Un Encargo Dif?cil
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Verano de 1940. Leonor, esposa de un alto cargo republicano fusilado al final de la guerra, y su hija Camila son enviadas a un destierro forzoso a la isla de Cabrera. Como ?nica compa??a tendr?n al matrimonio que atiende una cantina miserable, alg?n pescador, un ermita?o alem?n y un destacamento militar atemorizado por un posible ataque del ej?rcito ingl?s. Entretanto, en Mallorca, un hombre recibe un encargo de las autoridades que puede redimirle de su turbio pasado. Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) se sirve de una trama apasionante para convertir esta isla mediterr?nea en un orbe singular en el que es imprescindible reinventar las reglas y las relaciones para alcanzar la armon?a. En `Un encargo dif?cil`, premiada con el ?ltimo Nadal, dos mujeres nos van a demostrar que hasta en las peores condiciones es posible empezar la vida de nuevo. Porque todo aquello que nos hace felices siempre depender? m?s de la integridad de ciertas personas que de las leyes que nos gobiernan.
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El capitán Constantino Martínez, vestido con su traje de gala y acompañado por cuatro soldados entorchados, salió de la Comandancia Militar y se encaminó con paso decidido hacia el muelle. Pese a que aquel acorazado, que se acercaba lenta y trabajosamente al muelle, dejaba entrever más arrogancia que prosperidad, el capitán lo contemplaba con el orgullo con que se asiste a los despliegues de la madre patria. Por fin, después de tantos meses en vela, de tanto tiempo de callada y disciplinada observancia de un mar infestado de buques enemigos, llegaba la armada nacional con los tan esperados refuerzos.
Benito Buroy, que se entretenía escuchando la radio en la balconada de la Comandancia, observó que Paco se dirigía también hacia el muelle con aire desinhibido y garboso. Felisa García, en cambio, se había quedado a la puerta del bar. Con las manos unidas sobre el pecho, como si rezara, contemplaba todo aquello con la misma preocupación con que, a lo largo de la historia, las buenas cocineras vieran a los jóvenes partir hacia el frente riendo y entonando canciones. Lo peor de los potajes, filosofaba Felisa García con gran aflicción, era que los hombres, después de comerlos, se sentían capaces de todo. Así había sucedido con su hijo mayor, que había partido a la guerra prometiéndole regresar cargado de regalos para ella. Hasta un mantón de Manila le había prometido… Las tragedias, en aquella isla y en cualquier otro lugar, siempre se habían visto precedidas por un gran despliegue de optimismo.
El buque hizo varias maniobras antes de lograr echar los amarres a aquel muelle diminuto. Un rato después, el capitán Constantino Martínez, cuyo estado de ánimo, tan español, se debatía entre el mundano arrojo del conquistador y la cerrazón espiritual de la defensa numantina, realizaba grandes esfuerzos por mantener la marcialidad ante el teniente que comandaba aquella expedición salvadora, pero los ojos le hacían chiribitas al ver todo lo que se estaba descargando de las tripas del mercante disfrazado de destructor. Además de una sección de cincuenta hombres que vendría a reforzar a la tropa bajo su mando, frente a él se apilaban un montón de cajas de madera rotuladas en alemán que contenían, según le fueron explicando, dos cañones de defensa costera que serían instalados en la bocana de la bahía, varias ametralladoras y gran cantidad de munición. Los marinos habían descargado también veinte o treinta barriles, y en aquel momento se disponían a bajar al muelle un camión de color polvoriento con un enorme depósito adosado tras la cabina.
– Está preparado para funcionar con gasógeno -aclaró el teniente del navio-. Si nos cortan el suministro de gasolina podrán hacerlo andar con carbón.
– Caray -exclamó el capitán Constantino Martínez-, son ustedes muy previsores. Con tantos barriles de combustible y lo pequeña que es la isla no hará falta el gasógeno durante años.
– Los barriles no son para el camión -contestó el otro imprimiendo a su voz un cierto tono de misterio-. Me gustaría hablar con usted en su despacho.
