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El limonero real

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El limonero real
Название: El limonero real
Автор: Saer Juan Jos?
Дата добавления: 16 январь 2020
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El limonero real - читать бесплатно онлайн , автор Saer Juan Jos?

La escritura de Juan Jos? Saer ha sido reconocida por la cr?tica especializada como una de las m?s valiosas y renovadoras en el ?mbito de la lengua espa?ola contempor?nea. El limonero real (1974) representa un punto de condensaci?n central en su vasto proyecto narrativo. Una familia de pobladores de la costa santafesina se re?ne desde la ma?ana, en el ?ltimo d?a del a?o, para una celebraci?n que culmina, por la noche, en la comida de un cordero asado. Dos ausencias hostigan al personaje central de la novela: una, la de su mujer, que se ha negado a asistir a la fiesta alegando el luto por su hijo, otra, la de ese mismo hijo, cuya figura peque?a emerge una y otra vez en el recuerdo. Doblemente acosado por la muerte y por la ausencia, el relato imprime a su materia una densidad creciente, que otorga a la comida nocturna las dimensiones de un banquete ritual. El limonero real es la novela de la luz y de la sombra, cuyos juegos y alternancias punt?an el transcurso del tiempo, es la novela de las manchas que terminan, finalmente, por componer una figura, es la novela de la descripci?n obsesiva de los gestos m?s triviales, de las sensaciones y las percepciones, de las texturas y los sabores. Juan Jos? Saer naci? en Santa Fe, en 1937. Fue profesor en la Universidad Nacional del Litoral. En 1968 se radic? en Par?s y actualmente es profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes (Francia).

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Las rayas delgadas de luz acaban con un destello en cada punta. Se oyen ruidos empastados, insignificantes. Algunas rayas luminosas son verticales y otras horizontales y sus destellos, diminutos, están inmóviles en medio de esa penumbra cálida. La paja cruje con estallidos secos, súbitos, cortos, contra el oído. Los ruidos insignificantes y empastados suenan más lejos, parecidos a voces y chasquidos de hojas y de ramas quebradas. Primero percibe su confusión, después su distancia, después su relación con los crujidos secos que estallan según el movimiento de su respiración y la tensión y distensión de su cuerpo, contra el oído. Se da vuelta y queda echado de espaldas; el sombrero cae hacia atrás y en lugar de las rayas de luz aparecen penachos de ramas brillantes inmóviles, sobre los que la claridad resbala; los huecos de la fronda, si bien dejan iluminar oblicuamente el interior del ramaje apretado, no permiten sin embargo que la luz llegue al suelo. Entrecierra los ojos y la fronda desaparece; quedan en su lugar unas manchas rojizas, móviles, y los estratos lejanos de ruidos, parecidos a voces y a chasquidos de hojas y ramas. Manteniendo los ojos cerrados palpa el suelo con la palma de la mano, cerca de la cabeza descubierta, hasta que sus dedos tocan el sombrero y lo levantan, depositándolo sobre la cara. Abre despacio los ojos y ve otra vez las listas de luz con un destello en cada punta, horizontales y verticales según la dirección de la paja tejida, en medio de la penumbra cálida y olorosa rodeada por un resplandor circular que se cuela por el borde del ala del sombrero. Ha estirado los brazos en el suelo, separados del cuerpo. Ahora no "ve" más que la noche, con luna llena, las ramas negras de los árboles superpuestas a la oscuridad más tenue, plagada de luz lunar, y las paredes blancas fosforesciendo entre las hojas, ásperas, con resplandores que nimban sus bordes y se corren manchando la oscuridad. Las voces se vuelven más nítidas: una voz femenina, ronca, y una voz de hombre joven que resuenan en dirección opuesta a la casa. Parecen aproximarse. Wenceslao nota que ha sudado mucho y que tiene la camisa pegada al cuerpo. Con la punta de la alpargata izquierda empuja hacia abajo el talón de la alpargata derecha, descalzándola, y después la empuja hacia adelante sacándola del pie; hace la misma operación en el otro pie y después apoya los talones sobre las alpargatas, que han caído una junto a la otra, alineadas. Las voces se aproximan; suenan desnudas, claras, pero las palabras que dicen se pierden, no producen más que una cadena de sonidos, planos, achatados, monótonos, que difieren por el tono, el registro y el acento y la peculiaridad de sus dueños, y Wenceslao puede notar lo más bien el cambio de voz a voz, distinguiendo también una risa de otra. De golpe están tan cerca que Wenceslao se incorpora de un salto y queda sentado, con el sombrero en la mano, porque ha pensado que sus dueños están ya en medio del círculo de árboles. Pero se han detenido más allá, en dirección contraria a la casa, pasando el lugar en el que está Wenceslao, y ahora puede oír no únicamente el sonido sino también las palabras. Wenceslao oye primero lo que dice la mujer.

