La bastarda de Estambul

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La bastarda de Estambul
Название: La bastarda de Estambul
Автор: Shafak Elif
Дата добавления: 16 январь 2020
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La bastarda de Estambul - читать бесплатно онлайн , автор Shafak Elif

M?s que una ciudad, Estambul parece un gran barco de ruta incierta, cargado de pasajeros de distintas nacionalidades, lenguas y religiones. Esa es la imagen que acompa?a a la joven Armanoush, que viaja desde Arizona para visitar por primera vez la ciudad y descubrir sus or?genes. Lo que la joven a?n no sabe es que su familia armenia y la de su padrastro turco estuvieron ligadas en el pasado, y que la vida en com?n de los dos pueblos fue un d?a apacible.

Bien pronto Armanoush conocer? a ese clan peculiar, donde solo hay mujeres porque los hombres tuvieron a bien morir j?venes o irse lejos para olvidar sus pecados. en el centro del retrato destaca Zeliha, la mujer reblede que un d?a se qued? embarazada y decidi? no abortar. Fue as? como naci? Asya, que ahora tiene diecinueve a?os, y pronto ser? amiga de Armanoush. Completan la foto de familia otras se?oras de armas tomar, que entretienen su tiempo cocinando, recordando viejos tiempos y encar?ndose al futuro de su pa?s, cada cual a su manera.

La amistad entre las dos j?venes acabar? desvelando una historia vieja y turbia, una relaci?n que naci? y muri? en la pura desesperaci?n, pero las damas de la familia sabr?n c?mo resolver incluso este percance.

Sentando a esas maravillosa mujeres de Estambul delante de una mesa llena de platos deliciosos y algo especiados, elif Shafak cabalga con talento entre lo ?pico y lo dom?stico, cont?ndonos la historia de Europa a trav?s de las mil historias que cada familia guarda en le ba?l de los secretos.

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– ¿Cómo puedes aguantar a todas esas tías? -insistió la novia del guionista, que no supo interpretar el gesto de Asya-. Dios, tantas mujeres haciendo de madre bajo el mismo techo… Vamos, yo no lo aguantaría ni un minuto.

Eso ya fue demasiado. En un grupo tan ecléctico como aquel había reglas no escritas que no podían violarse. Asya respiró profundamente. No le gustaban las mujeres, lo cual le habría resultado más fácil de no haber sido una mujer. Cada vez que conocía a alguna sucedía lo mismo: o bien esperaba a ver cuándo la odiaría, o bien la odiaba desde el primer momento.

– Yo no tengo una familia en el sentido normal de la palabra. -Asya le dirigió una mirada condescendiente, esperando acallar así cualquier cosa que la otra pensara decir a continuación. Mientras tanto, advirtió un cuadro con un reluciente marco plateado en la pared, justo por encima del hombro derecho de su oponente. Era la imagen de una carretera hacia la laguna Roja, en Bolivia. ¡Sería genial estar allí ahora mismo! Asya terminó el café, apagó el cigarrillo y comenzó a liarse otro mientras mascullaba:

– Somos una manada de hembras forzadas a vivir juntas. Yo a eso no lo llamo una familia.

– Pero precisamente la familia es eso, cariño -protestó el Poeta Excepcionalmente Malo. En momentos como aquel recordaba que era el mayor del grupo, no solo por edad, sino también por los errores cometidos. Casado y divorciado tres veces, cada una de sus ex mujeres se había marchado de Estambul para alejarse de él todo lo posible. Tenía hijos de cada matrimonio, a los que iba a ver muy de vez en cuando, pero de los que siempre se proclamaba orgulloso propietario. Blandiendo un dedo paternal, añadió-: Recuerda que todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia infeliz es infeliz a su manera.

– Para Tolstói era muy fácil soltar esas tonterías -comentó la mujer del Dibujante Dipsómano encogiéndose de hombros-. Tenía una mujer que se encargaba de todos los detalles, que crió a la docena de hijos que tuvieron y que trabajó como una mula para que su majestad, el gran Tolstói, pudiera concentrarse y escribir novelas.

– ¿Y qué quieres? -preguntó el Dibujante Dipsómano.

– ¡Reconocimiento! Eso es lo que quiero. Quiero que el mundo entero admita que, de haber tenido la oportunidad, la mujer de Tolstói podía haber sido mejor escritora que él.

– ¿Por qué? ¿Solo por ser mujer?

– Porque era una mujer de mucho talento oprimida por un hombre de mucho talento -saltó su esposa.

– Ah.

Disgustado, el Dibujante Dipsómano llamó al camarero y, para decepción de todos, pidió una cerveza. Pero cuando se la sirvieron debió de sentir una especie de remordimiento, porque de pronto cambió de tema y se embarcó en un discurso sobre los beneficios del alcohol.

– Este país debe su libertad a esta pequeña botella que con tanta libertad sostengo en mi mano. -El dibujante alzó la voz por encima de la sirena de una ambulancia que se oía en la calle-. Ni las reformas sociales, ni las regulaciones políticas. Ni siquiera la guerra de la Independencia. Es esta botella lo que distingue a Turquía de los demás países musulmanes. Esta cerveza -la levantó como para brindar- es el símbolo de la libertad y la sociedad civil.

