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Bajo La Fria Luz De Octubre

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Bajo La Fria Luz De Octubre
Название: Bajo La Fria Luz De Octubre
Автор: Cebri?n Eloy M
Дата добавления: 16 январь 2020
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Bajo La Fria Luz De Octubre - читать бесплатно онлайн , автор Cebri?n Eloy M

Esta es una historia tierna e inocente, fiera y salvaje, entra?able y c?lida, cruel y despiadada.

Es una historia tejida con recuerdos, ilusiones y esperanzas, pero te?ida tambi?n de fracasos, decepciones y derrotas…

Es la cr?nica de una Espa?a que la guerra parti? en dos… para obligarnos de nuevo a juntarla. Es una historia que nos pertenece un poco a todos… porque entre todos hacemos la Historia.

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Y luego estaba el frío, porque no recuerdo haber pasado jamás tanto frío como aquel invierno. Mi casa estaba tan helada que ya no había ninguna diferencia entre el cuarto de la abuela y el resto de las habitaciones. El carbón y la madera se habían puesto por las nubes y había que reservarlos para cocinar. Al anochecer nos apiñábamos todos en torno a la mesa-camilla donde ardía el único brasero que podíamos permitirnos tener encendido. Y temíamos el momento de irnos a dormir. Desnudarse en esas condiciones era un suplicio. Y tampoco meterse en la cama consolaba mucho, pues las sábanas estaban tan frías y tan rígidas como una cosa muerta. Por la mañana, tras levantarnos entre tiritonas, nos lavábamos someramente con el agua helada de las palanganas. Después, al salir a la calle, debíamos poner mucho cuidado en no escurrirnos sobre los charcos que se habían congelado durante la noche. Teníamos las manos y las orejas cubiertas de sabañones, y ni siquiera con las más gruesas prendas de abrigo lográbamos combatir aquel frío que se aferraba a nuestros cuerpos y nos paralizaba. Es cierto que fue el invierno más frío que se recordaba desde aquel que se llevó a mi abuela María, pero yo siempre pensé que ese soplo helado no podía venir solamente del exterior, sino también de algún lugar dentro de nosotros mismos donde el miedo y la desesperación habían anidado durante meses. Bastaba con mirar a la gente por la calle, sus expresiones sombrías y furtivas, la forma en que la alegría había desertado de las caras, para darse cuenta de que, aunque el ejército de la República todavía resistiera, en nuestro fuero interno todos nos habíamos rendido tiempo atrás.

Aunque quizá no tenga derecho a lamentarme de la forma que lo hago, porque había otros muchos que estaban peor que nosotros. Se decía que en el frente de Aragón los soldados se estaban muriendo de frío. Pero no hacía falta ir tan lejos para ver calamidades. Nuestra misma ciudad se había llenado de refugiados. La mayoría había venido de Madrid huyendo del terror de los bombardeos. Otros procedían de Extremadura y Andalucía, donde los facciosos habían cometido las peores barbaridades. Familias enteras habían escapado dejándolo todo atrás; tan sólo se habían llevado con ellos el hambre y la miseria.

Las autoridades no sabían qué hacer con toda aquella pobre gente, así que todos teníamos que ayudar en la medida que podíamos. El Socorro Rojo había improvisado unos comedores para los más pequeños. Un día mi padre me dijo que hacían falta voluntarios con urgencia, porque los que atendían los comedores estaban desbordados. Le pedí permiso para ir a ayudar, y él me dijo que no esperaba menos de mí.

Era terrible ver el estado en que venían aquellas criaturas, y más para alguien como yo, que nunca había carecido de nada. Todos estaban desnutridos, y muchos nos llegaban medio comidos por la sarna y los piojos. No teníamos gran cosa para alimentarlos. Les dábamos gachas de maíz y arroz cocido. A veces, lentejas, a las que era casi imposible quitarles todos los bichos, de tantos que había. Las patatas y los boniatos eran recibidos como un manjar del cielo. Y también Rusia mandaba alimentos. Durante un tiempo tuvimos una carne en lata que los niños devoraban hasta dejar los platos relucientes, y eso que nadie supo jamás qué clase de carne era aquella que les mandaba el «camarada Stalin», porque las etiquetas de las latas estaban escritas en ruso (yo, por si acaso, ni siquiera la probé). Llegaban también grandes paquetes de galletas, y una pasta de berenjena que se untaba sobre pan negro y sabía a demonios, aunque nunca oí a un solo chiquillo quejarse.

