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El cuento n?mero trece

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El cuento n?mero trece
Название: El cuento n?mero trece
Автор: Setterfield Diane
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cuento n?mero trece - читать бесплатно онлайн , автор Setterfield Diane

Entre mentiras, recuerdos e imaginaci?n se teje la vida de la se?ora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en a?os que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.

«Cu?nteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el d?a en que Vida Winter muera sabremos qu? secretos encerraba ?l cuento n?mero trece, una historia que nadie se hab?a atrevido a escribir.

Despu?s de cinco a?os de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los cr?ticos con una primera novela que pronto s? convertir? en un cl?sico.

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– ¿Cuánto tiempo? -pregunté en cuanto terminó con su explicación.

– No puedo decírselo. Otra persona ya habría perecido. La señorita Winter posee una naturaleza fuerte. Y desde que usted está aquí… -Se detuvo como quien sin querer está a punto de desvelar una confidencia.

– ¿Desde que yo estoy aquí…?

Me miró y pareció dudar. Finalmente se decidió a hablar.

– Desde que usted está aquí parece encontrarse un poco mejor. Ella dice que es el poder anestésico de la narración.

No supe qué pensar. Antes de poder hacerlo, el médico prosiguió:

– Tengo entendido que se marcha…

– ¿Por eso le pidió que hablara conmigo?

– Solo quiere que entienda que el tiempo es de vital importancia.

– Puede decirle que lo comprendo perfectamente.

Finalizada la entrevista, me sostuvo la puerta y cuando pasé por su lado, se dirigió a mí una vez más, en un susurro inesperado:

– ¿El cuento número trece? Me pregunto si…

En su rostro por lo demás impasible capté un destello de la impaciencia febril del lector.

– No ha dicho nada al respecto -dije-, pero aunque lo hubiera hecho, no estaría autorizada a contárselo.

Los ojos del médico se enfriaron y un temblor viajó desde su boca hasta el recodo de la nariz.

– Buenas tardes, señorita Lea.

– Buenas tardes, doctor.

El doctor y la señora Maudsley

En mi último día, la señorita Winter me habló del doctor y la señora Maudsley.

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Dejar verjas abiertas y entrar en casas ajenas era una cosa, pero llevarse un cochecito con un bebé dentro era algo muy diferente. El hecho de que el bebé, cuando lo encontraron, no se hallara en peor estado como consecuencia de su desaparición temporal no cambiaba las cosas. La situación se les había ido de las manos, y era preciso actuar.

Los aldeanos no se veían con ánimos de plantear el asunto directamente a Charlie. Tenían entendido que las cosas en la casa eran extrañas y les producía cierto temor acercarse a ella. Es difícil determinar si era Charlie o Isabelle o el fantasma lo que les instaba a mantenerse alejados, así que decidieron ir a hablar con el doctor Maudsley. Este no era el médico cuya tardanza pudo ser la causa o no de la muerte en el parto de la madre de Isabelle, sino otro doctor que llevaba ocho o nueve años ejerciendo en el pueblo.

Aunque ya no era joven, pues mediaba los cuarenta años, el doctor Maudsley irradiaba juventud. No era alto ni demasiado musculoso, pero parecía vital y fuerte. En comparación con el cuerpo, sus piernas eran largas y solía caminar con paso rápido sin esfuerzo aparente. Como andaba más deprisa que nadie, ya se había acostumbrado a descubrirse a sí mismo hablando al aire y a volverse para encontrar a su compañero de paseo unos metros más atrás, resoplando en su esfuerzo por no quedar rezagado. Su energía física rivalizaba con su gran actividad mental. Se podía escuchar el poder de su cerebro en su voz, que era queda pero rauda, con facilidad para encontrar las palabras justas para la persona justa en el momento adecuado. Su inteligencia se advertía en los ojos: castaños y muy brillantes, como los de un pájaro, observadores, penetrantes, coronados por una cejas fuertes y cuidadas.

