Diablo Guardian
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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde ni?a, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocaci?n de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la pr?ctica). La ni?a vive en un ambiente de mentira (su padre ti?e de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros a?os de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El pap? planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el cl?set. La jovencita-ni?a empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil d?lares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avi?n y a partir de ese momento, manipular? a los dem?s. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig tambi?n es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observaci?n de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto art?stico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalizaci?n.
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¿En cuántas horas crees que me agarraron? Soy una imbécil: En setentaiuna. Y después me tuvieron encerrada bajo llave, mientras veían dónde me acababan de embodegar. Según ellos no iba a ser más que un tratamiento, para ver si con eso entraba en razón. Yo planeaba volver para sacar la lana de mi clóset, pero ya no se me hizo porque antes me encontraron. Igual nadie se había molestado en registrar el closet; o sea que mis papás no sabían del robo, ni de los shows con el jardinerito, ni de nada. Lo único que sabían era que reprobaba y no quería ser rubia. Con eso les bastó para diagnosticar que estaba loca.
Nunca me lo dijeron de ese modo. Más bien decían: Hijita, ¿cómo amaneciste? Pero luego en su cuarto soltaban en secreto las verdades. No se me olvidan las palabras de mi papá: Tu hija está mal de la cabeza si cree que va a traer el cabello como prostituta. Ellos decían así: El cabello. Todas las noches discutían de lo mismo, era obvio que me iban a encerrar. Así que todo el día lloraba en mi recámara. Cómo sería la cosa que hasta un día les pedí que me llevaran a la escuela. Claro que tan estúpidos no eran. Como que mi papá se las olía que yo me iba a escapar a la primera. Que al final fue lo que pasó. Porque una cosa era que mi papá tuviera la única llave de la puerta de mi cuarto, y otra muy diferente que adivinara la existencia de un duplicado de las llaves de su coche. Lo tenía en mi buró, era mi trofeo. Si con una de esas llaves había sido niña rica por un año, con todas juntas iba a ser cualquier cosa que yo quisiera. Libre. Pelirroja. Gringa. Rica. Puta. No sabía bien cómo, y por eso lloraba a toda hora. Pero en algún momento se iban a equivocar, no podían ser tan buenos celadores. El día que me anunciaron que me iban a internar por unos días, ni siquiera dudé. A la noche vacié casi toda la maleta y metí los billetes como pude. Total, si me los descubrían en el hospital, yo estaba preparada para contarle a quien me preguntara de dónde había salido esa lanísima.
No soy como mi madre, que no suelta a Dios ni cuando va a robarle a la Cruz Roja. Creo que por eso Dios me ha ayudado más a mí. Porque yo no presumo de ser amiga suya, ¿ajá? No me acuerdo ni cuánto tiempo pasé entre que me agarraron y me volví a escapar. Según yo tres semanas, pero igual fue menos. No podía salir ni a la azotea. Mi papá puso chapas especiales hasta en la cocina. Y como ni siquiera les pedí perdón por los insultos, tampoco se dignaban dirigirme la palabra. Digo, ni mis hermanos me querían hablar. Aunque ésos por lo menos se acercaban a la puerta de mi cuarto y me gritaban cosas. Las susurraban, pues, pero siempre tan fuerte que parecían gritos. Pinche naca, decían, y yo hasta me reía de pensar: Les dolió. Cada vez que se iban me dejaban en mi recámara, encerrada por fuera. Y para mi mejor, porque así cuando menos podía consolarme contando mis riquezas. Imagínate el nervio en la mañana, cuando ya me llevaban para el hospital. Casi toda mi ropa se había quedado en el clóset, hecha bola en las bolsas. Y el botín iba envuelto en una sábana. Pensaba: Igual me sirve para sobornar a un enfermero. Figúrate las jetas que iban a plantar cuando vieran que en lugar de equipaje traía puros fajos de billetes. De repente pensaba: ¿Y qué tal si se quedan con la lana, me atascan de pastillas y luego me declaran loca furiosa? El caso es que en el coche yo estaba que abría la puerta y me bajaba en el semáforo. Y en eso zas. Que viene Dios y me rescata.
