Los anos con Laura Diaz
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Un recorrido por la vida ?ntima de una mujer y sus pasiones, los obst?culos, prejuicios, dolores, amores y alegr?as que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura D?az y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y pol?tica del pa?s, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su prop?sito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.
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De la Revolución, quedaban imágenes fotográficas en los diarios y revistas que don Fernando consumía a pasto: Porfirio Díaz era un anciano con cara cuadrada y pómulos de indio, bigotes blancos y el pecho cubierto de medallas despidiéndose del «páis», como el dictador decía, en el vapor alemán Ipiranga, zarpando de Veracruz; Madero, un hombrecito pequeño, calvo, con bigote y barba negros, ojos soñadores y asombrados por su triunfo al derrocar al tirano; eran ojos que anunciaban su propio sacrificio a manos del general Huerta, un verdugo con cabeza de calavera, anteojos negros y boca sin labios, como de serpiente; Carranza era un viejo con barba blanca y anteojos azules, con vocación de páter nacional; Obregón, un general joven, brillante, de ojos azules y bigotes altivos, al que le volaron un brazo en la batalla de Celaya; Zapata, un nombre de silencio y misterio, como si fuese un fantasma al que se le concedió la gracia de encarnar por poco tiempo: Laura se fascinaba mirando los
ojos enormes y ardientes de este señor al que los periódicos llamaban «el Atila del Sur» como llamaban «Centauro del Norte» a Pancho Villa, del cual Laura no conocía una sola foto en que no se sonriera mostrando blanca dentadura de mazorca y ojitos de chino astuto.
Sobre todo, Laura se recordaba a sí misma con el colchón encima y el tiroteo en las calles ahora que se miraba en el espejo, tan erguida, «tan chula ella», le decía su madre, disponiéndose a salir a su primer baile de largo.
– ¿Estás segura que debo ir, mamá?
– Laura, por Dios, ¿en qué estás pensando?
– En mi papá.
– No te preocupes por él. Ya sabes que yo lo cuido.
Empezó don Fernando con un dolorcillo en la rodilla al que no le dio mayor importancia. Leticia le untó linimento de Sloane cuando el dolor se extendió de la cintura a la pierna, pero pronto su marido se quejó de dificultades para caminar y de brazos entumidos. Finalmente, una mañana se cayó al piso al levantarse de la cama y los doctores no tuvieron dificultad en diagnosticar una diaplejía que afectaría las piernas primero y más que los brazos.
– ¿Es curable?
Los doctores negaron con la cabeza.
– ¿Cuánto tiempo?
– Puede ser toda la vida, don Fernando.
– ¿Y el cerebro?
– Nada, todo bien. Necesitará usted ayuda para moverse, es todo.
Por eso la familia entera agradeció que la casa fuese de un solo piso y María de la O se ofreció para viajar a Xalapa y ser la enfermera de su cuñado, atender a sus necesidades y llevarlo en silla de ruedas al Banco.
– Tu abuelo está bien cuidado en Catemaco por tus tías Hilda y Virginia. Lo discutimos y estuvimos de acuerdo en que yo vendría a ayudar a tu mamá.
– ¿Cómo dice mi papá en inglés? Cuando llueve, truena, o algo así. En otras palabras, nos cayó el chahuistle, tiíta.
– Anda, Laura. Una cosa. No me vayas a defender si alguien me maltrata. Te meterías en dificultades. Lo importante es cuidar a tu padre y permitir que Leticia mi hermana lleve el hogar.
– ¿Por qué lo haces?
– Yo le debo a tu padre tanto como a tu abuela que me llevó a vivir con ustedes. Algún día te contaré.
La doble preocupación que cayó sobre la casa, añadida al luto por Santiago, no amilanó a doña Leticia. Sólo se volvió más flaca y más activa; pero el pelo empezó a encanecer y las líneas de su bello perfil renano se cubrieron poco a poco de arrugas finísimas, como esas telarañas que cubrían los cafetales enfermos.
– Debes ir al baile. Ni lo pienses. No va a pasarle nada a tu padre, ni a mí.
– Júrame que si se pone malo me mandas buscar.
– Por Dios, hija, San Cayetano está a cuarenta minutos de aquí. Además, ni que fueras solita y tu alma. Elizabeth y su mamá te acompañan, recuerda; nadie podrá decir nada de ti… si algo pasara, te mando a Zampayita con el landó.
Elizabeth iba preciosa, tan rubia y bien formada como era a los dieciséis, aunque más baja y más llenita que Laura y más des-cotada también, metida con trabajos en un vestido anticuado ya, aunque acaso eterno también, de tafeta color de rosa, olanes y vuelos sin fin.
