El Para?so en la otra esquina
El Para?so en la otra esquina читать книгу онлайн
En esta novela de Vargas Llosa se nos invita a compartir los destinos y las historias. Y son historias en todo el sentido de la palabra, puesto que la obra est? basada en hechos reales y refleja sabidur?as muy interesantes del autor, por ejemplo, en los temas de pol?tica decimon?nica, rastreando en las utop?as de izquierda que embebieron a pensadores de aquellos tiempos, all? donde el novelista puede consagrarse a su conocida y reconocida labor de cr?tico pol?tico.
En la trama tenemos dos personajes que fueron importantes en su tiempo y a?n m?s despu?s, ya ritualizados por el culto ineludible. Flora Trist?n busca la felicidad o el bienestar de los dem?s, de la sociedad, lo considera como su misi?n. Pero, en la obra de Vargas, no se advierte demasiado que ello sea en bien mismo de aquella feminista y revolucionaria francesa y de origen hispano-peruano por l?nea paterna, quiz? con deliberaci?n, no se nos expone con suficiente explicitud, pues, que dicha misi?n le pueda otorgar la felicidad a ella misma que, ya en las alturas de su vida en que nos sit?a la narraci?n, descree, sobretodo, de la relaci?n ?ntima heterosexual. Es su apostolado, su peregrinaci?n de paria. En cambio, el nieto de la revolucionaria- m?s eg?tico, m?s hedonista, acaso m?s est?tico-, el destacado pintor franc?s (despu?s catalogado como postimpresionista) Paul Gauguin, que pasar?a su infancia en Lima, rodeado de su familia americana, busca la felicidad `El Para?so En La Otra Esquina `, de los juegos infantiles, en las musas art?sticas. El acotamiento hist?rico-novel?stico es, si se quiere, breve, pero est? muy bien descrito y se nota un contacto incluso material con los aspectos de la trama (se difundi?, vale decirlo, hace meses, una foto del autor junto a la lejana tumba de Gauguin).
El pintor, en su relativamente breve pero intenso -como toda su vida, seg?n la historia y seg?n la novela historiada- retiro polinesio, Flora Trist?n, en su gira por diversas ciudades francesas, en el a?o de su muerte. Ambos, sin embargo, quiz? para recordar m?s amplitudes de sus historias, tambi?n para basar mejor el relato, recuerdan cosas de su pasado. Gauguin a Van Gogh y su abandono de las finanzas por el arte, Flora, Florita, Andaluza, como le espeta el autor peruano en la novela, sus agrias peripecias con la causa de la revoluci?n y de la mujer, pero, m?s hondamente, con el sexo, con el distanciamiento del contacto corporal, excepto en una amante s?fica y polaca que parece inspirar m?s afecto que libido, y finalmente su acercamiento lento pero seguro a las causas ut?picas de las que luego ser? tan afectuosa como cr?tica.
Vargas Llosa se muestra muy eficaz cercando la historia en los dos tiempos precisos: Gauguin buscando lo paradis?aco-algo que la historia, al menos la art?stica, desvela como la efectiva b?squeda de su ser -y Flora Trist?n cumpliendo su misi?n, su ascesis, su afecto, hasta la misma muerte. Sin embargo, el escritor no nos deja en ayunas en cuanto al rico pasado m?s lejano de ambos, y nos introduce en ellos-siempre con interesantes minucias que parecen de historiador o cron?logo- como una a?eja fotograf?a que aparece repentinamente en la cadencia narrativa. La novela suele tener una sonoridad tropical y ex?tica conveniente a los dos personajes, que la llevaban en la sangre e incluso en la crianza. Gauguin muere en las Marquesas, rodeado de la exuberante vegetaci?n que acatan los Mares del Sur. Flora, la abuela del pintor, recuerda, bajo peruana pluma, su peruano exilio en Arequipa, este alejamiento, esta periferia narrativa, une a las sangres y a las vidas de las dos personas, de los dos personajes, y del escritor tanto americano como europeo que ahora es Mario Vargas Llosa.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
VI. Annah, la Javanesa París , octubre de 1893
Cuando aquella mañana del otoño de 1893 tocaron la puerta de su estudio parisino del número 6, rue Vercingétorix, Paul se quedó boquiabierto: la niña-mujer que tenía al frente, muy menudita, de color oscuro, embutida en una túnica parecida al hábito de las hermanas de la Caridad, llevaba una monita en el brazo, una flor en los cabellos, y, en el cuello, este cartel: «Soy Annah, la J avanesa. Un presente para Paul, de su amigo Ambroise Vollard».