Yo iba rezando, ¿ajá? Venía en el asiento de adelante. Atrás estaba mi mamá, con mis hermanos. Lo más horrible fue que se bajaran en su escuela y mi papá dijera, ya sabes, solemnísimo: Denle un beso a su hermana. No les dijo despídanse, pero hazte cuenta. Y me solté llorando como loca, ¿ajá? Total que ni pudieron darme el beso. Luego oí que uno de ellos, no sé cual, preguntó si en el manicomio me iban a seguir pintando el pelo. Manicomio, ¿me entiendes? Por mucho que dijeran que la clínica y la rehabilitación y la terapia, ya habían decidido encerrarme como loca. Por no querer ser rubia de mentiras. Y pues yo ya sabía que loca no estaba. Aja, porque la loca traía la maleta hasta el culo de dólares. Y algo muy importante: mis llaves del coche. Era el último chance, ¿ajá? Pensé: Dios, si me salvas te prometo que no vuelvo a robar. Claro que pude haber prometido no volver a hacer trampas, pero una cosa de ésas no puede prometerse nunca. Sobre todo si tienes quince años y te andas escapando de tu casa. O más bien de tu familia, porque las casas nunca van y te buscan, ni te meten al manicomio porque no eres como ellas.
La última vez, o sea la primera, la única en realidad, me agarraron por cometer errores obvios. Qué importa cuáles, si vas a escribir mi vida lo menos que puedes hacer es quitarle las peores partes. O sea, donde de plano me veo muy mal, ¿ajá?, como tarada. El problema era que me había fugado a lo estúpido, sin pensarlo, ¿verdad?, entonces por supuesto que no podía ir a ningún lado. Dormía en el coche de mis papás, mientras hallaba el modo de clavarme a su casa y agarrar mi dinero. Porque, 0 sea, ya era mío, ¿ajá? Ni modo de largarme sin él. En todo el día no hacía otra cosa que vigilar mi casa de lejitos y regresar al coche. Hasta que me agarraron. Horrible, puta madre. Pero eso ya te lo conté. Tampoco importa mucho, a la hora de escribirlo vas a acabar inventando y cambiando y quitando todo lo que se te antoje, ¿ajá? Igual y hasta es una de las razones por las que te lo cuento, para que me deformes y me tuerzas y no sé, me hagas más interesante. Pon que me fui de puta y que agarraba el coche de mis papás de hotel de paso, y que la policía me atrapó gracias a que mi papi era habitual de no sé qué burdel. Nada más no me dejes durmiendo otra vez sola en ese coche feo, como muerta de hambre. ¿Te has fijado en lo poco decorativa que llega a ser la verdad?
En cambio lo que si está interesante, y es la pura verdad, es lo que me pasó camino al manicomio. Te digo que empecé a rezar, y que le ofrecí a Dios un catálogo de sacrificios. Que si después iba a pagarles el dinero, que quería donar una parte a la Cruz Roja, que pensaba ir a misa todos los domingos del mes, o hasta del año. Porque en esos momentos una ofrece hasta la cabeza de su gato para que se le cumpla lo que pide. Claro que yo nunca he tenido gato. Mi mamá nos decía que era alérgica a los animales. Puro cuento, a lo que era alérgica era a que un perro, un gato o un ratón le ensuciaran o le rompieran o le orinaran los muebles de su sala. Por cierto, una de las promesas que le hice a Dios era que iba a ir a una buena mueblería y les iba a mandar la mejor sala. Tuve tiempo de prometer cantidad de mamadas, porque eran cerca de las ocho y media y había un tráfico de súper mierda. Se me salían las lágrimas cada vez que tenía que decir: Hágase tu voluntad porque yo no sabía cuál era Su voluntad. Ni ganas de enterarme, aparte. ¿Qué tal que me quería en la pinche Casa de la Risa?
Hasta que Dios habló, sólo que por los labios de Mi Santa Madre. ¿Por qué no nos paramos un ratito en la iglesia para que la niña se confiese? Sirve que se despida un poco el tráfico. Eso fue exactamente lo que dijo. Cómo quieres que se me olvide, si como decía el sacerdote era Palabra de Dios. De pronto me dio miedo que mi papá dijera que no, pero cayó enterito. Hasta le pareció muy buena idea. Digo era obvio que les daba algún remordimiento, ¿ajá? Porque ya cuando entramos ellos también quisieron confesarse. Y si uno se confiesa es porque le hace falta. ¿O no, Diablo Guardián?
