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El pintor de batallas

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El pintor de batallas
Название: El pintor de batallas
Дата добавления: 15 январь 2020
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El pintor de batallas - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

El Pintor de Batallas arrastra al lector a trav?s de la compleja geometr?a del caos del siglo XXI: el arte, la ciencia, la guerra, el amor, la lucidez y la soledad se combinan en el vasto mural de un mundo que agoniza…

En una torre junto al Mediterr?neo, en busca de la foto que nunca pudo hacer, un antiguo fot?grafo pinta un gran fresco circular en la pared: el paisaje intemporal de una batalla.

Lo acompa?an en la tarea un rostro que regresa del pasado para cobrar una deuda mortal, y la sombra de una mujer desaparecida diez a?os atr?s.

En torno a esos tres personajes, Arturo P?rez-Reverte ha escrito la m?s intensa y turbadora historia de su larga carrera de novelista.

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– Qué extraño -murmuró el croata-. Hay quien identifica el arte con algo culto, delicado. Yo mismo lo creía así.

Era difícil establecer si se refería a los dramáticos motivos del mural o al estropajo, pero Faulques no se entretuvo en averiguarlo. Destapó dos frascos de cristal con tapa hermética donde tenía mezclas de color -solía preparar las mas usuales en cantidad suficiente para no perder tiempo en busca del matiz deseado-, e hizo una prueba con el pincel sobre la gran bandeja de horno que usaba como paleta. Las mezclas mantenían la textura adecuada. Enjuagó el pincel, lo secó con un trapo, chupó la punta, puso un poco de cada frasco sobre la bandeja y volvió junto a la pared. Markovic le fue detrás. Había cogido un pincel inglés plano, de pulgada y media, que estudiaba con curiosidad.

– ¿Es pelo auténtico?… ¿De ardilla, marta, o material así?

Sintético, respondió Faulques. El roce de la pared desgastaba mucho los pinceles. El nailon era más resistente y barato. Después estuvo un momento observando la figura, los ojos pintados hacía una semana, el óvalo de la cara, los trazos violentos y bien conseguidos del pelo desgreñado -de cerca una simple maraña de colores superpuestos-, y al fin aplicó el color carne, amarillo de Nápoles con azul, rojo y una pizca de ocre, en firmes pinceladas verticales en torno a la boca raspada del hombre muerto casi treinta años atrás.

– Aquella conversación de ayer, sobre la tortura -dijo de pronto Markovic-… Hay algo que no le dije. Una vez torturé a un hombre.

Seguía junto a Faulques, viéndolo trabajar. Le daba vueltas al pincel entre los dedos, probando su suavidad en el dorso de una mano. El pintor se había agachado para enjuagar su pincel, y tras secarlo en el trapo aplicaba ahora la otra mezcla, sombra tostada con azul prusia, a fin de marcar la cara, las mejillas hundidas bajo los pómulos, el efecto de luz en la cabeza vuelta hacia el observador. Lo hizo arriesgándose un poco, húmedo sobre húmedo, dejando que las dos mezclas se fundieran a su vez en los contornos, antes del rápido secado de la pintura acrílica. Después se apartó de la pared para comprobar el resultado. Ahora la expresión del hombre que iba a morir era adecuada: asombro, indignación. Qué diablos miras, observas, fotografías, pintas. Faulques sabía que, en última instancia, todo dependería al final de su buena o mala mano al ejecutar la boca, aún raspada y borrosa; pero de eso se ocuparía más tarde, cuando el resto estuviera seco. Se agachó para dejar el pincel en la espiral del recipiente lleno de agua, observó desde abajo lo que había hecho, y al erguirse siguió trabajando en conformar los contornos, esta vez frotando directamente con los dedos pulgar y medio. Entonces volvió a prestar atención a lo que decía Markovic. Fue al principio de la guerra, contaba el croata. Me refiero a la mía, naturalmente. A mi guerra. Antes de Vukovar. Llevaba una semana movilizado cuando nos ordenaron limpiar de civiles serbios las afueras de Vinkovci. El sistema era el mismo que usaban ellos: llegabas a una casa, sacabas a todo el mundo, abrías la espita de la cocina de gas, tirabas una granada y pasabas a la siguiente casa. Poníamos aparte a los hombres en edad de combatir, de catorce a sesenta años más o menos. Nada que usted no sepa. Pero no violábamos a las mujeres, como hacían los otros. Al menos, no de forma organizada. No como parte de un programa deliberado de terror y limpieza étnica. A los hombres se los llevaban en camiones. No sé qué hacían con ellos. Ni me importaba, ni me importa. El caso es que, al llegar a una casa, en Vinkovci, uno de mis camaradas dijo que conocía a esa familia; que eran campesinos ricos y tenían dinero escondido. Padre y madre mayores. Un hijo. Joven. Veintipocos años. Retrasado mental.