N ada más veda, sin recuperarse todavía del desconcierto ante semejante regalo del joven galerista, Paul sintió ganas de pintar. Era la primera vez que le ocurría desde su regreso a Francia, el 30 de agosto, luego de aquel malhadado viaje de tres meses, procedente de Tahití. Todo había salido mal. Bajó del barco en Marsella con sólo cuatro francos en el bolsillo y llegó medio muerto de hambre y desazón a un París de fuego, desertado por sus amigos. La ciudad, en los dos años pasados en la Polinesia, se había vuelto extraña y hostil. La exposición de sus cuarenta y dos «pinturas tahitianas» en la galería de Paul Durand Ruel, fue un fracaso. Sólo vendió once, lo que no compensaba lo que tuvo que gastar, endeudándose una vez más, en marcos, carteles y publicidad. Aunque hubo algunas críticas favorables, desde esos días sintió que el medio artístico parisino le hacía el vacío o lo trataba con desdeñosa condescendencia.
Nada te había deprimido tanto, en la exposición, como la manera cruda con que tu viejo maestro y amigo, Camille Pissarro, liquidó sumariamente tus teorías y los cuadros de Tahití: «Este arte no es el suyo, Paul. Vuelva a lo que era. Usted es un civilizado y su deber es pintar cosas armoniosas, no imitar el arte bárbaro de los caníbales. Hágame caso. Desande el mal camino, deje de saquear a los salvajes de Oceanía y vuelva a ser usted». No le discutiste. Te limitaste a despedirte de él con una venia. Ni siquiera el gesto afectuoso de Degas, que te compró dos cuadros, te levantó el ánimo. Las severas opiniones de Pissarro eran compartidas por muchos artistas, críticos y coleccionistas: lo que habías pintado allá, en los Mares del Sur, era un remedo de las supersticiones e idolatrías de unos seres primitivos, a años luz de la civilización. ¿Eso debía ser el arte? ¿Un retorno a los palotes, bultos y magias de las cavernas? Pero, no sólo era un rechazo a los nuevos temas y técnicas de tu pintura, adquiridos con tanto sacrificio en los dos últimos años en Tahití. Era también un rechazo sordo, turbio, retorcido, a tu persona. ¿Y, por qué? Por el Holandés Loco, nada menos. Desde la tragedia de Arles, su estancia en el manicomio de Saint- Rémy y su suicidio, y, sobre todo, desde la muerte, también por mano propia, de su hermano Theo van Gogh, la pintura de Vincent (que, cuando estaba vivo, a nadie interesaba) había comenzado a dar que hablar, a venderse, a subir de precio. Nacía una morbosa moda Van Gogh, y, con ella, retroactivamente, todo el medio artístico comenzaba a reprocharte haber sido incapaz de comprender y ayudar al holandés. ¡Canallas! Algunos añadían que, acaso, por tu proverbial falta de tacto, hasta podías haber desencadenado la mutilación de Arles. No necesitabas oídos para saber que murmuraban estas y peores cosas a tus espaldas, señalándote, en las galerías, en los cafés, en los salones, en las fiestas, en las reuniones sociales, en los talleres de los artistas. Las infamias se filtraban en las revistas y en los diarios, de la manera oblicua con que la prensa parisina solía comentar la actualidad. Ni siquiera la muerte providencial de tu tío paterno Zizi, un solterón octogenario, en Orléans, que te dejó unos miles de francos que vinieron a sacarte por un tiempo de la miseria y las deudas, te devolvió el entusiasmo. ¿Hasta cuándo ibas a seguir en este estado, Paul?
