La Feria
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Una de las grandes obras de Arreola. Sale a la luz p?blica en 1963. Con matices plenarios desdibuja la ret?rica significaci?n de Zapotl?n.
La feria es una novela que no se ajusta a los modelos formales e imperantes en los tiempos de su aparici?n (1963), si bien ya se hablaba de que la modernidad hab?a llegado a la novel?stica mexicana gracias a obras como Al filo del agua, de Agust?n Y??ez, y Pedro P?ramo, de Juan Rulfo.
Juan Jos? Arreola se desentiende del orden l?gico de la novela tradicional (inicio-cl?max-desenlace) y en vez de eso ofrece una serie de cuadros y vi?etas con aparente falta de composici?n para contar una historia, asimismo, imprecisa seg?n los c?nones. ?Qu? cuenta Arreola en La feria? Muchas cosas y ninguna en especial, o mejor, da cuenta de hechos y situaciones, de personajes y voces que, al aglutinarse, dan cuerpo a la vida de una poblaci?n, Zapotl?n el Grande.
En La feria se ve la constante preocupaci?n que ha templado a las sociedades latinoamericanas, la disyuntiva tradici?n-modernidad, como una constante que ha inquietado a los gobiernos y a los grupos de ?lites en la lucha por el poder para presentar un proyecto de naci?n.
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Este octubre Zapotlán ha obtenido, pues, la más alta recompensa por su acendrado catolicismo. Además de un representante del Papa, vendrán a esta ciudad los señores arzobispos de Guadalajara y de México, acompañados de otros dignatarios, hasta completar el número de doce que se requieren para tal ceremonia. Es para no creerse.
Entusiasmado por el éxito de sus gestiones iniciales, con fe en el resultado final, y aun antes de obtener la venia pontificia, el señor Farías, que ya había hecho un fuerte donativo para los gastos que todo esto va a ocasionar, se apresuró a adquirir a crédito, y por cuenta del pueblo, cuatro kilos de oro de veinticuatro quilates. Los puso en manos de uno de los mejores orfebres que hay en la República y ya están hechas las tres coronas preciosas. Porque no sólo Señor San José, sino la Virgen María y el Niño Jesús, van a ser coronados también.
En el diseño de las coronas, que son verdaderas obras de arte, está prevista la incrustación de diversas gemas, pero por ahora la mayoría de los engastes están vacíos. Como la adquisición de piedras preciosas en el mercado resultaría sumamente costosa, hacemos desde aquí un llamado a todas las personas que posean joyas de valor para que hagan donaciones. Y así, en vez de lucirlas en esta vida temporal, quedarán allí resplandecientes, en las sagradas imágenes, para ejemplo y admiración de futuras generaciones.
– Así pues, yo me vine del rancho el martes y llegué aquí como a las dos de la tarde. Ese mismo día, a las ocho de la noche, cuando me encontraba en la tienda que está en la esquina de las calles de Bustamante y de Morelos, se me acercaron dos desconocidos y me enseñaron una placa y me dijeron: "Usted es fulano de tal". Les contesté que sí. "Llévenos a la casa de don Mucio el Tlayacanque". Les dije que no sabía dónde era. "Bueno, venga con nosotros". Antes de subirme al coche me quitaron una navaja que traía.
Me llevaron a una celda que hay en la Presidencia y me pusieron incomunicado. Yo no sabía lo que pasaba, pero malicié que era por lo de la Comunidad. Al que querían era a don Mucio, y aunque conocen el domicilio, nomás le rondan la casa, quien sabe por qué, tal vez porque es tlayacanque.
Bueno, el día cuatro me sacaron para llevarme al despacho del presidente municipal a las doce del día, y le hablaron por teléfono a don Abigail para que viniera a testificar que yo era el mismo que había visto frente a su casa en compañía del individuo que escribió los anónimos. Don Abigail llegó y dijo: "Sí, señores, éste es. Por más señas, cada vez que pasaba por mi casa, él y el otro se reían de mí y arrastraban los pies".
