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Historia de una maestra

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Historia de una maestra
Название: Historia de una maestra
Дата добавления: 16 январь 2020
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Historia de una maestra - читать бесплатно онлайн , автор Aldecoa Josefina Rodr?guez

Historia de una maestra es un relato en el que la protagonista rememora con serena lucidez la historia de su vida. Entregada a una profesi?n que la lleva de pueblo en pueblo, en condiciones casi siempre miserables, Gabriela vive su historia personal sobre el tel?n de fondo de un periodo decisivo en la historia de Espa?a: desde los a?os veinte hasta el comienzo de la guerra civil.

El advenimiento de la Rep?blica, con sus promesas de grandes cambios y su exaltaci?n del papel de los maestros en la transformaci?n de la sociedad espa?ola, la lucha contra la ignorancia y el caciquismo, la revoluci?n de Octubre vivida en un pueblo minero, la violencia y el brutal desgarramiento familiar, la nostalgia recurrente de la ?nica aventura de su vida, su primera escuela en Guinea… todo ello va conformando la vida de una mujer testigo y protagonista de unos hechos que explican en gran parte los sucesos que vinieron despu?s.

El sue?o individual y colectivo, la lucha y las renuncias de los que entregaron su vida para conseguir despertar a un pueblo adormecido transcurren por las p?ginas de esta excelente novela, que se convierte as? en un homenaje a unos personajes olvidadas y sin embargo clave en la historia de Espa?a: los maestros de la Rep?blica.

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Amadeo recogió la flecha en el aire.

– Una mujer de verdad no necesita ser esclava, pero tampoco una soberbia que no da su brazo a torcer.

– Una mujer de verdad vive su vida sola sin que nadie la mande, hermosa mía -replicó Regina que mecía a la niña en sus brazos.

La niña se echó a reír y observaba el enfado de Regina como sabiendo que no iba con ella.

– Hasta la niña lo entiende, hasta una niña de dos años es capaz de entender que una mujer no debe seguir a un hombre cuando a él se le antoje…

Se quedó abstraída un tiempo y luego continuó:

– Además aquí tengo mi casa y mi trabajo y si un día mi hijo decide volver quiero que me encuentre donde me dejó. Y sola como me dejó…

Regina no quería irse pero nosotros sí. Llevábamos bastante tiempo dándole vueltas a la idea de solicitar un traslado para que nos enviaran juntos a un mismo pueblo. Para Ezequiel cada vez era más duro hacer el camino de ida y vuelta hasta el pueblo de Arriba. No comía en casa y yo le preparaba una tartera con su comida para que la calentara en la estufa de la escuela. De madrugada, me levantaba sin hacer ruido, reavivaba el rescoldo del hogar y ponía a cocer el puchero. A veces me desvelaba y esperaba sin moverme el paso de las horas. Por la mañana desayunábamos juntos; luego colocaba en la tartera una parte del cocido y la envolvía en una servilleta grande, trabada con un nudo para que la llevara mejor. El día empezaba. Allá se iba Ezequiel en las mañanas heladas del invierno, con su pelliza y sus botas de becerro brillantes de grasa y sus calcetines de lana casera. Me quedaba mirándole hasta perderlo de vista. Su imagen se me quedaba prendida unos instantes: Ezequiel caminando ligero para llegar cuanto antes al final de su recorrido, la escuela en que le esperaban los niños cada día. Esa era nuestra elección y nuestra devoción. Pero empezaba a fatigarnos tanta dificultad añadida. ¿Por qué, nos preguntábamos, no podemos disfrutar juntos del tiempo libre a la hora de comer? ¿Por qué este continuo andar por atajos y veredas, arriba y abajo? Después de tres años, estábamos cansados. Así que Ezequiel se decidió a dar los pasos necesarios para conseguir nuestro propósito; dos escuelas en el mismo lugar.

A finales de diciembre, el mismo día que Amadeo abandonó el pueblo, Ezequiel le acompañó a León para iniciar sus gestiones. Regina se quedó conmigo contemplando la marcha de los dos hombres. Estaba triste pero parecía tranquila, y, por última vez, me explicó sus razones para quedarse.

– No puede ser, Gabriela. Yo quiero a Amadeo, pero si me fuera con él, todo terminaría mal. El se va a hacer su vida, a moverse, a luchar. Se meterá en políticas, seguro. A mí me tendría en casa, en un barrio de pobres, sin conocer a nadie, y yo tendría que empezar mi propia lucha, mi propio trabajo. Pero no quiero. El trabajo lo tengo aquí, aquí tengo mi casa, y a mi hijo cerca por si un día necesita volver…

La primavera llegó con lluvias. Las borrascas entraban por el oeste una detrás de otra, empujadas por vendavales templados. Venían nubes grises y negras y al cruzar sobre los montes se convertían en una sola capa plomiza que se deshacía en gotas gruesas. El agua golpeaba con violencia. Por las callejas del pueblo corrían arroyos sucios que arrastraban palos, pedruscos, excrementos de oveja, mechones de lana enganchados en los escajos, mezclado todo en un mismo revoltijo. Luego, pasado el chaparrón el sol aparecía con el arco iris de las reconciliaciones. Aparecía el sol y empezaba a brillar mientras la lluvia se transformaba en una última cortina de hilillos diamantinos. Más tarde volvería el aguacero y una vez más el sol regresaría. Con la primavera llegó el anuncio de nuestro traslado. El duelo de luz y sombra se avenía bien con mi estado de ánimo que oscilaba entre la alegría del cambio cercano y la tristeza de la partida.

En el Oficio recibido, se nos requería nuestra presencia hasta final de curso en el actual destino.

Sentí de nuevo el dolor por el desgajamiento de una situación ya establecida. La sensación de ir dejando detrás fragmentos irrecuperables de mi vida. Esta vez el balance era distinto. La ligereza de mi equipaje se había transformado en una carga sólida y definitiva. La compañía de Ezequiel y de mi hija me confortaban. Con nosotros viajaba nuestra casa donde quiera que fuéramos. El hogar está en la cabeza, en el corazón o, como diría Regina, por todo el cuerpo. Nosotros tres éramos nuestro hogar y conducíamos nuestro destino. Yo veía mi sueño navegando hacia puertos seguros. No obstante una congoja inexplicable me asaltaba. Es la congoja de los adioses, me decía. La nostalgia de lo que queda atrás, vivido y agotado sin remedio.

Cuando se acercó el verano organizamos una fiesta en una pradera, a mitad de camino entre los dos pueblos. Hubo cantos, romances, poesías y promesas de seguir adelante con los conciertos y la Biblioteca de los domingos.

El día de la marcha hasta el Cura nos vino a decir adiós. El Cura y don Cosme y el Alcalde, entre los poderosos. Y una corte de niños, hombres y mujeres cargados de regalos. En un carro nos acercamos al apeadero de la Estación. Nos acompañaron algunos jóvenes y apenas podíamos colocar en el destartalado vagón los sacos de patatas, las gallinas, las frutas y las flores que los niños arrancaron del monte para nosotros. Al abrazar a Regina no pude contener las lágrimas. Juana también lloró, asustada por el tumulto de la despedida.

Cuando el tren empezó a moverse traté de imaginar el verano que tenía por delante en la casa de mis padres. La seguridad de su afecto y sus cuidados me conmovieron y de nuevo tuve que hacer esfuerzos para contener el llanto.

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