Hasta aquella mañana en que Annah la Javanesa, con aquel pintoresco cartel en el cuello y Taoa, su monita saltarina de ojos sarcásticos a la que llevaba sujeta con un lazo de cuero, entró, contoneándose como una palmera, a compartir con él ese enclave luminoso y exótico en que Paul convirtió el estudio alquilado en este rincón de Montparnasse, en el segundo piso de un viejo inmueble. Ambroise Vollard se la enviaba para que fuera su sirvienta. Eso había sido Annah hasta ahora en casa de una cantante de ópera. Pero esa misma noche Paul hizo de ella su amante. Y, después, su compañera de juegos, fantasías y disfuerzos. Y, finalmente, su modelo. ¿De dónde venía? Imposible saberlo. Cuando Paul se lo preguntó, Annah le contó una historia trufada de tantas contradicciones geográficas, que, sin duda, se trataba de una fabulación. Tal vez la pobre ni siquiera lo sabía, y se estaba inventando un pasado mientras hablaba, delatando su prodigiosa ignorancia de los países y demarcaciones del planeta. ¿Cuántos años tenía? Ella le dijo que diecisiete, pero él le calculó menos, acaso sólo trece o catorce, como Teha'amana, esa edad, para ti tan excitante, en que las muchachas precoces de los países salvajes entraban en la vida adulta. Tenía los pechos desarrollados y los muslos firmes, y ya no era virgen. Pero no fue su cuerpecito menudo y bien formado -una enanita, un dije, al 'lado del fortachón de cuarenta y siete años que era Paullo que lo sedujo de inmediato en esa compañera que le deparó el ingrato París.
Era su cara ceniza oscura de mestiza, sus facciones finas y marcadas -la naricita respingona, los gruesos labios heredados de sus ancestros negros- y la viveza e insolencia de sus ojos, en los que había desasosiego, curiosidad, burla de todo lo que veía. Hablaba un francés de extranjera, de exquisitas incorrecciones, con vocablos e imágenes de una vulgaridad que a Paulle recordaban los burdeles de los puertos, en su mocedad marinera. Pese a no tener donde caerse muerta, ni saber leer ni escribir, ni poseer más cosas que su monita Taoa y la ropa que llevaba puesta, hacía alarde de una arrogancia de reina, en su desenfado, en sus poses y los sarcasmos que se permitía con todo y todos, como si nada le mereciera respeto, ni las formas convencionales rigieran para ella. Cuando algo o alguien le disgustaba, le sacaba la lengua y le hacía una morisqueta que Taoa imitaba, chillando.
En la cama, era difícil saber si la Javanesa gozaba o fingía. En todo caso, te hacía gozar a ti, y, a la vez, te divertía. Annah te devolvió lo que, desde el regreso a Francia, temías haber perdido: el deseo de pintar, el humor y las ganas de vivir.
Al día siguiente de aparecer Annah por su estudio, Paulla llevó a una tienda del boulevard de l'Opéra y le compró ropa, que le ayudó a escoger. Y, además de botines, media docena de sombreros, por los que Annah tenía pasión. Los llevaba puestos incluso dentro de casa, y era lo primero que se echaba encima, al despertar. A Paul lo estremecían las carcajadas cuando veía a la muchacha desnuda y con un rígido canotier en la cabeza, danzando en dirección a la cocina o el cuarto de baño.
