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Un Encargo Dif?cil

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Un Encargo Dif?cil
Название: Un Encargo Dif?cil
Автор: Zarraluki Pedro
Дата добавления: 16 январь 2020
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Un Encargo Dif?cil - читать бесплатно онлайн , автор Zarraluki Pedro

Verano de 1940. Leonor, esposa de un alto cargo republicano fusilado al final de la guerra, y su hija Camila son enviadas a un destierro forzoso a la isla de Cabrera. Como ?nica compa??a tendr?n al matrimonio que atiende una cantina miserable, alg?n pescador, un ermita?o alem?n y un destacamento militar atemorizado por un posible ataque del ej?rcito ingl?s. Entretanto, en Mallorca, un hombre recibe un encargo de las autoridades que puede redimirle de su turbio pasado. Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) se sirve de una trama apasionante para convertir esta isla mediterr?nea en un orbe singular en el que es imprescindible reinventar las reglas y las relaciones para alcanzar la armon?a. En `Un encargo dif?cil`, premiada con el ?ltimo Nadal, dos mujeres nos van a demostrar que hasta en las peores condiciones es posible empezar la vida de nuevo. Porque todo aquello que nos hace felices siempre depender? m?s de la integridad de ciertas personas que de las leyes que nos gobiernan.

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– Mire… ya amanece.

Camila se encontraba en el porche fingiendo que hojeaba una revista, pero a duras penas podía contener la risa. Felisa García había llegado un par de horas atrás hecha un saco de nervios. Aquella tarde, por fin, daban comienzo las clases de alfabetización. Leonor Dot la había hecho sentar a la mesa y había extendido ante ella papeles y un par de lápices. Luego, muy calmada y didáctica, había empezado a explicarle los rudimentos de la escritura. Pero la otra, por muy alta que tuviera su autoestima desde su viaje a Mallorca, y pese a su reciente inclinación por los aforismos de anhelo filosófico, se ponía todo el rato a la defensiva, e incluso agresiva cuando se sentía herida en lo referente al alcance de su inteligencia. Según le diera, regañaba a su maestra por la poca claridad con que explicaba las cosas, o declaraba, golpeando la mesa con la palma de la mano, que por muchas vueltas que le dieran iba a ser incapaz de entender tanto signo misterioso y tanta chorrada. Tras un largo tira y afloja volvían a empezar con las vocales y las sílabas, una y otra vez, siguiendo siempre los mismos pasos y tropezando en las mismas cuestiones impenetrables. A aquellas alturas de la clase, tras dos horas de forcejeo, Leonor Dot había escrito una palabra en un papel y se lo enseñaba a su alumna.

– Léelo, Felisa -oyó Camila que decía su madre-. Haz un esfuerzo, dime qué pone.

– ¿Y yo qué sé lo que pone? ¡Vengo aquí para que me enseñes! -replicaba la otra.

– Si ya lo sabes, Felisa. Recuerda: la pe con la a, pa; la te con la a, ta. Y las vocales ya ¡as conoces.;Qué he escrito? Léelo.

– …Peateatea… ¿Qué coño es eso?

– Patata, Felisa. Es patata… Voy a preparar tila. Creo que las dos la necesitamos.

– Yo no sirvo para esto, Leonor, y además tú no sabes enseñarme.

– Cargaré mucho la tila. Echaré toda la que me queda.

