Elogio De La Madrastra
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Con la sabidur?a del meticuloso observador que es y gracias a la seductora ceremonia del bien contar, Vargas Llosa nos induce sin paliativos a dejarnos prender en la red sutil de perversidad que, poco a poco, va enredando y ensombreciendo las extraordinarias armon?a y felicidad que unen en la plena satisfacci?n de sus deseos a la sensual do?a Lucrecia, la madrastra, a don Rigoberto, el padre, solitario practicante de rituales higi?nicos y fantaseador amante de su amada esposa, y a inquietante Fonchito, el hijo, cuya angelical presencia y anhelante mirada parecen corromperlo todo. La reflexi?n m?ltiple sobre la felicidad, sus oscuras motivaciones y los parad?jicos entresijos del poder putrefactor de la inocencia, que subyace en cada una de sus p?ginas, sostiene una narraci?n que cumple con las exigencias del g?nero sin por ello deslucir la rica filigrana po?tica de la escritura.
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– No, todavía tenemos tiempo, mi amor. Faltan más de dos horas para la llegada del avión de Piura. Si es que no se atrasa.
– Entonces, voy a dormirme un rato, qué flojera tengo -bostezó el niño. Ladeándose, buscó el calor del cuerpo de doña Lucrecia y recostó la cabeza en su hombro. Un momento después, con voz apagada, ronroneó-: ¿Tú crees que si me saco el premio de excelencia a fin de año, mi papá me comprará la moto que le pedí?
– Sí, te la comprará le contestó, estrechándolo con delicadeza y arrullándolo como a un recién nacido-. Si no te la compra él, lo haré yo, no te preocupes.
Mientras Fonchito dormía, respirando pausadamente -ella podía sentir, como ecos en su cuerpo, los simétricos golpes de su corazón-, doña Lucrecia permaneció inmóvil para no despertarlo, sumida en una quieta modorra. Semidisuelta, su mente vagabundeaba entre un corso de imágenes, pero, cada cierto tiempo, una de ellas cobraba fuerza y se fijaba con un halo insinuante en su conciencia: el cuadro de la sala. Lo que le había dicho el niño la inquietaba un poco y la llenaba de misteriosa desazón, pues sugería en esa fantasía infantil unas profundidades mórbidas y una agudeza insospechadas.
Más tarde, luego de levantarse y desayunar, mientras Alfonsito se duchaba, bajó a la sala y estuvo contemplando el Szyszlo largo rato. Fue como si nunca lo hubiera visto antes, como si el cuadro, igual que una serpiente o una mariposa, hubiera mudado de apariencia y de ser. «Ese niñito es cosa seria», pensó, turbada. ¿Qué otras sorpresas escondería esta cabecita de diosecillo helénico? Esa noche, después de haber recogido a don Rigoberto en el aeropuerto y de haberlo escuchado relatar su viaje, abrieron y celebraron los regalos que les traía a ella y al niño (lo hacía en cada viaje): natillas, chifles y dos sombreros de paja fina de Catacaos. Después, cenaron los tres juntos, como una familia feliz.
La pareja se retiró a la alcoba temprano. Las abluciones de don Rigoberto fueron más breves que otras veces. Al reencontrarse en el lecho, los esposos se abrazaron apasionadamente, como después de una larguísima separación (en realidad, apenas tres días y dos noches). Siempre era así, desde el matrimonio. Pero, luego de los escarceos iniciales en la oscuridad, cuando, fiel a la liturgia nocturna, don Rigoberto murmuró ilusionado: «¿No me preguntas quién soy?», escuchó esta vez una respuesta que transgredía el pacto tácito: «No. Pregúntamelo tú, más bien». Hubo una pausa atónita, como el congelamiento de la escena de un film. Pero, unos segundos después, don Rigoberto, hombre de ritos, comprendió e inquirió, ansioso: «,Quién, quién eres, cielo?». «La del cuadro de la sala, el cuadro abstracto», respondió ella. Hubo otra pausa, una risita entre irritada y defraudada, un largo silencio eléctrico. «No es momento para…», comenzó él a amonestarla. «No estoy bromeando», lo interrumpió doña Lucrecia, cerrándole la boca con los labios. «Soy ésa y no sé cómo no te diste cuenta todavía.» «Ayúdame, mi amor», se animó él, reanimándose, moviéndose. «Explícamelo. Quiero entender.» Ella se lo explicó y él entendió.
Mucho más tarde, cuando, después de haber conversado y reído, exhaustos y dichosos se disponían a descansar, don Rigoberto besó la mano de su mujer, conmovido:
– Cuánto has cambiado, Lucrecia. Ahora no sólo te quiero con toda mi alma. También te admiro. Estoy seguro que todavía aprenderé mucho de ti.
– A los cuarenta, se aprenden muchas cosas -sentenció ella, acariñándolo-. A ratos, Rigoberto, ahora por ejemplo, me parece que estoy naciendo de nuevo. Y que nunca he de morir.
¿Era eso la soberanía?