– Aquí no. No. Aquí no -dice.

– Es un ratito nomás. Un ratito -dice el hombre.

– Te digo que no -dice la mujer.

– Rápido. Si no viene nadie. Rápido -dice el hombre.

Wenceslao oye murmullos y chasquidos de ramas que se aplastan y se quiebran. Su expresión se ha vuelto alerta. Rápido, sin hacer ruido, se calza las alpargatas y se pone el sombrero, y después comienza a gatear en dirección a las voces.

– Cuidado. No. En el suelo. No -dice la mujer.

– Aquí, déjame. Aquí. Déjame. Sí. Un poco -dice el hombre.

– La ropa no -dice la mujer-. No. La ropa no.

– Si no viene nadie -dice el hombre.

Las voces, que suenan superpuestas y rápidas, llenas de recelo y mezcladas a una respiración veloz, dejan de oírse por un momento. Queda una pared de ruidos confusos, apagados, plagados de grititos agudos. Wenceslao trata de ver algo entre las hojas, pero no alcanza a divisar más que unas manchas azules. Alza la mano y seriara las ramas sin hacer ruido: ahora puede distinguir con claridad a la mujer, porque se halla casi frente a él, apoyada contra un árbol, pero no al hombre, porque da la espalda a Wenceslao y está apretado contra la mujer, contra su pecho. La cara de la mujer emerge por encima de su hombro; tiene los ojos cerrados y parece pálida y Wenceslao reconoce a la amiga de las hijas de Agustín. El hombre se separa un poco de la mujer, sacudido por un brusco empujón de ésta que apenas si alcanza a conmoverlo, como si se separara más por decisión propia que por efectos de la sacudida, y entonces Wenceslao ve que la mujer tiene toda la blusa azul eléctrico desabrochada y el corpiño a la altura del vientre, de modo que sus tetas oscuras, acabadas en dos perfectos círculos marrones, cuelgan libres, al aire; las tazas del corpiño están erectas en el vientre, como si allí tuviese dos tetas más. El hombre vuelve a arrojarse sobre ella, sin violencia. No tiene camisa, y las manos de la mujer se aferran a su espalda.

– No. No -dice la mujer-. Aquí no. Esta noche. Ahora no.

El hombre murmura algo que Wenceslao no puede oír y después se inclina y comienza a chupar uno de los pezones. La mujer le da golpecitos rápidos y suaves con el puño cerrado, entre los omóplatos. Sus golpes empiezan a volverse cada vez más lentos. El hombre hace un brusco movimiento de cabeza y cambia de pezón. La mujer vuelve a empujarlo. El hombre se vuelve ligeramente y Wenceslao reconoce al Chacho, el mayor de los varones de Agustín. De su bragueta asoma el pene, rojo y erecto, y Wenceslao lo ve fugazmente porque el Chacho se da vuelta otra vez, dando la espalda a Wenceslao, y se aprieta otra vez contra la mujer. Comienza a alzarle la pollera colorada.

– Es un momento. Un momento nomás -dice.

– Esta noche vamos a estar más tranquilos -dice la mujer, pero no se resiste.

Su voz suena resignada. Abre las piernas afirmándose contra el árbol. Ella misma ayuda al hombre a subir la pollera colorada hasta la cintura, haciendo con ella un rollo que sostiene las caderas huesudas. Cuando ella comienza a bajarse los calzones negros el hombre se hace a un lado y la contempla; al deslizarse por los muslos ahora juntos, los calzones dejan ver por fin la protuberancia velluda del sexo. La mujer se agacha, y alzando la pierna derecha desliza el calzón por detrás del taco y deja la pierna libre. El calzón cae, enredado en el tobillo izquierdo. La mujer se prepara, abriendo las piernas y afirmándose de espalda contra el árbol. De pronto alza la mano.

– Dame primero lo que me dijiste -dice.

El Chacho vacila.

– No tengo más que quinientos -dice.

– Me dijiste mil -dice la mujer.

– No tengo más -dice el Chacho.

