te dispararon.

Creyó detectar un brillo de regocijo en los ojos de él.

– Recuerdo ese bikini. Era difícil no verte en el agua.

– No creo que nuestro apuñalador me viera en el agua. La puerta del cobertizo estaba abierta. Sospecho que entró o salió cuando yo estaba bajo el agua. En cualquier caso, no lo vi y lo pillé por sorpresa. Intentó esconderse, pero acabó atacándome.

– ¿Podría haberse escabullido sin ser visto?

– Si hubiera esperado a que volviera a la casa, habría tenido más posibilidades. Se acurrucó en la espesura al lado del cobertizo. Yo lo oí antes de verlo. Eso está lleno de madreselva japonesa y a lo mejor se pinchó con algo. O vio una serpiente. O lo que fuera. El caso es que decidió echarse encima de mí.

– Tal vez él no tuviera un pensamiento tan organizado.

– La opinión general sigue siendo que nos atacó a la senderista y a mí al azar. Parecía salvaje, pero también en control de sí mismo. No puedo explicarlo.

– ¿Intuición?

– Si quieres llamarlo así -Mackenzie fue consciente de pronto de las dos décadas de experiencia de Nate como marshal comparadas con sus meses de entrenamiento y pocas semanas en su primer destino-. Tengo que acordarme de dónde lo he visto antes.

– La adrenalina puede hacerle cosas extrañas a la gente.

– Sé que puede que sea mi imaginación eso de que lo he visto antes, pero no lo creo.

– Puede ser un simple error. Mackenzie… -él se interrumpió-. Olvídalo. Tengo que irme -señaló la pistola de ella-. ¿Te sientes cómoda llevando eso al hombro?

– No. Necesito más tiempo para sacar el arma y… no sé, espero no acabar pegándome un tiro -bromeó ella.

– ¿Eras tan pelma como profesora?

– Más.

Conocía a Nate y a sus hermanas desde que podía recordar. En los meses horribles posteriores al accidente de su padre, Gus los llevaba por su casa junto con comida y ayudaban con las reparaciones que su madre y ella no podían hacer solas. Harry y Jill Winter habían muerto en Cold Ridge antes de que naciera Mackenzie, pero ella sabía que sus hijos, Nate, Antonia y Carine, habían sufrido una tragedia mucho peor que la suya. Se había mirado en ellos y se había dejado enseñar por ellos el camino a la supervivencia. Pero ninguno la había imaginado nunca como agente federal.

– No, no te vayas -dijo-. Dime por qué has venido.

– A verte.

– Nate, sé que piensas que debería haberme quedado en la universidad, pero he superado un entrenamiento duro y allí no tuve ayuda. Lo hice sola.

– Ya lo sé -había cierta ternura ahora en la expresión de Nate-. No dejo de pensar en ti como en la pelirroja de pelo rizado sentada en la sangre de tu padre. Todos queremos lo mejor para ti.

– Lo mejor para mí ahora es que seas sincero conmigo.

Él echó a andar hacia el ascensor, pero ella lo siguió.

– Tú sabes por qué estaba Andrew Rook en Cold Ridge, ¿verdad? -preguntó.

Nate pulsó el botón y la miró con una impaciencia de hermano mayor que a ella le resultaba muy familiar.

– Eres implacable. Siempre lo has sido.

– Nate, ¿qué sabes de Harris Mayer?

Él apartó la vista.

– Llego tarde a una reunión con el FBI.

– ¿Rook?

Llegó el ascensor.

– ¿Quieres luchar con los expertos, Mackenzie? Pues ahora tienes ocasión -se abrió la puerta y Nate entró en el ascensor-. Rook es todo tuyo.

Diecisiete

J. Harris Mayer tenía una casa blanca de ladrillo con contraventanas negras en una calle estrecha y prestigiosa de Georgetown. De pie en la sala de estar, Rook podía ver el rododendro que subía hasta más allá de la ventana del primer piso.

Los vecinos de Harris seguramente deseaban que se hubiera trasladado o apostado la casa en el juego. Rook y T.J. habían hablado con ellos y estaba claro que esperaban que el FBI o la policía lo encontraran muerto de un infarto. El problema no era tanto su deshonra como el estado de la casa. Necesitaba pintura, reparaciones y un par de jardineros armados con buenas tijeras de podar. Los cristales no se habían lavado en años y las avispas se habían instalado en varias grietas y hendiduras.

Pero ni Rook ni T.J. ni los otros dos agentes habían encontrado a Mayer muerto en la cama ni desvanecido en el suelo de la cocina. Habían llegado una hora antes, en el calor de la tarde, después de conseguir una orden judicial para registrar la casa en su busca. La orden se limitaba a registrar los lugares donde una persona podía haber caído enferma o estar escondida: alacenas o la ducha, pero no los cajones de un escritorio.

– Se ha largado -T.J. entró desde el vestíbulo-. Aquí no está.

Rook estaba de acuerdo. Habían revisado la casa desde el desván hasta el sótano, atentos a todo lo que pudiera llevarlos de vuelta al juez para pedir permiso para realizar una búsqueda más concienzuda.

T.J. observó un escritorio elegante de patas curvadas en un rincón de la sala. Todo estaba lleno de polvo. La casa olía a rancio, el aire acondicionado llevaba tiempo sin usarse y el calor y la humedad habían ganado la batalla. Las antigüedades de la casa sólo conseguían enfatizar que Harris había estropeado su vida. Hacía tiempo que se había salido del camino marcado, mucho antes de su caída pública. Simplemente le había llevado un tiempo estrellarse.

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