Martes Con Mi Viejo Profesor
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Martes con mi viejo profesor refleja todos los valores humanos a la perfecci?n, encerrando en ?l una lecci?n de vida para todos, ya que nos narra el testimonio de las repetidas visitas durante cada martes, entre Mitch Albom y su viejo profesor, Morrie Schwartz, al cual le han diagnosticado una terrible enfermedad terminal, la ELA. A trav?s de estos encuentros llenos de conexi?n y complicidad ambos, alumno y maestro, intercambian ideas y reflexionan sobre la muerte, la familia, el perd?n o el amor entre otros temas de la vida cotidiana, encerrando as? una ense?anza subliminar fruto de un extraordinario testamento espiritual que nos ayudar? a encontrarnos a nosotros mismos a la vez que nos instar? a reflexionar sobre nuestra vida de la mano de un hombre que depende por completo de los dem?s, pero que luchar? hasta el final con el mayor optimismo. Esta fabulosa obra est? llena de sencillez, pero a la vez, cargada de emoci?n y vitalidad, es uno de esos relatos que hacen que te plantees la vida, de los que dejan huella, y de los que dificilmente se olvidan.
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Quizás fuera éste uno de los motivos por los que me sentía atraído por Morrie. Él me dejaba estar donde mi hermano no quería dejarme estar.
Volviendo la vista atrás, quizás Morrie lo supiera todo desde el principio.
Es un invierno de mi infancia, en una cuesta cubierta de nieve de nuestro barrio de las afueras. Mi hermano y yo vamos en el trineo, él arriba, yo debajo. Siento su barbilla en mi hombro y sus pies en mis corvas.
El trineo se desliza con estrépito sobre las placas de hielo. Cogemos velocidad según vamos bajando la cuesta.
– ¡UN COCHE! -chilla alguien.
Lo vemos venir calle abajo, a nuestra izquierda. Gritamos e intentamos apartarnos gobernando el trineo, pero los patines no se mueven. El conductor hace sonar la bocina y pisa el freno, y nosotros hacemos lo que hacen todos los niños: nos tiramos. Rodamos como troncos, con nuestros anoraks con capucha, por la nieve húmeda y fría, pensando que lo primero que nos tocará será la goma dura de la rueda de un coche. Vamos chillando, «AAAAAAH», y tenemos hormigueos de miedo, dando vueltas y más vueltas, viendo el mundo del revés, del derecho, del revés.
Y al final, nada. Dejamos de rodar y recobramos el aliento y nos limpiamos de la cara la nieve que gotea. El conductor gira al final de la calle, haciéndonos un gesto sacudiendo el dedo. Estamos a salvo. Nuestro trineo ha chocado en silencio con un montón de nieve y nuestros amigos nos dan palmaditas y nos dicen: «guay», y «podíais haberos matado».
Sonrío a mi hermano y nos sentimos unidos por un orgullo infantil. Pensamos que no ha sido tan difícil, y estamos dispuestos a enfrentarnos de nuevo a la muerte.