– Bueno -dice la mujer-, dame los quinientos.

El Chacho saca unos billetes del bolsillo y los cuenta, extendiéndoselos. La mujer los cuenta a su vez y los hace un rollo, apretándolo con fuerza en el puño izquierdo. Después vuelve a acomodarse, abriendo las piernas y afirmándose contra el árbol. Se escupe las yemas de los dedos de la mano derecha y se frota el sexo con ellas. El Chacho se adhiere a su cuerpo: incrusta la rodilla entre las piernas y trata de abrirlas más, y después abre también las piernas y trata de que su cuerpo coincida milímetro a milímetro con el de la mujer; se yergue un poco, quedando casi en puntas de pie y por fin parece adecuarse a cada protuberancia y a cada hueco del otro cuerpo, porque queda un momento inmóvil y por fin hunde la parte inferior de su cuerpo contra la mujer. Queda otra vez inmóvil, y después empieza un movimiento lento consistente en hundir la parte inferior de su cuerpo hacia la mujer y después volver a retirarse; entrar y salir, rítmicamente, hasta que vuelve a detenerse y pasando los brazos por debajo de los brazos de la mujer los cruza detrás del árbol. La cabeza de la mujer asoma por encima de su hombro: tiene los ojos cerrados, pero de pronto los abre y comienza a hacerlos girar distraídamente a su alrededor. La mirada de Wenceslao pasa rápido de la grupa del Chacho, que se hunde hacia la mujer y vuelve a salir, rítmicamente, al puño apretado que aferra el rollo de billetes cuya punta es visible, doblado hacia el pulgar, y después a la cara pálida cuyos ojos recorren con distracción las copas de los árboles. El movimiento del Chancho es cada vez más rápido, hasta que se detiene de golpe, continúa, veloz, vuelve a detenerse, su espalda se arquea y se pone tensa durante unos segundos, y después todo su cuerpo se afloja y parece desmoronarse, apoyándose encogido contra el de la mujer que con la mano libre le da unas palmadas suaves en la espalda. Después la mujer lo separa sin brusquedad, se saca el calzón elevando la pierna izquierda y se limpia con él el sexo, haciéndolo una pelota apretada. Después lo cuelga de una rama, extendiéndolo, y comienza a arreglarse la ropa: desliza otra vez por las piernas la pollera colorada, alisándola una y otra vez en los flancos con la palma de la mano derecha y el puño de la izquierda que aferra los billetes, alza el corpino y acomoda los senos dentro de las tazas blancas, se abotona la blusa azul eléctrico con rapidez y pericia, metiendo los bordes debajo de la pollera, en la cintura, y sacándose una peineta se aplasta el pelo con unos movimientos drásticos que hacen chasquear su dura cabellera castaña. El Chacho la mira, siguiendo con los ojos muy abiertos cada uno de sus movimientos, y la mirada de Wenceslao va alternativamente de un cuerpo al otro, el cuerpo inmóvil del Chacho que contempla el cuerpo de la mujer ejecutando una serie de movimientos firmes y precisos. Cuando la mujer termina, el Chacho escupe.

– Tanto lío -dice.

La mujer lo mira sin responderle. El Chacho se acerca a ella y le da dos o tres golpecitos en la mejilla, con la mano abierta.

– Puta -le dice.

Después se da vuelta y se va. La mujer lo sigue, seria, caminando gravemente, pasando tan cerca de Wenceslao que éste cree que va a rozar su sombrero con el muslo cubierto por la tela colorada. Wenceslao permanece inmóvil, en cuatro patas, hasta que el chasquido de las hojas, y de las ramas y el ruido de los pasos entre la maleza dejan de oírse por completo. Después se levanta y cruza la maleza en dirección al árbol: se para y mira a su alrededor; cuando ve el calzón negro extendido sobre la rama se aproxima y lo contempla; es sedoso y transparente, diminuto. Lo observa con gravedad, dando una vuelta alrededor de él y aproximándose cada vez más. La rama está encima de su cabeza, de modo que está parado frente a la tela negra y transparente con la cabeza levantada, lleno de seriedad. Después alza el brazo con un gesto mecánico, apoya la mano en la rama, más allá del calzón, hacia el lado del tronco, y haciendo presión hacia abajo la inclina hasta ponerla casi a su altura; cuando lo ha conseguido, se yergue hasta quedar casi en puntas de pie y empieza a oler la prenda, con aire de estupefacción.

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