Un señor que estaba allí me preguntó que si conocía a Francisco Zúñiga, a Florentino Vázquez y a Refugio Lara. Le respondí que tal vez los conociera. "Si no dice usted la verdad, voy a consignarlo en este mismo momento". Yo le dije que estaba a sus órdenes, que no tenía miedo ni porqué echar mentiras. "Estos señores que le dije le mandaron una carta a don Abigail pidiéndole dinero con amenazas, y dicen que ustedes los obligaron a hacerlo". Dije que no era cierto. Me volvieron a encerrar en la celda y un policía se estuvo en la puerta, que no dejó arrimarse ni a mi señora.
El día cinco me llevaron al juzgado, esposado como un criminal, para carearme con los mentados Francisco Zúñiga, Florentino Vázquez y Refugio Lara, y ellos dijeron que ni don Mucio ni yo teníamos nada que ver en el asunto. Y esto se los preguntaron muchas veces. Allí en el juzgado fue donde al fin me di cuenta de lo que se trataba, y de que esos fulanos se habían prestado a la calumnia.
No me pudieron probar nada, pero salí formalmente preso. Me encerraron en la cárcel grande. Quise que me sacaran con fianza, pero no se pudo. Mandé por un amparo a Guadalajara y me lo negaron. Pero mi defensor obtuvo que los tres individuos rectificaran sus declaraciones, y entonces dijeron la pura verdad: a punta de pistola los hicieron firmar la acusación contra don Mucio y yo, a deshoras de la noche. Que no se echaran para atrás porque los mataban, y que luego que estuviéramos presos nosotros, ellos saldrían libres y con dinero ganado.
Pero aquí estamos ellos y yo juntos en la cárcel.
Hoy, primer domingo de octubre, fue el Reparto de Décimas. Se hizo a la manera tradicional, aunque ya el año pasado se había suprimido la costumbre: una veintena de jóvenes, montados en briosos caballos, recorren las calles del pueblo y distribuyen las litografías de color que traen el programa de las festividades religiosas con la imagen de Señor San José.
Se detienen en cada puerta y ponen la décima en manos del jefe de la familia. Detrás de ellos van, al paso o a carrera tendida, chiquillos y gente del pueblo, hombres y mujeres humildes que saben muy bien que el reparto no pasará por su casa. Corren grandes peligros por alcanzar una décima, se meten de plano entre las patas de los caballos y los repartidores los atropellan a veces sin consideración alguna.
Yo he visto muchas veces este desagradable espectáculo que da a nuestras fiestas un comienzo agitado y casi siempre brutal. Se oyen injurias groseras y no faltan los golpeados, ya sea por el caballo o por el jinete. Hoy, por ejemplo, doy cuenta de este incidente:
Un hombre del pueblo, al verse desairado, se agarró firmemente de los arzones de la montura y se dejó arrastrar al trote más de media cuadra bajo una lluvia de latigazos. El caballo, ya de por sí muy arisco, se paró de manos asustado y el jinete cayó al suelo desprevenido. Las décimas se desparramaron por el suelo y los espectadores, chicos y grandes, se fueron sobre ellas como si fueran boletos cíe entrada para la vida eterna. El culpable fue llevado a la cárcel, con un golpe de herradura que estuvo a punto de matarlo…
Ahora, poco después de comer, me monté a caballo y con todo el dolor de mi corazón, en vez de irme al Tacamo agarré el rumbo de Tiachepa.
Cuando ya iba por la Zona, se vino el agua y me dio gusto mojarme, ni ganas me daban de ponerme las mangas de hule. ¡Hasta que llovió en Tiachepa! Piqué espuelas dándole gracias a Dios porque con esta agüita y otras más que caigan algo se me puede salvar de la labor.