– Niñas, no vayan a enseñar las pechugas -les dijo la madre de Elizabeth, una Lucía Dupont que toda su vida luchaba por decidir si su nombre era tan corriente en Francia como aristocrático en los Estados Unidos, aunque cómo se fue a casar con un García, sólo los encantos masculinos de su marido lo sabrían explicar, aunque no la tozudez de su hija en llamarse sólo García y no García-Dupont, así con el distinguido hyphen angloamericano.
– Laura no tiene problemas porque es plana, mamá, pero yo…
– Elizabeth, hijita, me pones mal…
– Ni modo. Así me hizo Dios, con tu ayuda.
– Bueno, olvídense de las tetas -dejó caer sin pudor la mamá de Elizabeth-. Piensen que hay cosas más importantes. Busquen las conexiones más distinguidas. Pregunten familiarmente por los Olivier, los Trigos, los Sartorious, los Fernández Landero, los Esteva, los Pasquel, los Bouchez, los Luengas.
– Los Caraza -interrumpió la niña Elizabeth.
– No andes de ofrecida -relampagueó su madre-. Atesoren los nombres de la buena sociedad. Si los olvidan, ellos se olvidarán de ustedes.
Miró a las dos muchachas con compasión.
– Pobrecitas. Fíjense bien en lo que hacen los demás. ¡Imiten, imiten!
Elizabeth mimó con exageración. -¡Basta, mamá! ¡Me atarantas, me desmayo!
San Cayetano era una hacienda cafetalera pero era su casco central lo que todos llamaban «San Cayetano». Aquí, las tradiciones españolas fueron olvidadas y en cambio un petit cháteau a la francesa se había levantado, desde los años setenta, en medio de un bosque de hayas cerca de una cascada espumeante y un río rumoroso y estrecho. La fachada neoclásica se sostenía sobre una columnata con remates de vid.
La casa grande era de dos pisos, con una higuera enorme y una fuente silenciosa a la entrada, quince escalones de terraplén para llegar a la puerta labrada de la planta baja que era -le advirtió Leticia a su hija- donde estaban las recámaras. Una escalinata de piedra elegante y amplia conducía al segundo piso que era la planta de recepción: salones, comedores, pero sobre todo -era la característica del lugar- una gran terraza equivalente en su dimensión a la mitad de la superficie de la casa, techada por la azotea pero abierta al fresco por los tres costados -el frente, la derecha y la izquierda de la construcción- que abarcaba, y demarcada sólo por las balaustradas que convertían a la terraza en un gran balcón abierto a las brisas de la noche y, en las tardes, en columpio dormilón de siestas asoleadas.
Aquí, las parejas podían descansar apoyadas contra la balaustrada de esta bellísima galería y conversar depositando las copas cuando decidían bailar aquí mismo, en las tres terrazas del segundo piso. Toda su vida, en la memoria de Laura, este lugar volvería una y otra vez como el sitio del encanto juvenil, el espacio de una alegría de saberse joven.
Allí esperaba a sus huéspedes doña Genoveva Deschamps de la Trinidad, la legendaria ama de esta hacienda y la figura tutelar de la sociedad provinciana. Laura esperaba encontrarse con una señora alta y dominante, incluso altanera, y en cambio encontró a una dama pequeña pero erguida, de sonrisa chispeante, hoyuelos en las mejillas color de rosa y ojos cordiales, grises como su atuendo de elegante monotonía. Por lo visto, la señora Deschamps de la Trinidad sí había visto La Vie Parisienne y portaba un atuendo aún más moderno que el de Laura, pues dispensaba con toda forma de falso abulta-miento y seguía, con un brillo de seda gris, el contorno natural de la
dama. Envolvía doña Genoveva sus hombros desnudos con un sutil velo de gasa color gris también y todo hacía juego con su mirada acerada, permitiendo que las joyas transparentes como agua lucieran todavía más.
A pesar de todo esto, Laura, agradecida de que su anfitrio-na fuese una mujer tan amable, se dio cuenta de que la señora Des-champs, antes y después de saludar cordialmente a cada invitado, los miraba con una frialdad extraña, cercana al cálculo, casi judicial. La mirada de la rica y envidiada dama era un sello de aprobación o desaprobación. Ya se sabría, en el siguiente baile anual de la hacienda, quiénes recibieron el plácet y quiénes fueron reprobados. Esa mirada fría -censura o aprobación- no duraba sino los escasos segundos entre el arribo de un invitado y el siguiente, cuando la mirada chispeante y la sonrisa afable volvían a brillar.