Siete D?as Para Una Eternidad
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Por primera vez, Dios y el diablo est?n de acuerdo. Cansados de sus eternas disputas y deseosos de determinar de una vez por todas qui?n de los dos debe reinar en el mundo, deciden entablar una ?ltima batalla. Las reglas son las siguientes: cada uno de ellos enviar? a la Tierra un emisario que contar? con siete d?as para decantar el destino de la humanidad hacia el Bien o el Mal. Dios y Lucifer establecen que el enfrentamiento se producir? en la ciudad de San Francisco y eligen a sus mediadores. Dios escoge a Zofia, una joven competente, con el encanto de un ?ngel. Lucifer se decide por Lucas, un hombre atractivo sin ning?n tipo de escr?pulos. La tarde de su primer d?a en la Tierra, los destinos de Zofia y Lucas se cruzan, pero para consternaci?n de Dios y el diablo, el encuentro, lejos de provocar un altercado, toma unos derroteros insospechados.
Marc Levy nos ofrece una irresistible comedia rom?ntica protagonizada por dos seres procedentes de mundos dispares que nunca deber?an haberse encontrado, pero irremediablemente predestinados a hacerlo.
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Tercer día
Intentó taparse con la colcha, pero su mano la buscó en vano. Abrió un ojo y se frotó la incipiente barba. Lucas percibió su propio aliento y se dijo que el tabaco y el alcohol hacían muy mala pareja. La pantalla del radiodespertador indicaba las seis y veintiuno. A su lado sólo había una almohada hundida. Se levantó y se dirigió completamente desnudo al saloncito. Amy, enrollada en la colcha, estaba comiéndose una manzana que había tomado del frutero.
– ¿Te he despertado? -preguntó.
– Indirectamente, sí. ¿Hay café?
– Me he tomado la libertad de pedirlo al servicio de habitaciones. Me doy una ducha y me largo.
– Si no te importa -dijo Lucas-, preferiría que te ducharas en tu casa. Voy con mucho retraso.
Amy se quedó cortada. Inmediatamente fue al dormitorio y recogió sus cosas. Se vistió apresuradamente, se puso las sandalias y por el pequeño pasillo fue hacia la salida. Lucas asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño.
– ¿No tomas café?
– No, lo tomaré también en mi casa. Muchas gracias por la manzana.
– De nada. ¿Quieres otra?
– No, no hace falta. Encantada, y que pases un buen día.
Quitó la cadena de seguridad y empujó la manecilla. Lucas se le acercó.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Adelante.
– ¿Cuáles son tus flores preferidas?
– Lucas, tienes mucho gusto, pero esencialmente del malo. Tienes unas manos muy hábiles y realmente he pasado una noche de muerte contigo, pero dejemos las cosas ahí.
Al salir se topó de cara con el camarero que llevaba la bandeja con el desayuno. Lucas miró a Amy.
– ¿Estás segura de que no quieres café, ahora que ya está aquí?
– Segurísima.
– No seas mala y dime lo de las flores.
Amy respiró hondo, visiblemente exasperada.
– Esas cosas no se preguntan a la interesada, hacerlo rompe todo el encanto. A tu edad, deberías saberlo.
– Pues claro que lo sé -repuso Lucas en un tono de niño enfurruñado-, pero la interesada no eres tú.
Amy giró sobre sus talones y estuvo a punto de hacer caer al camarero, que seguía esperando a la entrada de la suite. Los dos hombres, inmóviles, oyeron la voz de Amy gritar desde el fondo del pasillo:
– ¡Los cactus! ¡Y puedes sentarte encima!
La siguieron con la mirada en silencio. Sonó una campanilla: había llegado el ascensor. Antes de que las puertas se cerraran, Amy añadió:
– ¡Un último detalle, Lucas! ¡Vas desnudo!
– No has pegado ojo en toda la noche.
– Siempre duermo muy poco.
– Zofia, ¿qué te preocupa?
– ¡Nada!
– Una amiga percibe lo que la otra no dice.
– Tengo muchísimo trabajo, Mathilde, no sé ni por dónde empezar. Temo estar desbordada, no ser capaz de estar a la altura de lo que se espera de mí.