Muchos de aquellos niños estaban enfermos de tantas privaciones que habían pasado. Pero sus enfermedades no eran sólo del cuerpo. Recuerdo a uno moreno y muy menudo que jamás hablaba. Obedecía todo lo que se le ordenaba, y cuando se le ponía un plato de comida delante lo apuraba sin rechistar, con movimientos mecánicos, igual que una máquina. Pero no había forma de sacarle una palabra. Si le hacíamos alguna pregunta, nos miraba con unos ojos enormes y ausentes, como si las emociones se hubieran apagado en ellos. Permanecía hora tras hora quieto en cualquier rincón, con el pulgar en la boca y la expresión vacía. Insistirle no servía de nada, y una vez que alguien quiso obligarlo a hablar, el chiquillo se tapó la cara con las manos y empezó a gritar como si lo estuvieran matando. Tanto gritó que tuvieron que encerrarlo hasta que se calmara.

«Dejadlo tranquilo -nos dijo un miliciano comunista que trabajaba en la evacuación de niños huérfanos-, que bastante tiene el pobre». Después nos contó que aquel niño venía de Málaga y que los facciosos habían fusilado a toda su familia cuando tomaron la ciudad. «Los mataron delante de él, después de reventarlos a culatazos y violar a su madre y a sus hermanas. Al crío lo encontraron vagando solo por los caminos, medio muerto de hambre. Nadie entiende cómo pudo salvarse».

Miré al pobre chiquillo mientras la pena empezaba a abrasarme por dentro, intentando imaginar lo que habrían visto aquellos ojos enormes y ahora desprovistos de vida. Tanto horror, Dios mío, tanto horror. ¿Cómo podía haber en el mundo tanto horror?

Por entonces nos llevamos un susto grandísimo. A esas alturas de la guerra ya casi habíamos perdido el miedo a que al tío Eliecer fuera a pasarle nada.

Por eso, el día que llegó una carta con membrete oficial a su nombre casi nos da un ataque. Mi padre no sabía qué hacer ni a quién acudir para arreglar aquello, y mi madre se pasó todo el santo día repitiendo «ay, Señor, ay, Señor», y no la pudimos sacar de ahí. En la carta, le pedían al tío que se presentara en el Ayuntamiento de inmediato, sin más explicaciones. «Tranquilo -le dijo mi padre-, si fueran a detenerte ya habrían venido por ti. Esta misma tarde hablo con Arturo».

Al día siguiente, muy temprano, mi padre y el tío Arturo acompañaron al tío Eliecer al Ayuntamiento. Él caminaba entre los dos con la cara muy pálida, y antes de irse nos dio un beso a todos y nos pidió que rezáramos por él. Y eso estuvimos haciendo durante toda la mañana, porque tardaron muchísimo tiempo en volver. Casi me muero de la impresión cuando, al abrir la puerta, me encontré a un soldado muy alto plantado allí delante. Pero el susto fue mayor aún cuando me di cuenta de que aquel soldado no era otro que el tío Eliecer. El tío Arturo y mi padre venían detrás muy risueños,

«Lo han reclutado -nos explicó mí padre-; Pero el coronel nos ha asegurado que, en atención a su edad y su condición de sacerdote, no van a destinarlo al frente». Y así ocurrió. Ahora el tío se ponía su uniforme todas las mañanas y se marchaba a hacer la instrucción, y luego acudía a las oficinas de Intendencia, que estaban en el colegio de los Escolapios, donde trabajaba mecanografiando listas e informes. El uniforme de soldado de la República le sentaba casi mejor que la sotana, y a él se le veía casi orgulloso de llevarlo. Desde ese día el tío estuvo activo y mucho más animado. Seguía diciendo misa en nuestra casa todos los días, pero ya casi nunca se acordaba de confesarnos.

En julio del 38, cuando parecía que el final de la guerra era cosa de pocas semanas, el ejército de la República cruzó el río Ebro y atacó a los nacionales con todas las fuerzas que le quedaban. Nadie contaba ya con aquella última ofensiva a la desesperada, y creo que tampoco nadie se alegró, porque sabíamos que lo único que se iba a conseguir con aquello era prolongar la agonía. Todos los brigadistas que quedaban en la ciudad fueron trasladados al frente en pocos días. Resultó muy extraño volver de pronto a la calma de antes, acostumbrados como estábamos a cruzarnos a diario con aquellos bulliciosos extranjeros de uniforme. La ciudad entera se echó a la calle para decirles adiós. Igual que cuando llegaron, hubo un acto multitudinario y muchos discursos rimbombantes. Después los aclamamos mientras desfilaban por las calles principales. Pero luego se montaron en trenes y camiones y se marcharon, mientras nosotros nos quedábamos atrás notando un vacío y una tristeza muy grandes que ya no se disiparon.

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