Maudsley tenía el don de contagiar su energía, una virtud muy buena para un médico. Al oír sus pisadas en el camino y su llamada a la puerta, los pacientes ya empezaban a encontrarse mejor. Y además caía bien. La gente decía que él ya era de por sí un tónico. Se preocupaba por que sus pacientes vivieran o murieran, y si vivían -y así era casi siempre- deseaba que vivieran bien.

Al doctor Maudsley le apasionaban los desafíos a su inteligencia. Cada enfermedad era un enigma para él y no podía descansar hasta resolverlo. Los pacientes terminaban acostumbrándose a que apareciera en sus casas a primera hora de la mañana, después de haberse pasado la noche dando vueltas a sus síntomas, para hacerles una pregunta más; y una vez que acertaba con el diagnóstico, tenía que determinar el tratamiento. Por supuesto, consultaba todos los libros, y conocía a fondo todos los tratamientos comunes, pero su peculiar inteligencia le hacía volver una y otra vez sobre algo tan sencillo como un dolor de garganta desde un ángulo diferente, tratando de encontrar el pedacito de información que le permitiría no solo curar el dolor de garganta, sino comprender el fenómeno de ese dolor desde una perspectiva completamente nueva. Enérgico, inteligente y afable, era un medico excelente y mejor hombre que la media, pero, como todos los hombres, tenía su punto flaco.

La delegación de los hombres del pueblo estaba constituida por el padre del bebé, el abuelo del bebé y el tabernero, un hombre de aspecto cansado al que no le gustaba quedar excluido de ningún asunto. El doctor Maudsley saludó al trío y escuchó atentamente mientras dos de sus integrantes contaban una vez más su relato. Empezaron por el problema de las verjas que quedaban abiertas, siguieron con el controvertido tema de las ollas desaparecidas y después de unos minutos llegaron al climax de la narración: el rapto del niño en el cochecito.

– Se comportan como salvajes -dijo finalmente el Fred Jameson más joven.

– Nadie las controla -añadió el Fred Jameson mayor.

– ¿Y qué opina usted? -preguntó el doctor Maudsley al tercer hombre. Wilfred Bonner, algo apartado, aún no había abierto la boca.

El señor Bonner se quitó la gorra e hizo una inspiración lenta y sibilante.

– Bueno, yo no soy médico, pero a mí me parece que esas niñas no están bien. -Acompañó sus palabras con una mirada de lo más elocuente. Luego, por si alguien no había captado su mensaje, propinó a su calva cabeza uno, dos y hasta tres golpecitos.

Los tres hombres se miraron los zapatos con gravedad.

– Déjenlo en mis manos -dijo el médico-. Hablaré con la familia.

Y los hombres se marcharon. Ellos habían puesto su granito de arena. Ahora le tocaba al médico, el sabio del pueblo.

Aunque había dicho que hablaría con la familia, el médico en realidad habló con su esposa.

– Dudo de que lo hicieran con mala intención -dijo ella cuando él terminó de relatarle el suceso-. Ya sabes cómo son las niñas. Es mucho más divertido jugar con un bebé que con una muñeca. No le habrían hecho daño. Así y todo, hay que decirles que no vuelvan a hacerlo. Pobre Mary. -Levantó la vista de su costura y volvió el rostro hacia su marido.

La señora Maudsley era una mujer sumamente atractiva. Sus ojos grandes y castaños, con unas pestañas largas que se rizaban coquetas; recogía hacia atrás su cabello, moreno y sin un solo mechón gris en un estilo tan sencillo que solo una auténtica belleza podía lucirlo sin parecer anodina. Cuando se movía, su figura adquiría una elegancia armónica y femenina.

El doctor sabía que su esposa era bonita, pero llevaban demasiado tiempo casados para reparar en su belleza.

– En el pueblo creen que las niñas son retrasadas.

– ¡Imposible!

– Por lo menos eso es lo que opina Wilfred Bonner.

La señora Maudsley negó con la cabeza con estupefacción.

– Les tiene miedo porque son gemelas. Pobre Wilfred. Es la ignorancia de las personas mayores. Por fortuna, la siguiente generación es más abierta.