Nos sentamos a un lado del confesionario. ¿Qué edad tendría entonces mi papá? Unos cuarentaicinco, cincuenta años. Por mucho que corriera no iba a llegar al coche, abrirlo y arrancarlo sin que antes me cayera encima y me reventara el hocico, ¿ajá? A mi mamá le enferma que hable así. Hocico. Hocico. Hocico. Hocico. Hocico. En fin, que cuando mi papá entró a confesarse me dejó sentada junto a mi mama, y hasta el final dejaron que pasara yo. Así que entré pensando en lo que calculaba que le habían confesado mis papás al cura.
Hubiera preferido ir yo primero. Porque te juro que yo sí pensaba confesarme de verdad. Después del súper paro que me estaba haciendo Dios, ya no podía andarme con mentiras, ni callarme, ni nada. La hija de ese piadoso matrimonio iba a confesar que era ratera. Que había desfalcado a los padres. Y el cura me iba a estar oyendo mientras los miraba a ellos, ¿te imaginas? Vas a decir que hasta ese momento Dios no me había hecho ningún paro, pero desde que entramos a la iglesia, es más, desde que mi papá aceptó pararse, yo tuve súper claro que algo iba a pasar. Pero igual antes si tenía que confesarme. No por lo que iba a hacer, sino de menos por todo lo que ya había hecho. Además una nunca le confiesa al padre los pecados que piensa cometer. Me acuso, padre, de que el año que entra voy a matar a un hijo de puta. O sea, ve a matarlo y vienes, ¿ajá? Si acaso vas y dices que te acusas de haber tenido malos pensamientos, luego te los perdonan y ya: sales con la conciencia limpia a convertirlos en pecados.
Podía intentar algún operativo desesperado y en una de ésas Dios se decidía a completarme el milagrito. La otra opción era dejar que me encerraran en el locario y me quitaran el dinero, y además mi familia terminara de odiarme por ratera. No tienes una idea el trabajo que me costó contarle al sacerdote de mis enjuagues con el hijo del jardinero, más los tres espectáculos, incluyendo los dos que no quise contarte, más lo peor, que era lo del desfalco. Pero como te digo, el padre tenía a mis papás a un metro de distancia, entonces yo pensé: Ave María Purísima. Voy a decirle todos, todos, todos mis pecados, y de paso me entero si mis queridos padres también se confesaron de verdad Así que decidí soltarle lo de la Cruz Roja. O sea las comiditas, ¿ajá? Le platiqué con pelos y señales de los atracos míos y los de mis papás, y hasta le pregunté que si era cierto eso de los cien años de perdón para el ladrón que roba a otro ladrón. Pero no vayas a creer que se lo pregunté por ingenuota. Lo que pasa es que el padre me decía: ¿Me estás diciendo la verdad? y yo me hacia la niña pendejita. Y ahí tienes que le pregunto, ya sabrás, con voz de muñequito de caricatura: Oiga, padre, ¿a quién debería devolverte el dinero, a mis papás o a la Cruz Roja? Se quedó calladísimo. Yo creo que más bien veía a mis papás y pensaba: Cabrones. Porque era obvio que ninguno de los dos había confesado lo de las comiditas. Por eso me costó que me creyera, ¿ajá? Yo hasta pensé que me iba a aconsejar que les devolviera el dinero a mis papás y que luego, no sé, intentara convencerlos de también regresarlo. Y entonces que me dice: Dáselo a los pobres. ¿Y a qué pobres? 0 sea qué quería que hiciera, ¿si?, ¿aventar los billetes al aire desde un balcón? Ya te figurarás la sugerencia del padrecito: Dónalos a la Iglesia, y nosotros los repartimos entre los pobres. Pensé: Sí, cómo no, mañana vengo a hacerte rico, hijo de puta. Pero en fin, me absolvió de todos mis pecados y me dejó un rosario de penitencia. Además del encargo de la lana, claro. Y yo chillando, en parte para que me oyeran mis papás, pero más que eso para que el padre me creyera que iba a volver al día siguiente con su tambache. Aja, si, córlio no: que esperara sentado el Fray Cabrón. No íbamos mucho a misa, pero igual mi mamá lo conocía por las misiones de caridad. Y yo acababa de quemarla durísimo con él. Hasta entonces pensé: Pues sí, ni modo que mis ratas padres le hablen de esas cosas al mismo sacerdote que les junta gente para sus colectas. O sea que no decía: Cabrones. Decía: Hijos de puta, y en latín.