– Creo que no me interesa ese episodio -lo interrumpió Faulques, sin dejar de frotar la pintura con los dedos-. Es poco original y demasiado previsible.

Markovic se quedó callado un momento, considerando aquello.

– Se reía, ¿sabe? -prosiguió de pronto-. Aquel desgraciado se reía mientras le pegábamos delante de sus padres… Nos miraba con los ojos muy abiertos, tanto como la boca que le babeaba, y seguía riéndose… Como si quisiera congraciarse con nosotros.

– Y no había dinero escondido, naturalmente.

Markovic miró al pintor con respetuosa atención. Luego hizo un gesto leve con la cabeza.

– Nada. Ni un céntimo. Lo que pasa es que tardamos mucho en averiguarlo.

Dejó el pincel en su sitio y se quedó con las manos colgadas por los pulgares en los bolsillos del pantalón, viendo lo que hacía Faulques.

– Cuando salimos de allí también tardamos en mirarnos a la cara unos a otros.

El pintor dejó de frotar, retrocedió dos pasos y comprobó el resultado. A falta de concluir la boca del hombre sentenciado, el rostro había mejorado mucho. Indignación en lugar de miedo. Y aquellas sombras verticales, sucias, que resaltaban la expresión del rostro. Volumen y vida, a un paso de la muerte. Real como sus recuerdos, o casi. Satisfecho, fue hasta la jofaina y se enjuagó las manos manchadas de pintura.

– ¿Por qué participó?… Pudo limitarse a mirar. Tal vez hasta pudo impedirlo.

Markovic encogió los hombros.

– Eran camaradas, ¿comprende?… Hay rituales de grupo. Códigos.

– Claro -Faulques torció la boca, sarcástico-. ¿Y qué habría hecho, de tratarse de una violación? ¿Atenerse a qué códigos?

– Nunca violé a nadie -el croata se removía, molesto-. Tampoco vi hacerlo.

– Quizá no tuvo ocasión.

La mirada de Markovic era insólitamente aviesa.

– Usted también cometió vilezas, señor fotógrafo. Cuidado. Su cámara fue cómplice pasivo muchas veces… O activo. Recuerde su maldita mariposa. Recuerde por qué estoy aquí.

– La diferencia es que mis vilezas las cometí solo. Mis cámaras y yo. Punto.

– Decir eso es presuntuoso.

– ¿De veras?

– Tuvo suerte.

– No -Faulques alzó un dedo-. Fue deliberado. Lo elegí así desde el principio.

– Quizá se equivoca. Puede que usted haya sido siempre como es, y la palabra elegir no tenga nada que ver. Eso lo explicaría todo, incluida su supervivencia.

Dicho eso, Markovic se indicó la cabeza, aclarando a qué supervivencia se refería. Luego señaló la pintura. También explica su trabajo en este lugar, prosiguió. Confirma lo que siempre sospeché en sus fotos. Nada de lo que pinta es remordimiento ni expiación. Más bien una… En fin. No sé cómo expresarlo. Una fórmula. ¿No?… Un teorema.

– ¿Una especie de conclusión científica?

Se iluminó el rostro del croata. Eso es, repuso. Acabo de comprender que no le dolió nunca. Ni tampoco ahora. Ver cuanto vio no lo hizo mejor ni más solidario. Lo que pasó fue que sus fotos ya no bastaban. Les ocurrió lo que a ciertas palabras: de tanto usarlas pierden el sentido. Quizá por eso ahora pinta. Pero pintura, fotos o palabras, con usted da lo mismo. Creo que siente la misma compasión que el investigador que observa, a través de un microscopio, la batalla en la infección de una herida. Microbios contra amebas.

– Leucocitos -le corrigió Faulques-. Los que se enfrentan a los microbios son leucocitos. Glóbulos blancos.

– De acuerdo. Leucocitos contra microbios. Usted mira y toma nota.

Faulques regresó junto a él, secándose las manos con el trapo. Los dos estuvieron un rato callados, mirando la pintura.

– Puede que tenga razón -dijo el pintor.

– Eso lo haría a usted peor de lo que soy yo.

A través de la ventana, un haz de luz recorría en el mural la fila de fugitivos. Había puntitos dorados, motas de polvo suspendidas en el aire que daban a este una consistencia casi sólida. Parecía el foco de vigilancia de un campo de concentración.

– Una vez fotografié un combate en un manicomio -dijo Faulques.

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