Camila, que había bajado para ver el despliegue de tropas, se cruzó en la plaza con los dos militares. En el muelle, los infantes recién desembarcados, al verse libres de la oficialidad, se habían relajado y conversaban en corrillos. Pero un cabo los hizo formar y se los llevó a paso ligero hacia los barracones. Camila se quedó sola frente al camión estacionado entre las cajas de madera y los bidones. Se acercó al vehículo y apoyó una mano en uno de los faros. Sonó entonces un silbido. La niña retiró asustada la mano y buscó con la mirada a su alrededor sin darse cuenta de que un marino, desde la cubierta del barco, la invitaba con gestos a subir a bordo. Paco, cerca de él, conversaba con otros miembros de la tripulación. El cantinero había abierto los brazos en circulo y los giraba con energía a un lado y a otro, como si les estuviera explicando la manera de preparar el bacalao al pil-pil o de bailar el minué. Probablemente, aunque Camila tampoco se diera cuenta, escenificaba la rotación de un cañón antiaéreo.
– ¡Camila!
Felisa García la llamaba desde la playa estrecha que separaba el muelle de la cantina.
– ¡Ven a desayunar! ¡Hale, corre, que me tienes harta!
La niña resopló con fastidio, acarició de nuevo el faro, que le dejó los dedos pringados de un polvo grasiento, y obedeció sin darse mucha prisa. Mientras, Leonor Dot, desde la puerta del bar, contemplaba con desagrado el barco inmenso atracado a espaldas de su hija.
El falso acorazado largó amarras poco después, en cuanto hubo concluido la reunión de los mandos militares en el despacho de la Comandancia. El capitán Constantino Martínez había regresado al muelle, tras aquella reunión, sumido en un hosco y lúgubre silencio. No parecía que le hubieran dado buenas noticias. Llamó a gritos a Paco para que bajara de una vez a tierra, y se despidió del teniente llevándose con desgana la mano a la gorra. El teniente estuvo claramente tentado de hacer algún comentario, pero le devolvió el saludo con una amplia sonrisa y, sin más, se encaminó hacia la pasarela.
– ¿Qué le pasa a usted? -dijo Paco, alzando la voz para vencer el bramido de la sirena del barco-. Parece que le haya atacado un dolor de muelas.
El capitán Constantino Martínez le dirigió una mirada turbia. Estaba completamente abatido.
– Nunca en mi vida había hecho un ridiculo tan grande -murmuró-. Me traen un camión y yo no tengo carretera. El marino ese ha tenido que tomar asiento para no caerse de la risa… Y mira que lo avisé, una y mil veces les dije que se dieran prisa, que llegaría el camión y no tendría por dónde echarlo a rodar. ¡Si esos imbéciles se hubieran apresurado un poco…!
Un grupo de soldados llegaba en aquel momento del campamento. El capitán los había mandado llamar. Al mando estaba un sargento que se cuadró con evidente zozobra. Dirigió una mirada preocupada hacia Paco, que se encogió de hombros y se volvió para observar cómo se alejaba el barco.
– Óigame bien, Ridruejo -soltó el capitán-. Tiene dos días para acabar de ensanchar el camino. Si no lo hace en dos días tiraré sus galones a las letrinas.
– A sus órdenes, mi capitán. Lo que usted diga… pero eso es imposible. No tenemos casi utensilios. Lo hacemos con las manos, como quien dice.
– ¡Pues le doy el tiempo mínimo posible, pero ni un día mas! ¡Ni un día! ¿Dónde está el conductor del camión?
Uno de los soldados dio un paso al frente. Era un hombre enjuto, con las manos embadurnadas de grasa y un pelo desgreñado más largo de lo reglamentario. Vestía un uniforme de trabajo con Cantos lamparones que parecía de camuflaje.