– Es la primera vez que te veo dudar.
– Será que estamos conviniéndonos en verdaderas amigas.
Zofia se acercó al rincón de la cocina. Pasó al otro lado de la barra y llenó de agua el hervidor eléctrico. Desde su cama, instalada en el salón, Mathilde podía ver salir el sol por la bahía bajo una ligera llovizna matinal.
– Odio octubre -dijo Mathilde.
– ¿Qué te ha hecho?
– Es el mes que entierra el verano. En otoño, todo es mezquino: los días se acortan, el sol nunca sale cuando se le espera, el frío tarda en llegar, miramos los jerséis sin poder ponérnoslos aún. El otoño es un asco de estación perezosa en la que sólo hay humedad, lluvia y más lluvia.
– ¡Y se supone que soy yo la que ha dormido mal!
El hervidor empezó a agitarse. Un clic interrumpió el borboteo del agua. Zofia levantó la tapadera de un bote metálico, sacó una bolsita de Earl Grey, vertió el líquido humeante en una gran taza y dejó el té en infusión. Dispuso el desayuno de Mathilde en una bandeja, recogió el periódico que Reina había pasado por debajo de la puerta, como todas las mañanas, y se lo llevó. Ayudó a su amiga a incorporarse, le arregló las almohadas y se fue al dormitorio. Mathilde abrió la ventana de guillotina. La humedad otoñal se le filtró en los huesos, provocándole un dolor punzante en la pierna que la hizo gemir.
– ¡Anoche volví a ver al hombre del nenúfar! -gritó Zofia desde el cuarto de baño.
– ¡Os habéis hecho inseparables! -contestó Mathilde, gritando igual de fuerte.
– ¡Qué va! Estaba cenando en el mismo restaurante que yo.
– ¿Con quién?
– Con una rubia.
– ¿De qué tipo?
– Rubia.
– ¿Y qué más?
– Del tipo «persígueme, no te costará atraparme, llevo tacones».
– ¿Hablaste con él?
– Apenas cruzamos unas palabras. Me dijo que la chica era periodista y estaba haciéndole una entrevista.
Zofia se metió en la ducha. Abrió los chirriantes grifos y propinó un golpe seco a la llave. Las tuberías emitieron una serie de ruidos antes de que el agua empezara a resbalar sobre su cara y su cuerpo. Mathilde abrió el San Francisco Chronicle y una foto atrajo su atención.
– ¡No te mintió! -dijo.
Zofia, que tenía el pelo abundantemente enjabonado, abrió los ojos. Con el dorso de la mano intentó apartar el jabón que le producía picor, pero obtuvo el efecto contrario.
– Aunque es más bien castaña… -añadió Mathilde-, y no está nada mal.
El ruido de la ducha paró y Zofia apareció inmediatamente en el salón. Una toalla la cubría de cintura para abajo y llevaba espuma en el pelo.
– ¿Cómo dices?
Mathilde contempló a su amiga.
– ¡Tienes unos pechos preciosos! Me encantaría tenerlos tan firmes como tú.
Zofia se los tapó con los brazos.
– ¿Qué has dicho antes?
– Lo que probablemente te ha hecho salir de la ducha sin enjugarte -dijo, agitando el periódico.
– ¿Cómo puede haberse publicado ya el artículo?
– Aparatos digitales e internet. Concedes una entrevista, unas horas más tarde apareces en la primera página del periódico y al día siguiente sirves para envolver el pescado.
Zofia trató de arrebatarle el periódico a Mathilde, pero ésta se lo impidió.
– ¡No lo toques! Estás mojada.
Mathilde se puso a leer en voz alta las primeras líneas del artículo, publicado a dos columnas, que llevaba por título LA VERDADERA ASCENSIÓN DEL GRUPO A amp;H, un auténtico panegírico de Ed Heurt en el que la periodista elogiaba en treinta líneas la carrera de quien indiscutiblemente había contribuido al formidable auge económico de la región. El texto terminaba diciendo que la pequeña sociedad de los años cincuenta, convertida en un gigantesco grupo, en la actualidad reposaba totalmente sobre sus hombros.
