El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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– Ahora váyase -dijo- y no vuelva más hasta que yo le avise.
Cuando Florentino Ariza la vio por primera vez, su madre lo había descubierto desde antes de que él se lo contara, porque perdió el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas en la cama. Pero cuando empezó a esperar la respuesta a su primera carta, la ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el sentido de la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera. El padrino de Florentino Ariza, un anciano homeópata que había sido el confidente de Tránsito Ariza desde sus tiempos de amante escondida, se alarmó también a primera vista con el estado del enfermo, porque tenía el pulso tenue, la respiración arenosa y los sudores pálidos de los moribundos. Pero el examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir. Le bastó con un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera. Prescribió infusiones de flores de tilo para entretener los nervios y sugirió un cambio de aires para buscar el consuelo en la distancia, pero lo que anhelaba Florentino Ariza era todo lo contrario: gozar de su martirio.
Tránsito Ariza era una cuarterona libre con un instinto de la felicidad malogrado por la pobreza, y se complacía en los sufrimientos del hijo como si fueran suyos. Le hacía beber las infusiones cuando lo sentía delirar y lo arropaba con mantas de lana para engañar a los escalofríos, pero al mismo tiempo le daba ánimos para que se solazara en su postración.
– Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas -le decía-, que estas cosas no duran toda la vida.
En la Agencia Postal, por supuesto, no pensaban lo mismo. Florentino Ariza se había abandonado a la desidia, y andaba tan distraído que confundía las banderas con que anunciaba la llegada del correo, y un miércoles izaba la alemana cuando el barco que había llegado era el de la Compañía Leyland con el correo de Liverpool, y cualquier día izaba la de los Estados Unidos cuando el barco que llegaba era el de la Compagnie Générale Transatlantique con el correo de Saint-Nazaire. Aquellas confusiones del amor ocasionaban tales trastornos en el reparto y provocaban tantas protestas del público, que si Florentino Ariza no se quedó sin empleo fue porque Lotario Thugut lo mantuvo en el telégrafo y lo llevó a tocar el violín en el coro de la catedral. Tenían una alianza difícil de entender por la diferencia de edades, pues podían haber sido abuelo y nieto, pero se llevaban tan bien en el trabajo como en las fondas del puerto, donde iban a parar los trasnochados, sin escrúpulos de clase, desde los borrachitos de caridad hasta los señoritos vestidos de etiqueta que se fugaban de las fiestas de gala del Club Social para comer lebranche frito con arroz de coco. Lotario Thugut solía irse por allí después del último turno del telégrafo, y muchas veces amanecía bebiendo ponche de Jamaica y tocando el acordeón con las tripulaciones de locos de las goletas de las Antillas. Era corpulento, atortugado, con una barba dorada y un gorro frigio que se ponía para salir de noche, y sólo le faltaba una ristra de campánulas para ser idéntico a San Nicolás. Al menos una vez por semana terminaba con una pájara de la noche, como él las llamaba, de las muchas que vendían amores de emergencia en un hotel de paso para marineros. Cuando conoció a Florentino Ariza, lo primero que hizo con un cierto deleite magistral fue iniciarlo en los secretos de su paraíso. Escogía para él las pájaras que le parecían mejores, discutía con ellas el precio y el modo, y le ofrecía pagar con dinero suyo el servicio adelantado. Pero Florentino Ariza no lo aceptaba: era virgen, y se había propuesto no dejar de serlo mientras no fuera por amor.
El hotel era un palacio colonial venido a menos, y los grandes salones y los aposentos de mármol estaban divididos en cubículos de cartón con agujeros de alfileres, que lo mismo se alquilaban para hacer que para ver. Se hablaba de fisgones a quienes les habían vaciado un ojo con agujas de tejer, de otro que reconoció a su propia esposa en la que estaba espiando, y de caballeros de alcurnia que entraban disfrazados de verduleras para desfogarse con los contramaestres de paso, y de tantos otros percances de aguaitadores y agualtados, que la sola idea de asomarse al cuarto contiguo le resultaba pavorosa a Florentino Ariza. Así que Lotario Thugut no logró persuadirlo de que ver y dejarse ver eran refinamientos de príncipes en Europa.