– Venga ya. ¿Desde cuándo ser un asqueroso borracho es un símbolo de libertad? -le reprendió bruscamente el guionista.

Los otros no lo siguieron. Debatir era un derroche de energía. Preferían escoger un cuadro y concentrarse en la imagen de una carretera.

– Desde el día que el alcohol fue prohibido y denigrado en todo el Oriente Próximo musulmán -gruñó el Dibujante Dipsómano-. Piensa en la historia otomana. En las tabernas, en los mezes para acompañar las copas… Parece que la gente lo pasaba bien. Nosotros, como nación, disfrutamos del alcohol, ¿por qué no podemos aceptarlo? A nuestra sociedad le gusta beber once meses al año, luego, de pronto, le entra el pánico, se arrepiente y ayuna en ramadán, para volver a la botella cuando termina el mes sagrado. Os aseguro que si aquí nunca se decretó la sharia y si los fundamentalistas jamás lograron el éxito que tuvieron en otros lugares, fue gracias a esta retorcida tradición. Gracias al alcohol en Turquía tenemos algo parecido a la democracia.

– Bueno, ¿entonces por qué no bebemos? -La mujer del dibujante le dedicó una sonrisa cansina-. ¿Y qué mejor razón para beber que don Puntitas? ¿Cómo se llamaba… Cecche?

– Cecchetti -la corrigió Asya, todavía lamentando el día en que se emborrachó lo bastante para dar al grupo una charla sobre la historia del ballet y mencionar de pasada el nombre de Cecchetti. Les encantó. Desde aquel día, de vez en cuando alguien de la mesa proponía un brindis en su honor, en honor del bailarín que había introducido las puntas.

– Así que si no fuera por él los bailarines no podrían andar de puntillas, ¿eh? -se burlaba alguno de ellos.

– Pero ¿en qué estaría pensando? -añadía siempre otro, y todo el mundo se echaba a reír.

El grupo era un organismo autorregulado donde las diferencias individuales se exponían pero jamás asumían el control, como si el organismo tuviera una vida independiente y más allá de las personalidades que lo componían. Con ellos Asya Kazancı encontraba la paz interior. El Café Kundera era su santuario. En casa de las Kazancı siempre tenía que corregirse, luchar por una perfección que escapaba a su comprensión, mientras que en el Café Kundera nadie la obligaba a cambiar, pues allí imperaba la convicción de que los seres humanos eran por naturaleza imperfectos e incorregibles.

Es cierto que no eran los amigos ideales que sus tías habrían elegido para ella. Por edad, algunos de ellos podría haber sido su padre. Pero ella, que era la más joven, disfrutaba viéndolos tan niños. Era bastante reconfortante comprobar que en esta vida nada mejoraba con los años. El adolescente malhumorado terminaba siendo un adulto malhumorado. El comportamiento era siempre el mismo. Sin duda eso era un poco sombrío, no obstante, se consolaba Asya, por lo menos demostraba que una no tenía que convertirse en otra persona, no tenía que convertirse en algo más, como sus tías le exigían constantemente, día y noche. Puesto que nada iba a cambiar con el tiempo y aquel carácter hosco se quedaría con ella para siempre, podía seguir siendo ella misma, la misma persona hosca.

– Hoy es mi cumpleaños -anunció Asya, sorprendiéndose a sí misma; no había tenido ninguna intención de dar aquella información.

– ¿Ah, sí? -preguntó alguien.

– ¡Qué casualidad! También es el cumpleaños de mi hija pequeña -exclamó el Poeta Excepcionalmente Malo.

– ¿Ah, sí? -le tocó ahora a Asya preguntar.

– ¡Naciste el mismo día que mi hija! ¡Géminis!

El poeta negó con su esponjosa cabeza con júbilo y mucho teatro.

– Piscis -le corrigió Asya.

Y se acabó. Nadie intentó abrazarla ni ahogarla a besos, igual que a nadie se le pasó por la cabeza pedir una tarta. El poeta le recitó un poema espantoso, el dibujante se bebió tres cervezas en su honor y la mujer del dibujante le hizo una caricatura en una servilleta: una joven huraña con el pelo de punta, tetas enormes y nariz afilada bajo unos ojos penetrantes y astutos. Los demás le llevaron otro café y al final no le dejaron pagar nada. Así de sencillo. No es que no se tomaran el cumpleaños de Asya en serio. Al contrario, se lo tomaron tan en serio que no tardaron en reflexionar en voz alta sobre la noción de tiempo y la mortalidad, y enseguida pasaron a la cuestión de cuándo iban a morir y si existía una vida después de la muerte.

– Desde luego que hay otra vida, y va a ser peor que esta -era la opinión general del grupo-. Así que hay que disfrutar del tiempo que nos queda.

Algunos meditaron sobre el tema, otros se detuvieron a medio camino para huir por alguna de las carreteras de la pared. Se lo tomaron con calma, como si nadie les esperase fuera, como si fuera no hubiera nada; sus muecas poco a poco se tornaron sonrisas beatíficas o indiferencia. No tenían energía, no tenían pasión ni necesidad de más conversación, de manera que se fueron hundiendo en las lodosas aguas de la apatía, preguntándose por qué demonios aquel local se llamaba Café Kundera.

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