Gracias a la alegría e inventiva de la Javanesa, el estudio de la rue Vercingétorix se convirtió, los jueves en la tarde, en un lugar de reunión y festejo. Paul tocaba el acordeón, se vestía a veces con un pareo tahitiano y se llenaba el cuerpo de fingidos tatuajes. A las soirées venían los amigos fieles de antaño, con sus esposas o amantes -Daniel de Monfreid y Annette, Charles Morice con una arriesgada condesa que compartía su miseria, los Schuffenecker, el escultor español Paco Durrio que cantaba y tocaba la guitarra, y una pareja de vecinos, dos suecos expatriados, los Molard, Ida, escultora, y William, compositor, quienes llevaban a veces a un compatriota dramaturgo e inventor medio loco llamado August Strindberg-. Los Molard tenían una hija adolescente, Judith, chiquilla inquieta y romántica, fascinada por el estudio del pintor. Paullo había empapelado de papel amarillo, las ventanas de tonalidades ambarinas, y lo alborotó con sus esculturas y cuadros tahitianos. De las paredes parecían salir llamas vegetales, cielos azulísimos, mares y lagunas esmeralda y sensuales cuerpos al natural. Antes de que apareciera Annah, Paul mantenía a cierta distancia a la hija de sus vecinos suecos, divertido con el embelesamiento que la chiquilla le mostraba, sin tocada. Pero, desde la llegada de la Javanesa, especie exótica que excitaba sus sentidos y fantasías, comenzó también a juguetear con Judith, cuando sus padres no andaban cerca. La cogía de la cintura, le rozaba los labios y apretaba sus nacientes pechitos, susurrándole: «Todo esto será mío, ¿cierto, señorita?». Aterrada y feliz, la chiquilla asentía: «Sí, sí, de usted».
Así se le metió en la cabeza pintar desnuda a la hija de los Molard. Se lo propuso y Judith, blanca como la cera, no supo qué decir. ¿Desnuda, totalmente desnuda? Claro que sí. ¿No era frecuente que los artistas pintaran y esculpieran desnudas a sus modelos? Nadie lo sabría, porque Paul, luego de pintada, ocultaría el cuadro Hasta que Judith creciera. Sólo lo exhibiría cuando ella fuera una mujer hecha y derecha. ¿Aceptaba? La chiquilla terminó por acceder. Sólo tuvieron tres sesiones y la aventura por poco termina en drama. Judith subía al estudio cuando Ida, su madre, que alentaba una pasión benefactora por los animales, salía en expedición, acompañada de Annah, por las calles de Montparnasse en pos de perros y gatos abandonados, enfermos o heridos, a los que traía a su casa, cuidaba y curaba, y les buscaba padres adoptivos. La chiquilla, desnuda sobre unas mantas polinesias multicolores, no alzaba los ojos del suelo; se encogía y sumía en sí misma, tratando de hacerse lo menos visible a los ojos que escudriñaban sus secretos.
A la tercera sesión, cuando Paul había esbozado su silueta filiforme y su carita oval de grandes ojos asustados, Ida Molard irrumpió en el estudio con aspavientos de trágica griega. Te costó trabajo calmarla, convencerla de que tu interés por la niña era estético (¿lo era, Paul?), que la habías respetado, que tu empeño en pintarla desnuda carecía de malicia. Ida sólo se calmó cuando le juraste que desistías del proyecto. Delante de Ida embadurnaste con trementina la tela inconclusa y la raspaste con una espátula, sepultando la imagen de Judith. Entonces, Ida hizo las paces y tomaron té. Enfurruñada y asustada, la niña los escuchaba charlar, calladita, sin inmiscuirse en sus diálogos.
Cuando, tiempo después, Paul decidió hacer un desnudo de Annah, tuvo una iluminación: sobrepondría la imagen de su amante a la inconclusa Judith de la tela interrumpida. Así lo hizo. Fue un cuadro que le tomó mucho trabajo, por la incorregible Javanesa. La más inquieta e incontrolable modelo que tendrías nunca, Paul. Se movía, alteraba la pose, o, para combatir el aburrimiento, se ponía a hacer morisquetas a fin de provocarte la risa -el juego favorito, con el espiritismo, de las veladas de los jueves-, o, simplemente, de buenas a primeras, harta de posar, se ponía de pie, se echaba encima cualquier ropa y largaba a la calle, como hubiera hecho Teha'amana. Qué remedio, guardar los pinceles y postergar el trabajo hasta el día siguiente.