Al contrario de lo que hacía creer su corpulencia, Lotario Thugut tenía una perinola de querubín que parecía un capullo de rosa, pero éste debía ser un defecto afortunado, porque las pájaras más percudidas se disputaban la suerte de dormir con él, y sus alaridos de degolladas remecían los estribos del palacio y hacían temblar de espanto a sus fantasmas. Decían que usaba una pomada de veneno de víbora que enardecía la silla turca de las mujeres, pero él juraba no tener recursos distintos de los que Dios le había dado. Decía muerto de risa: “Es puro amor”. Tuvieron que pasar muchos años para que Florentino Ariza entendiera que tal vez lo decía con razón. Acabó de convencerse en un tiempo más avanzado de su educación sentimental, cuando conoció a un hombre que se daba una vida de rey explotando a tres mujeres al mismo tiempo. Las tres le rendían cuentas al amanecer, humilladas a sus pies para hacerse perdonar sus recaudos exiguos, y la única gratificación que anhelaban era que él se acostara con la que le llevara más dinero. Florentino Ariza pensaba que sólo el terror podía inducir a semejante indignidad. Sin embargo, una de las tres muchachas lo sorprendió con la verdad contraria.
– Estas cosas -le dijo- sólo pueden hacerse por amor.
No fue tanto por sus virtudes de fornicador como por su gracia personal, por lo que Lotario Thugut había llegado a ser uno de los clientes más apreciados del hotel. Florentino Ariza, con ser tan callado y escurridizo, se ganó también el aprecio del dueño, y en la época más ardua de sus quebrantos solía encerrarse a leer versos y folletines de lágrimas en los cuartitos sofocantes, y sus ensueños dejaban nidos de oscuras golondrinas en los balcones y rumores de besos y batir de alas en los marasmos de la siesta. Al atardecer, cuando bajaba el calor, era imposible no escuchar las conversaciones de los hombres que venían a desahogarse de la jornada con un amor de prisa. Así se enteraba Florentino Ariza de muchas infidencias y aun de algunos secretos de estado que los clientes importantes y aun las autoridades locales les confiaban a sus amantes efímeras sin cuidarse de que no los oyeran en los cuartos vecinos. Fue también así como se enteró de que a cuatro leguas marinas al norte de Sotavento yacía hundido desde el siglo xvi un galeón español cargado con más de quinientos mil millones de pesos en oro puro y piedras preciosas. El relato lo asombró, pero no volvió a pensar en él hasta unos meses después, cuando su locura de amor le alborotó las ansias de rescatar la fortuna sumergida para que Fermina Daza se bañara en estanques de oro.
Años más tarde, cuando trataba de recordar cómo era en la realidad la doncella idealizada con la alquimia de la poesía, no lograba distinguirla de los atardeceres desgarrados de aquellos tiempos. Aun cuando la atisbaba sin ser visto, por aquellos días de ansiedad en que esperaba la respuesta a su primera carta, la veía transfigurada en la reverberación de las dos de la tarde bajo la llovizna de azahares de los almendros, donde siempre era abril en cualquier tiempo del año. Por lo único que le interesaba entonces acompañar con el violín a Lotario Thugut en el mirador privilegiado del coro, era por ver cómo ondulaba la túnica de ella con la brisa de los cánticos. Pero su propio desvarío acabó por malograrle el placer, pues la música mística le resultaba tan inocua para su estado de alma, que trataba de enardecerla con valses de amor, y Lotario Thugut se vio obligado a despedirlo del coro. Fue esa la época en que cedió a las ansias de comerse las gardenias que Tránsito Ariza cultivaba en los canteros del patio, y de ese modo conoció el sabor de Fermina Daza. Fue también la época en que encontró por casualidad en un baúl de su madre un frasco de un litro del Agua de Colonia que vendían de contrabando los marineros de la Hamburg American Line y no resistió la tentación de probarla para buscar otros sabores de la mujer amada. Siguió bebiendo del frasco hasta el amanecer, emborrachándose de Fermina Daza con tragos abrasivos, primero en las fondas del puerto y después absorto en el mar desde las escolleras donde hacían amores de consolación los enamorados sin techo, hasta que sucumbió a la inconsciencia. Tránsito Ariza' que lo había esperado hasta las seis de la mañana con el alma en un hilo, lo buscó en los escondites menos pensados, y poco después del mediodía lo encontró revolcándose en un charco de vómitos fragantes en un recodo de la bahía donde iban a recalar los ahogados.