Lo que vi al llegar al potrero es cosa del otro mundo: todo alrededor estaba lloviendo, menos sobre mis milpas. Había como un hueco en el cielo y el sol les estaba pegando. Atrévese todo el campo y después de mi lindero, al llegar a las tierras del Sapo, la lluvia caía otra vez. No soy abusionero, pero ahora les doy la razón a las gentes del campo, y sobre todo a mi compadre Sabás, que me dijo desde el principio de las aguas que este año venía pinto, es decir, que no llueve parejo sobre el llano. Y una de las manchas de sequía, la peor de todas sin duda alguna, le tocó a Tiachepa. Sea por Dios. Desde ahora en adelante, ya sé que lo ganado en el Tacamo lo voy a perder aquí. Es como si jugando a los gallos, le hubiera ido al mismo tiempo al giro y al colorado…
En el nombre de Dios y de la siempre Virgen María noticio a quien posea esta relación:
Te pararás en la Plaza de Zapotlán el Grande, al lado del oriente, y agarrarás la calle recta que es el Camino Real. Luego que llegues a la primera puerta seguirás el Camino de las Cruces. Luego que llegues a ellas andarás hasta que encuentres un banquito y un bajío. Y si sabes la tierra contarás tres cuchillas y transitarás las tres. Subirás para arriba. Preguntarás cuál es la barranca de Apochintán. Caminarás a la derecha hasta que encuentres el primer risco. Busca la cueva de la Encina. En el fondo está un baule de onzas de oro y un cuero de res colmado de dinero.
Estaba yo en un alto monte y vi un hombre gigante y otro raquítico. Y oí así como una voz de trueno. Me acerqué para escuchar y me habló diciendo: "Yo soy tú y tú eres yo; dondequiera que estés allí estoy yo. En todas las cosas estoy desparramado y de cualquier sitio puedes recogerme, y recogiéndome a mí, te recoges a ti mismo".
– Yo desde chico he sido muy perseguido por las ánimas del Purgatorio. Hace mucho, cuando vivíamos por el Becerro de Oro teníamos una vecina enferma. Hay que ayudarse entre vecinos. Yo iba a preguntarle antes de dormirme si algo se le ofrecía. Una noche me mandó que le trajera agua caliente. Y cuando la estaba calentando en la cocina, me habló un ánima y me dijo dónde estaba el dinero, allí nomás, en un pesebre del corral. Se lo dije a la señora y ella ya no necesitó el agua caliente para su dolor. Se levantó de la cama, me dio una barra de albañil y tumbamos el pesebre. Había un cazo de cobre con tapadera, muy pesado. Entre los dos lo arrastramos a su cuarto. La señora lo destapó y me dijo que eran puras monedas viejas de las que ya no circulan. Al otro día se fue a curar a Guadalajara y volvió con muy buena ropa. Hizo su casa de nuevo, comía muy bien y compró muebles y animales. Y no me dio ni un sagrado quinto.
– Otra vez, ya más grande, me habló otra ánima, en mi casa. Era una señora que no quiso confesarse y que muchas veces estuvo tocándome en la puerta así, pum pum, hasta que me habló. Se lo conté a un primo mío y nos pusimos a escarbar entre los dos. Pero tuvimos envidia uno de otro y cuando llegamos al punto, el dinero se nos volvió carbón. Trabajamos de balde.
En la barranca de Beltrán, parándose en el puente, se sube para arriba contando veinticinco pasos. Camina solo y a pie. A pies perdidos, hasta llegar a un agüilote. Sigue para adelante hasta llegar a una piedra que tiene una nariz pintada. Del tronco a la piedra se cuentan trescientos cincuenta pasos. De la piedra a un remanse que está por el bordo de la misma barranca se busca una vereda que ha de estar borrosa. Luego que se baje al agua, se alza la vista al paredón donde se ve estar cayendo como cernida de un cedazo. En frente del agua está una pirámide y en ella hay seis cargas de reales.