Siete Dias Para Una Eternidad
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Por primera vez, Dios y el diablo est?n de acuerdo. Cansados de sus eternas disputas y deseosos de determinar de una vez por todas qui?n de los dos debe reinar en el mundo, deciden entablar una ?ltima batalla. Las reglas son las siguientes: cada uno de ellos enviar? a la Tierra un emisario que contar? con siete d?as para decantar el destino de la humanidad hacia el Bien o el Mal. Dios y Lucifer establecen que el enfrentamiento se producir? en la ciudad de San Francisco y eligen a sus mediadores. Dios escoge a Zofia, una joven competente, con el encanto de un ?ngel. Lucifer se decide por Lucas, un hombre atractivo sin ning?n tipo de escr?pulos. La tarde de su primer d?a en la Tierra, los destinos de Zofia y Lucas se cruzan, pero para consternaci?n de Dios y el diablo, el encuentro, lejos de provocar un altercado, toma unos derroteros insospechados.
Marc Levy nos ofrece una irresistible comedia rom?ntica protagonizada por dos seres procedentes de mundos dispares que nunca deber?an haberse encontrado, pero irremediablemente predestinados a hacerlo.
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Oakland, el vecino puerto rival, competía con ellos por controlar la actividad mercantil. Otro bloqueo podía provocar la marcha de las empresas de flete. La ambición de los promotores, que desde hacía diez años tenían puestos los ojos en los mejores terrenos de la ciudad, ya estaba suficientemente estimulada para que, además, hicieran de Caperucita Roja con aromas de huelga en un cesto.
– Ha sucedido en Nueva York y en Baltimore y puede suceder aquí -añadió, convencida de la causa que defendía.
Y si los puertos mercantes cerraban sus puertas, las consecuencias no sólo serían desastrosas para la vida de los cargadores. Muy pronto, el flujo incesante de camiones que atravesaban a diario los puentes terminaría de atascar los accesos de la península. La gente tendría que salir de su casa todavía más temprano para ir al trabajo y volvería todavía más tarde. No pasarían ni seis meses antes de que muchos se resignaran a emigrar más al sur.
– ¿No le parece que lleva las cosas demasiado lejos? -preguntó uno de los hombres-. ¡Sólo se trata de renegociar las primas de peligrosidad! Además, yo creo que nuestros colegas de Oakland serán solidarios.
– Es lo que llaman la teoría del batir de alas de la mariposa -insistió Zofia, rasgando un trozo del mantel de papel.
– ¿Qué pintan aquí las mariposas? -preguntó Manca.
El hombre con traje negro que estaba cenando detrás de ellos se volvió para intervenir en su conversación. A Zofia se le heló la sangre en las venas al ver que era Lucas.
– Es un principio geofísico según el cual el movimiento de las alas de una mariposa en Asia provoca un desplazamiento de aire que puede convertirse en un ciclón que devaste las costas de Florida.
Los delegados sindicales, desconcertados, se miraron en silencio. Manca mojó un trozo de pan en la mayonesa y resopló antes de decir:
– Puestos a hacer el imbécil en Vietnam, deberíamos haber aprovechado para sulfatar las orugas. ¡Por lo menos habríamos ido para algo!
Lucas saludó a Zofia y se volvió hacia la periodista que estaba entrevistándolo. El rostro de Zofia estaba de color grana. Uno de los delegados le preguntó si era alérgica a los crustáceos, puesto que no había tocado el plato. Zofia se sentía un poco mareada, se justificó, ofreciéndoles compartir su plato. Les suplicó que reflexionaran antes de hacer algo irreparable y pidió disculpas por irse antes de terminar la cena; la verdad era que no se encontraba muy bien.
Todos se levantaron cuando se marchó. Al pasar junto a la mesa de al lado, se inclinó hacia la chica y la miró fijamente. Esta, sorprendida, retrocedió instintivamente y estuvo a punto de caerse hacia atrás. Zofia le dedicó una sonrisa forzada.
– ¡Debe de gustarle usted mucho para que la haya dejado sentarse de cara al exterior! ¡Aparte de eso, es rubia! Les deseo a los dos una feliz velada… profesional.
Se dirigió con decisión hacia el guardarropa. Lucas salió tras ella, la retuvo por el brazo y la obligó a volverse.
– ¿Qué mosca le ha picado?
– Me da la impresión de que la palabra «profesional» no significa lo mismo para los dos.
– ¡Es periodista!
– Sí, claro. Yo también: los domingos paso las notas de toda la semana a mi diario íntimo.
– ¡Pero Amy es periodista de verdad!
– ¡Ya! ¡Y en este momento el gobierno parece muy ocupado comunicándose con Amy!
– Exacto, y no hable tan fuerte, va a cargarse mi tapadera.