Zofia consiguió apoderarse del diario y acabó de leer la crónica encabezada por una pequeña foto en color y firmada por Amy Steven. Luego lo dobló sin poder reprimir una sonrisa.
– Es rubia -dijo.
– ¿Vais a volver a veros?
– He aceptado comer con él.
– ¿Cuándo?
– El martes.
– ¿A qué hora?
Lucas pasaría a buscarla hacia las doce, respondió Zofia. Mathilde señaló entonces con el dedo la puerta del cuarto de baño, meneando la cabeza.
– O sea, dentro de dos horas.
– ¿Estamos a martes? -preguntó Zofia, recogiendo apresuradamente sus cosas.
– Eso es lo que pone en el periódico.
Zofia salió de la habitación unos minutos más tarde. Llevaba unos vaqueros y un jersey de malla gruesa, y se presentó delante de su amiga buscando, sin confesarlo, un cumplido. Mathilde le echó un vistazo y volvió a sumergirse en la lectura.
– ¿Qué falla? ¿No hacen juego los colores? Son los vaqueros, ¿no? -preguntó Zofia.
– Hablaremos de eso cuando te hayas enjugado el pelo -dijo Mathilde, hojeando las páginas de la programación televisiva.
Zofia se miró en el espejo colgado sobre la chimenea. Se quitó la ropa y volvió a entrar, con la cabeza gacha, en el cuarto de baño.
– Es la primera vez que te veo preocupada por cómo vas vestida… Intenta decirme que no te gusta, que no es tu tipo, que es demasiado «grave»… Sólo para ver cómo lo dices… -añadió Mathilde.
Unos suaves golpes en la puerta precedieron la entrada de Reina. Iba cargada con un cesto de verduras y una caja de cartón con un lazo que delataba su dulce contenido.
– Parece que el tiempo está hoy muy indeciso -dijo, colocando las pastas en un plato.
– Parece que no es el único -contestó Mathilde.
Reina se volvió cuando Zofia salió del cuarto de baño, esta vez con el pelo muy ahuecado. Terminó de abrocharse los pantalones y se ató los cordones de las zapatillas de deporte.
– ¿Vas a salir? -preguntó Reina.
– He quedado para comer -respondió Zofia, dándole un beso en la mejilla.
– Yo le haré compañía a Mathilde, si me acepta. Y aunque se aburra conmigo, también, porque yo me aburro todavía más que ella sola ahí abajo.
En la calle sonaron varios toques de claxon. Mathilde se asomó a la ventana.
– Es martes, confirmado -dijo.
– ¿Es él? -preguntó Zofia sin acercarse a la ventana.
– ¡No, es Federal Express! Ahora entregan los paquetes en Porsche descapotable. Desde que reclutaron a Tom Hanks, no se arredran ante nada.
El timbre sonó dos veces. Zofia besó a Reina y a Mathilde, salió de la habitación y bajó deprisa la escalera.
Lucas, sentado ante el volante, se quitó las gafas de sol y le dedicó una generosa sonrisa. En cuanto Zofia cerró su puerta, el descapotable se lanzó hacia las colinas de Pacific Heights. El coche entró en Presidio Park, lo atravesó y tomó la carretera que conducía al Golden Gate. Al otro lado de la bahía, las colinas de Tiburón emergían con dificultad de la bruma.
– ¡Voy a llevarla a comer a la orilla del mar! -gritó Lucas-. ¡Los mejores cangrejos de la región! Le gustan los cangrejos, ¿verdad?
Zofia, por educación, asintió. La ventaja de no necesitar alimentarse es que uno puede elegir sin ninguna dificultad lo que no va a comer.
Soplaba un aire cálido, el asfalto desfilaba en un trazo continuo bajo las ruedas del coche y la música que sonaba por la radio era deliciosa. El instante presente lo tenía todo para ser un momento de felicidad que sólo había que compartir. El coche salió de la carretera principal para adentrarse en una más pequeña, con curvas, que conducía hasta el puerto pesquero de Sausalito. Lucas estacionó en el aparcamiento que había frente al espigón. Rodeó el vehículo y le abrió la puerta a Zofia.