El médico era un hombre de ciencias. Aunque sabía que estadísticamente resultaba improbable que existiera una anormalidad mental en las gemelas, no quería descartar esa posibilidad hasta haberlas examinado. Con todo, no le sorprendía que su esposa, cuya religión le prohibía pensar mal de las personas, diera por hecho que el rumor era un chisme infundado.

– Estoy seguro de que tienes razón -murmuró con una vaguedad que indicaba que estaba seguro de que no era así.

El médico había dejado de intentar que su esposa creyera exclusivamente aquello que era verdad; ella había sido educada en una religión que no permitía aceptar distinciones entre lo que era verdad y lo que era bueno.

– Entonces, ¿qué piensas hacer? -preguntó la señora Maudsley.

– Iré a ver a la familia. Charles Angelfield es algo ermitaño, pero tendrá que verme si me persono en la casa.

La señora Maudsley asintió con la cabeza, que era su manera de disentir de su marido, aunque él no lo sabía.

– ¿Y la madre? ¿Qué sabes de ella?

– Muy poco.

El médico siguió cavilando en silencio, la señora Maudsley siguió cosiendo, y transcurrido un cuarto de hora el médico dijo:

– Quizá deberías ir tú, Theodora. Seguramente la madre esté más dispuesta a ver a una mujer que a un hombre. ¿Qué dices?

Así pues, tres días más tarde la señora Maudsley llegó a la casa y llamó a la puerta principal. Sorprendida de que nadie le abriera, frunció el entrecejo -después de todo, había enviado una nota para anunciar su visita- y rodeó la casa. La puerta de la cocina estaba entornada, de modo que dio un suave empujón y entró. No había nadie. La señora Maudsley miró a su alrededor. Tres manzanas sobre la mesa, marrones y arrugadas y a punto de pudrirse por el contacto, un paño de cocina negro junto a un fregadero con varias pilas de platos sucios y una ventana tan roñosa que desde dentro apenas podías distinguir sí era de día o de noche. Su nariz blanca y refinada olisqueó el aire y supo cuanto necesitaba saber. Apretó los labios, enderezó los hombros, asió con firmeza el asa de concha de su bolso y emprendió su cruzada. Fue de estancia en estancia buscando a Isabelle, absorbiendo por el camino el olor de la mugre, el desorden y la dejadez que acechaba por todas partes.

El ama se cansaba fácilmente, las escaleras se le hacían pesadas y estaba perdiendo vista; solía creer que había limpiado cosas que no había limpiado, o quería limpiarlas y se olvidaba, y la verdad, sabía que a nadie le importaba, de modo que concentraba sus esfuerzos en alimentar a las niñas, que tenían suerte de que el ama todavía pudiera ocuparse de preparar las comidas. Por tanto, la casa estaba sucia y tenía polvo; cuando alguien torcía un cuadro, torcido se pasaba una década, y el día que Charlie no pudo encontrar la papelera de su estudio simplemente arrojó el papel al suelo hacia el lugar donde había estado hasta entonces la papelera, y al poco tiempo se le ocurrió que era menos engorroso vaciar la papelera una vez al año que una vez a la semana. A la señora Maudsley le disgustó sobremanera aquel panorama. Frunció el entrecejo ante las cortinas medio corridas, suspiró ante la plata deslustrada y meneó la cabeza con asombro ante las ollas de la escalera y las partituras desparramadas por el suelo del vestíbulo. En el salón se agachó automáticamente para recuperar un naipe, el tres de espadas, que descansaba caído o desechado en el suelo, pero era tal el desorden que cuando miró a su alrededor buscando el resto de la baraja se sintió perdida. Al volver su impotente mirada al naipe, reparó en el polvo que lo cubría y, como era una mujer maniática con guantes blancos, la abrumó el deseo de dejarlo en algún lado. Pero ¿dónde? Durante unos segundos quedó paralizada por la angustia, dividida entre el deseo de poner fin al contacto entre su inmaculado guante y el naipe polvoriento y algo pegajoso, y su renuencia a dejar la carta en un lugar que no fuera el correcto. Finalmente, con un visible estremecimiento de los hombros, lo colocó sobre el brazo de una butaca de piel y salió aliviada de la estancia.

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