– ¿Su tapadera o su portada de revista? Por cierto, ofrézcale un postre. He visto en la carta uno por menos de seis dólares.
– ¿Le importaría bajar la voz? Me gustaría seguir pasando de incógnito.
– ¡Esta sí que es buena! Dentro de muchos años, cuando sea abuela, podré contarles a mis nietos que una noche tomé el aperitivo con James Bond. Cuando esté jubilado, ¿podrá levantar el secreto de Estado?
– ¡Bueno, ya está bien! ¡Por lo que he visto, usted no estaba cenando con tres compañeras de colegio!
– Es usted un encanto, Lucas, un verdadero encanto, y su acompañante también. Tiene unos rasgos deliciosos y un precioso cuello de pájaro. ¡Es una mujer con suerte! Dentro de cuarenta y ocho horas recibirá una sublime jaula de mimbre trenzado.
– Eso va con segundas. ¿Qué pasa? ¿No le ha gustado el nenúfar?
– ¡Todo lo contrario! ¡Me ha halagado muchísimo que no me haya mandado también un acuario! ¡Vamos, corra, parece abatida! Para una mujer, es terrible aburrirse en la mesa de un hombre. Y créame, sé de lo que hablo.
Zofia dio media vuelta y la puerta del restaurante se cerró a su espalda. Lucas se encogió de hombros, echó un vistazo a la mesa de la que Zofia se había levantado y se reunió con su acompañante.
– ¿Quién era? -preguntó la periodista, que empezaba a impacientarse.
– Una amiga.
– No es asunto mío, pero parecía cualquier cosa menos eso.
– En efecto, no es asunto suyo.
Durante toda la cena, Lucas no paró de ensalzar los méritos de su jefe. Contó que, en contra de las ideas preconcebidas, era a Ed Heurt a quien la compañía debía su formidable auge. Su legendaria modestia y un exceso de fidelidad hacia su socio habían llevado al vicepresidente a conformarse con ser el número dos, pues para Ed Heurt lo único importante era la causa. Sin embargo, la verdadera cabeza pensante del binomio era él y sólo él. La periodista tecleaba con agilidad en su ordenador de bolsillo. Lucas le rogó hipócritamente que no mencionara en su artículo algunos comentarios que le había hecho de modo confidencial porque sus ojos azules eran irresistibles. Se inclinó para servirle vino y ella lo invitó a que le contara otros secretos de alcoba, a título puramente amistoso, por supuesto. Lucas se echó a reír y contestó que aún no estaba lo bastante ebrio para eso. Al tiempo que se subía un tirante del top de seda, Amy preguntó qué podría sumirlo en un estado de ebriedad.
Zofia subió de puntillas la escalera de entrada. Era tarde, pero la puerta de Reina todavía estaba entornada y Zofia la empujó suavemente con un dedo. No había ningún álbum sobre la alfombra ni ningún cuenco con trozos de bizcocho. La señora Sheridan la esperaba sentada en el sillón. Zofia entró.
– Te gusta ese chico, ¿verdad?
– ¿Quién?
– No te hagas la tonta, el del nenúfar, con el que has salido esta noche.
– Sólo hemos tomado una copa. ¿Por qué?
– Porque a mí no me gusta.
– Tranquila, a mí tampoco. Es odioso.
– Lo que yo decía: te gusta.
– ¡Que no! Es vulgar, presuntuoso, engreído.
– ¡Dios mío, ya se ha enamorado! -exclamó Reina, levantando los brazos hacia el cielo.
– ¡De verdad que no! Es un hombre que no se siente a gusto consigo mismo, y yo pensaba que podría ayudarlo.
– Entonces ¡es todavía peor de lo que creía! -dijo Reina, levantando de nuevo los brazos.
– ¡Pero bueno!
– No hables tan fuerte, vas a despertar a Mathilde.
– De todas formas, es usted la que no para de decirme que necesito tener a alguien en mi vida.
– Eso, cielo, es lo que todas las madres judías les dicen a sus hijos… mientras son solteros. El día que les llevan a alguien a casa, cantan la misma canción pero con las palabras cambiadas.
– Pero, Reina, usted no es judía.
– ¿Y qué?
Reina se levantó y sacó la bandeja del aparador; abrió la caja metálica y puso unas galletas en el cuenco plateado. Le ordenó a Zofia que se comiera por lo menos una, y sin rechistar, ya había sufrido bastante esperándola toda la noche.
– Siéntate y cuéntamelo todo -dijo Reina, acomodándose en el sillón.
Escuchó a Zofia sin interrumpirla, tratando de comprender las intenciones del hombre que se había cruzado varias veces en su camino. Miró a Zofia con ojos inquisitivos y sólo rompió el silencio que se había impuesto para pedirle que le pasara una galleta. Sólo tomaba después de las comidas, pero la circunstancia justificaba la asimilación inmediata de azúcares rápidos.