Aquella primera clase fue un desastre, pero Felisa García, a pesar de toda su resistencia y derrotismo, aceptó llevarse unos ejercicios para copiarlos por la noche. Así lo hizo, sentada a la mesa de la cocina después de fregar los platos, bostezando y enjugándose las lágrimas con la manga, pues los ojos le lloraban de tanto forzarlos. «A ver si por culpa de esto voy a necesitar gafas», se decía sin ser consciente de que, acostumbrada a ver el mundo a través de un velo, ya las necesitaba desde hacía mucho tiempo. Paco, que sí sabía leer aunque nunca lo hiciera, entró un momento en la cocina e hizo un amago de burlarse de ella, quizá de reprocharle que se distrajera con aquellas tonterías, pero Felisa lo ahuyentó con una mirada furibunda. Copiaba sin saber lo que hacía, con aburrimiento y desgana, el trazo tembloroso y la esperanza por los suelos. Pero, sin que ella se diera cuenta, algo muy sutil comenzaba a hilvanarse en su mente. Recónditas asociaciones iban adquiriendo sentido a base de reiterarse con machacona insistencia. En algún momento empezó a entender sonidos, a pronunciar las sílabas como si éstas le saltaran del papel a los labios. Leía «pa» en voz alta y se quedaba mirando el calendario en el que el papa Pío XII, colgado a un lado de la puerta que daba al bar, bendecía a los que por ella entraban. Decía «pa», pero no repetía aquel sonido para acabar pronunciando «papa» sino que, iluminada por una súbita revelación del entendimiento, concluía haciendo retumbar su vozarrón entre las paredes de la cocina: «patata». ¡Claro que sí: «patata»! Leonor le había dicho, para animarla, que llegaría un momento en que la lectura le resultaría tan fácil como el hecho mismo de hablar, y aquello era lo que le estaba sucediendo con la palabra «patata». La veía en el papel y era ver un dibujo del tubérculo. Felisa García no daba crédito a sus ojos.

Envalentonada, decidió entonces atacar uno de los textos largos y abstrusos que le había preparado Leonor Dot. Estuvo chamullando y maldiciendo un buen rato hasta que, poco a poco, de forma entrecortada y espasmódica, fue pronunciando las sílabas que, en sus labios, más parecían estornudos.

– …Mi… ca… sa… es…ba…ra… ta…

«Mi casa es barata», pensó, con la garganta atenazada por el orgullo de haber sabido descifrar aquellos signos ancestrales. «Qué frase tan estúpida. A mí se me ocurren mucho mejores.»

Era lunes. Benito Buroy llevaba doce días en Cabrera cuando regresó por fin a! acantilado donde le esperaba Markus Vogel. Lo hizo sin haberlo planeado, sin casi darse cuenta de cuáles eran sus verdaderas intenciones, tal como a él le gustaba resolver aquellos temas. Había salido de la Comandancia y se encontraba bajo la higuera sin saber a qué dedicar la mañana, cuando de repente, con el resuello acalambrado de quien salt3 al vacío, regresó a su habitación a por la pistola, salió a caminar y sus pasos le llevaron por el único sendero que conocía, el que pasaba junto al cementerio, bordeaba la cala Santa María y ascendía hacia lo alto de la montaña por laderas de guijarros cortante^ v lentiscos enmarañados.

Mientras ascendía descubrió que Andrés le espiaba. Aquello podía convertirse en un contratiempo, pero el muchacho no tardó en cansarse del juego. Buroy vio su espalda, ágil y corcovada como la de una alimaña, alejándose por entre los matorrales. Andrés tomó un sendero que, serpenteando por detrás del pueblo y de los barracones militares, se perdía por el monte en dirección al valle de las voces. Cuando ya estaba lejos soltó un grito que quedó suspendido unos segundos en el aire. No iba a molestar más a Buroy, pero ya le había hecho bastante daño sacándolo de su ensimismamiento. Hasta entonces había caminado sin pensar en nada, enfrascado en la contemplación del suelo. Ahora notaba el peso de la pistola en el bolsillo del pantalón.

Poco después llegaba a lo alto del macizo. Ante él se extendía la bahía de la Olla, con el peñasco clavado en sus aguas transparentes y las infinitas grutas abiertas en los taludes calizos. Se entretuvo un buen rato observando la costa. No había nadie a la vista.

Hasta aquel momento había improvisado y debía seguir haciéndolo. Descendió hasta el saliente rocoso donde la semana anterior se había encontrado con el alemán. El pellejo de la lagartija, momificado por el sol, continuaba junto a la piedra donde estuviera sentado. Un poco más allá, en una hoya protegida del viento, descubrió Buroy restos de una hoguera. Markus Vogel debía de encender fuego a menudo, pues muy cerca había ramas y leños amontonados. Benito Buroy tuvo que reprimir una vaga y desconcertante sensación de intrusión. Pero no era la primera vez que se encontraba en situaciones como aquélla. Sabía cómo enfrentarse a ellas. No podía permitirse las emociones, no debía pensar. Tenía que hacer su trabajo y salir de allí con rapidez. No regresar nunca. Con el paso del tiempo las heridas de la memoria cicatrizan y van perdiendo importancia. El olvido es un músculo que se ejercita.