– Tendrá que aparcar el camión en la plaza -le dijo el capitán-. Los demás, que lleven las cajas al edificio del pescado. En cuanto sea posible montaremos las armas y las trasladaremos a sus emplazamientos… ¡Y pensar que la seguridad de Mallorca depende en buena parte de nosotros! ¡Que Dios nos ayude!
A aquellas alturas, la cantina se había quedado vacía y los pocos civiles de Cabrera se habían congregado en el muelle. Felisa García, cogida del brazo de Leonor Dot, miraba a su marido con inquina, como si él fuera el culpable de aquel despliegue armamentístico. Benito Buroy, con la actitud desocupada de un paseante, estudiaba la grafía germana impresa en las cajas. Y Camila y Andrés se asomaban a las ventanillas del camión para ver los asientos destripados y el tablier lleno de abolladuras en el que había una imagen de la Virgen del Pilar. El conductor los apartó para subir a la cabina. Tras acomodarse en el asiento, accionó una clavija y sonó un largo chirrido. El camión tuvo un par de sacudidas pero volvió a quedar inmóvil y en silencio. El hombre probó de nuevo. Al rechinar el motor apretó el acelerador provocando una serie de explosiones que pareció el inicio de una tamborrada. Con glorioso despilfarro de estertores y estampidos, el vehículo se puso en marcha y avanzó unos metros.
Andrés, asustado por el estruendo, había salido corriendo hacia la plaza.
– ¡Quiero subir! -gritó Camila, agarrada aún a la ventanilla-. ¡Por favor, quiero subir!
El capitán Constantino Martínez miró asombrado a la niña.
– Pero… si no puede ir a ningún lado -objetó, bastante provisto de razón.
– Déjala, Constantino -intervino Felisa García-. La pobre no tiene nada con qué distraerse.
El militar, desconcertado y molesto por aquella invasión del estamento civil en los sagrados temas castrenses, hinchó el pecho y tiró con energía de los bajos de su guerrera. La cantinera lo miraba de tal manera que el hombre temió, sin embargo, que su negativa pudiera provocar un incidente.
– Bueno, bueno -aceptó, dirigiéndose al conductor-. Dé unas vueltas a la plaza. Asi se calentará el motor, que por lo que veo buena falta le hace.
El soldado estiró el brazo para abrir la puerta del acompañante. Camila subió al camión con la agilidad de una ardilla. Le impresionó lo grande que era el interior. El techo quedaba muy por encima de su cabeza, y para tocar el salpicadero tenía que echarse hacia delante y poner los pies en el suelo. Además, a excepción de la tapicería raída del asiento, todo era extremadamente metálico y frío. Cuando el camión echó a andar, y a falta de otro lugar más mullido, se agarró con fuerza al borde del cristal de la ventanilla.
El vehículo salió del muelle y se adentró en la plaza levantando una polvareda. El conductor, que no tenía muchas opciones, resolvió dar la vuelta a la higuera. Al completar el círculo se vio envuelto en la nube que él mismo había creado, pero no se detuvo. Dio otra vuelta, y otra, renqueando al modo de una vieja atracción de feria. Camila, que ya había ganado confianza, se cogió con fuerza al marco de la ventanilla, asomó la cabeza y se puso a reír. Se reía con tantas ganas que llenó la plaza, la isla entera de regocijo, y todos los que la miraban, Felisa García y Leonor Dot, Benito Buroy, el cantinero y hasta el capitán Constantino Martínez se sintieron extrañamente felices, como si la risa de Camila, su cara radiante que al pasar frente a ellos se adivinaba por entre el velo de polvo, el gozo contagioso de aquel carrusel improvisado fueran, durante unos instantes mágicos, lo más importante y lo único que mereciera ser contemplado en este mundo.
– ¡Qué diña! -gritó Felisa García-. ¡Es que me la comería!
Alargó los brazos hacia ella deseando, desde la distancia, atrapar aquella explosión de júbilo y estrecharla contra sus pechos generosos. Leonor Dot, a su lado, sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Pero Camila no las veía. Se limitaba a dejarse embriagar por el vértigo de la rotación y a disfrutar de la risa.