Continuó bajando hasta la playa. Una vez en la arena se situó de espaldas al mar para contemplar las grutas que se abrían en las escarpaduras. A simple vista no había ninguna señal que delatase la presencia de Markus Vogel, pero era allí donde se había escondido todos aquellos meses. Benito Buroy se sintió estremecido por un soplo de inquietud. Cabía la posibilidad de que el alemán hubiera buscado un nuevo escondite, pero él estaba convencido de que continuaba allí, esperándole, tal como había dicho que haría. Probablemente estuviera acechándole en aquel momento desde la oscuridad de su guarida, espiando sus movimientos por la playa y preparándose para defenderse en el caso improbable de que acertara a dar con él. O quizá ya le había tendido una emboscada y sólo esperaba verlo caer en ella.

El rumor de una ola le hizo volverse asustado hacia el mar. De inmediato comprendió que era una idea absurda. El alemán no iba a salir de las aguas para atacarle. Se sintió ridículo, pero sacó la pistola del bolsillo y le quitó el seguro. Recorrió con la mirada las cuevas en busca de un destello, de un movimiento. Aunque no podía evitar que un calambre desasosegante se le pasease por la columna vertebral, le tranquilizaba pensar que Markus Vogel no iba armado. De todas maneras, ¿de qué le servía a él la pistola, si al otro le bastaba con permanecer oculto hasta que se cansara de buscarlo?

– ¡Juraste que no te esconderías! -gritó con todas sus fuerzas. Un eco lejano le devolvió sus palabras.

Era inútil retarlo. ¿Por qué razón iba a salir de su escondite? ¿Para dejarse matar? Al no dispararle cuando debía le había dado la oportunidad de ponerse a salvo. Y aunque la isla era pequeña, también era lo bastante tortuosa para que Markus Vogel lo eludiera indefinidamente. Benito Buroy podía regresar al pueblo y esperar a que apareciese por allí derrotado por la soledad, o por la dieta exclusiva de pescado o la carencia de tabaco. Podía también recorrer la isla cada día, sin descanso, confiando en que antes o después el azar o un descuido le llevaran a descubrir su escondite. O pedirle al capitán, con cualquier excusa, que saliera el ejército a buscarlo. Una vez en el pueblo ya no se le volvería a escabullir. Se le ocurrían diversas maneras de intentar cazar al alemán, aunque ninguna le parecía convincente. Porque, por muchas vueltas que le diera, lo único cierto era que había regresado al lugar donde se encontrara por primera vez con Markus Vogel para reconocerse a sí mismo que allí, en aquella isla miserable, por fin había acabado para él la guerra. En algún momento tenía que alcanzarle en toda su plenitud ¡a derrota que sufriera en el frente del Ebro cuando lo encontraron al fondo de una trinchera, temblando de frío y de miedo. Se había desnudado para mostrarse más vulnerable, para que no disparasen contra él.

– ¡Te encontraré! -gritó de nuevo, en un último esfuerzo por defenderse-. ¡No tengo prisa!

En su vida había aventurado una mentira tan poco consistente. Dos días después llegaría la barca que debía transportarlo a Palma, y el comisario le esperaba en su despacho en cuanto pisara tierra. Pero Benito Buroy no podía cumplir sus órdenes, ni podía regresar a Mallorca ni buscar ninguna otra salida. Él mismo se había negado la posibilidad de hacerlo. Sabía que el comisario no iba a perdonárselo ni a ser misericorde. Sabía también que, algunos días después, cuando él ya estuviera de regreso en el penal, o fusilado, alguien con menos escrúpulos desembarcaría en Cabrera y se encargaría de Markus Vogel. Solo en aquella playa, observado quizá por aquel ermitaño llegado de tan lejos, se vio sorprendido por una insólita identificación con él. Tuvo la sensación, que no pudo reprimir, de que se hundían juntos en el mismo pozo sin fondo, en el mismo abismo.

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